Cuando el joven diplomático Acha regresó a Menfis, después de una breve misión de información en Siria del Sur que había realizado por orden del ministro de Asuntos Exteriores, el período de luto duraba desde hacía cuarenta días. Al día siguiente, Tuya, Ramsés, Nefertari y las principales personalidades del Estado partirían hacia Tebas, donde tendría lugar la inhumación de la momia de Seti y la coronación de la nueva pareja real.
Hijo único de una familia rica, distinguido, elegante, con el rostro alargado y fino, y un pequeño bigote muy cuidado, los ojos brillantes de inteligencia, la voz envolvente, a veces desdeñosa, Acha había sido condiscípulo de Ramsés y un amigo un poco lejano, no desprovisto de sentido crítico. Hablaba varias lenguas extranjeras, y desde muy joven se apasionó por los viajes, por el estudio de los otros pueblos y por la cartera diplomática. Gracias a notables éxitos que habían sorprendido a los funcionarios experimentados, la ascensión de Acha se mostró fulgurante. A sus veintitrés años ya era considerado como uno de los mejores especialistas de Asia. A un tiempo hombre de despacho y de acción, cualidades que rara vez coincidían, daba pruebas de tal perspicacia en el análisis de los hechos que algunos lo consideraban como un visionario. Ahora bien, la seguridad de Egipto dependía de una justa apreciación de las intenciones del enemigo principal, el Imperio hitita.
Acha fue a dar cuentas a Meba y se encontró con un ministro a la defensiva, que se contentó con algunas fórmulas huecas y le aconsejó que pidiera sin tardanza audiencia a Ramsés, quien exigía encontrarse con los altos funcionarios, uno tras otro.
Así pues, Acha fue recibido por Ameni, el secretario particular del regente. Los dos hombres se felicitaron.
—No has engordado ni un gramo —constató Acha.
—Y tú sigues llevando una túnica lujosa y ¡a la última moda!
—¡Uno de mis innumerables vicios! El tiempo de nuestros estudios comunes ya está lejos… Pero me alegro de verte en este puesto.
—He jurado ser fiel a Ramsés y respeto mi promesa.
—Has elegido bien, Ameni; si los dioses lo quieren, Ramsés pronto será coronado.
—Los dioses lo quieren. ¿Sabes que ha escapado a un atentado perpetrado por los esbirros del rey griego Menelao?
—Un reyezuelo pérfido y sin futuro.
—¡Es cierto, es un pérfido! Tomó rehenes y amenazó con matarlos si Ramsés no le entregaba a Helena.
—¿Cómo actuó Ramsés?
—Se negó a violar las leyes de la hospitalidad y preparó un asalto contra los griegos.
—Arriesgado.
—¿Qué otra cosa habrías propuesto?
—Negociar y negociar siempre… Pero con un bruto como Menelao admito que la tarea es casi sobrehumana. ¿Consiguió Ramsés su objetivo?
—Helena abandonó el palacio para regresar al lado de su marido y salvar numerosas vidas. En el momento en que el barco de Menelao se dirigía a alta mar, ella se suicidó.
—Gesto sublime, pero definitivo.
—¿Siempre eres tan irónico?
—Burlarse de los demás como de sí mismo, ¿acaso no es eso pureza de espíritu?
—Se diría que la muerte de Helena no te emociona.
—Haberse librado de Menelao y de su pandilla es una dicha para Egipto. Si miramos por el lado de los griegos, necesitaríamos mejores aliados.
—Homero se ha quedado.
—Ese encantador viejo poeta… ¿Escribe sus recuerdos de la guerra de Troya?
—A veces tengo el honor de servirle de escriba; sus versos a menudo trágicos pero no carecen de nobleza.
—¡El amor por la escritura y los escritores te perderá, Ameni! ¿Qué puesto te ha reservado Ramsés en su futuro gobierno?
—Lo ignoro… El que ocupo me convendría de maravilla.
—Mereces más.
—Y tú, ¿qué esperas?
—En un primer momento, ver a Ramsés lo antes posible.
—¿Malas noticias?
—¿Me permites reservarlas para el regente?
Ameni enrojeció.
—Perdóname; lo encontrarás en las cuadras. A ti te recibirá.
La transformación de Ramsés sorprendió a Acha. El futuro rey de Egipto, altivo y seguro de sí mismo, conducía su carro con una maestría excepcional, manejando los caballos en unas maniobras de una increíble dificultad que los viejos caballerizos contemplaban boquiabiertos.
El adolescente de impresionante estatura se había convertido en un atleta de musculatura flexible y poