Chenar se consumía de impaciencia.
Los griegos habían fracasado de manera lamentable. Menelao, obsesionado por su deseo de poseer a Helena como una presa, había perdido de vista lo esencial, la eliminación de Ramsés. Tenía un único consuelo, no desprovisto de importancia: Chenar había logrado persuadir a su hermano de su inocencia. Ahora que Menelao y sus soldados se habían ido, nadie acusaría a Chenar de haber sido el alma de la conspiración. Pero Ramsés subiría al trono de Egipto y reinaría en solitario… y él, Chenar, el hijo mayor de Seti, ¡estaría obligado a obedecerle y a comportarse como un simple servidor! No, no aceptaría esa humillación.
Por ello había fijado una cita con su último aliado, un allegado a Ramsés, hombre fuera de toda sospecha que quizá le ayudaría a luchar desde el interior contra su hermano y a minar su trono.
Al caer la noche, el barrio de los alfareros se animaba. Mirones y clientes circulaban entre las tienduchas, dando un vistazo a las vasijas de tamaños y precios variados que vendían los artesanos. En el ángulo de una callejuela, un aguador ofrecía su líquido fresco y deleitoso.
Era allí donde Acha, vestido con taparrabo ordinario y tocado con una peluca trivial que lo hacía irreconocible, esperaba a Chenar, que también había tomado la precaución de modificar Su apariencia. Los dos hombres compraron un odre de agua a de racimos de uva, como simples campesinos, y se sentaron uno al lado del otro contra un muro.
—¿Habéis vuelto a ver a Ramsés?
—Ya no dependo del ministro de Asuntos Exteriores sino directamente del futuro faraón.
—¿Qué significa eso?
—Una promoción.
—¿Cuál?
—Todavía no lo sé. Ramsés piensa formar su próximo gobierno; como es fiel a la amistad, Moisés, Ameni y yo deberíamos obtener puestos de primera importancia.
—¿Quién más?
—En el círculo de sus íntimos, sólo veo a Setaú, pero está tan apegado al estudio de sus queridas serpientes que rehúsa toda responsabilidad.
—¿Os pareció Ramsés decidido a reinar?
—Aunque es consciente de lo pesado de la carga y de su falta de experiencia, no retrocederá. No esperéis ya ninguna evasión.
—¿Os ha hablado del gran sacerdote de Amón?
—No.
—Perfecto. Subestima su influencia y su capacidad de dañar.
—¿No es un personaje timorato, que teme la autoridad real?
—Temía a Seti… Pero Ramsés es sólo un joven muy poco avezado en las luchas de influencias. Por el lado de Ameni no hay que esperar nada: ese maldito pequeño escriba está unido a Ramsés como un perro a su amo. En cambio, no desespero en atraer a Moisés a mis redes.
—¿Lo habéis intentado?
—Sufrí un fracaso, pero sólo era un primer intento. Ese hebreo es un hombre atormentado en busca de su verdad, que no es forzosamente la de Ramsés. Si logramos ofrecerle lo que desea, cambiará de bando.
—No os equivocáis.
—¿Tenéis alguna influencia sobre Moisés?
—No lo creo, pero el futuro quizá me dará medios de presión.
—¿Y sobre Ameni?
—Parece incorruptible —estimó Acha—, ¿pero quién sabe? Con el tiempo se volverá esclavo de necesidades inesperadas, y podremos explotar sus debilidades.
—No tengo intención de esperar a que Ramsés haya tejido una tela indestructible.
—Yo tampoco, Chenar, pero de todos modos habréis de tener un poco de paciencia. El fracaso de Menelao y de sus hombres debería demostrarnos que una buena estrategia excluye toda indecisión.
—¿Cuánto tiempo?
—Dejemos que Ramsés se instale en la embriaguez del poder. El fuego que lo anima se alimentará con los fastos de la corte y le hará perder el sentido de la realidad. Además, yo seré uno de los que le informarán sobre la evolución de la situación en Asia, y será más bien a mí a quien escuchará.
—¿Cuál es vuestro plan, Acha?
—Deseáis reinar, ¿verdad?
—Soy digno y capaz de ser faraón.
—Así pues conviene derrocar o eliminar a Ramsés.
—La necesidad hace la ley.
—Dos vías se abren ante nosotros: la conspiración interior o la agresión exterior. En lo que se refiere a la primera, debemos aseguramos complicidades entre las personalidades influyentes del país; en este terreno, vuestro papel será preponderante. En cuanto a la segunda, descansa en las verdaderas intenciones de los hititas y en la preparación de un conflicto que causará la derrota de Ramsés pero no la ruina de Egipto. Si el país fuera devastado, sería un hitita quien se apoderarla de las Dos Tierras.
Chenar no ocultó su contrariedad.
—¿No es demasiado arriesgado?
—Ramsés es un adversario de talla. No tomaréis fácilmente el poder.
—Si los hititas resultan vencedores, invadirán Egipto.
—No tiene por qué ser necesariamente así.
—¿Qué milagro proponéis?
—No se trata de un milagro, sino de una trampa a la que atraeremos a Ramsés, sin que nuestro país esté directamente implicado. O perecerá, o lo harán responsable de la derrota. En ambos casos no podrá continuar reinando. Entonces, vos apareceréis como un salvador.
—¿No es un sueño?
—No tengo reputación de alimentarme de ilusiones. Cuando conozca el puesto exacto que Ramsés me reserva, empezaré a actuar. A menos que vos deseéis renunciar.
—¡Jamás! Muerto o vivo, Ramsés deberá desaparecer ante mí.
—Si triunfamos, espero que no seáis ingrato.
—Sobre este punto, estad tranquilo; habréis merecido cien veces ser mi brazo derecho.
—Permitidme dudar de ello.
Chenar se sobresaltó.
—¿No confiáis en mí?
—En absoluto.
—Pero entonces…
—No finjáis sorpresa. Si fuera un ingenuo, me habríais eliminado hace tiempo. ¿Cómo creer en las promesas de un hombre de poder? Su comportamiento sólo le es dictado por su interés personal y nada más.
—¿Estáis desengañado, Acha?
—Soy realista. Cuando seáis faraón, elegiréis a vuestros ministros sólo en función de vuestros criterios del momento y quizá apartéis a aquellos que, como yo, os habrán permitido acceder al trono.
Chenar sonrió.
—Vuestra inteligencia es excepcional, Acha.
—Viajar me ha permitido observar unas sociedades y unos hombres muy diferentes, pero todos sometidos a la ley del más fuerte.
—No era el caso en el Egipto de Seti.
—Seti ha muerto. Ramsés es un guerrero cuya violencia aún no ha tenido la posibilidad de expresarse. Tal es nuestra suerte.
—A cambio de vuestra colaboración, deseáis pues beneficios inmediatos.
—Veo que me habéis comprendido, Chenar.
—Me gustarían precisiones.
—Mi familia es pudiente, es cierto, pero ¿se es alguna vez lo bastante rico? Para un gran viajero como yo poseer numerosas villas es un placer apreciable. A merced de mi fantasía, me gustaría descansar ya sea en el norte, ya sea en el sur. Tres mansiones en el Delta, dos en Menfis, dos en el Medio Egipto, dos en la región tebaica y una en Asuán me parecen indispensables para gozar de la existencia cuando permanezca en Egipto.
—Me pedís una pequeña fortuna.
—Una bagatela, Chenar, una simple bagatela a cambio del servicio que voy a haceros.
—Deseáis también minerales y piedras preciosas.
—Evidentemente.
—No os creía tan venal, Acha.
—Me gusta el lujo; ¿un aficionado a las vasijas raras, como vos, no puede comprender esta inclinación?
—Sí, pero tantas casas…
—¡Casas ricamente decoradas y que sirvan de marco para muebles magníficos! Serán mi paraíso en la tierra, lugares de goce de los que seré el único amo y donde seré respetado mientras vos ascendéis uno a uno los escalones del estrado que conduce al trono de Egipto.
—¿Cuándo debería empezar a entregar estos bienes?
—Inmediatamente.
—Aún no habéis sido nombrado.
—Suceda lo que suceda, mi puesto no será desdeñable. Alentadme a serviros bien.
—¿Por dónde empezamos?
—Por una villa en el noreste del Delta, cerca de la frontera. Preved una amplia mansión, con un estanque para bañarse, una viña y servidores celosos. Incluso si sólo vivo en ella unos días al año, deseo ser tratado como un príncipe.
—¿Es ésa vuestra única ambición?
—He olvidado las mujeres. Cuando debo partir para cumplir una misión, la ración es bastante pobre; en mi casa, las deseo numerosas, bellas y poco ariscas. Su origen me importa poco.
—Acepto vuestras exigencias.
—No os decepcionaré, Chenar. Sin embargo hay una condición esencial: que nuestros encuentros permanezcan rigurosamente secretos y que no habléis de ellos a nadie. Si Ramsés fuera informado de nuestros contactos, mi carrera habría terminado.
—Vuestro interés coincide con el mío.
—No existe mejor garantía de amistad. Hasta pronto, Chenar.
Mirando cómo se alejaba el joven diplomático, el hermano mayor de Ramsés pensó que la suerte no lo había abandonado. Este Acha era un personaje de envergadura; cuando se viera forzado a deshacerse de él, lo lamentaría.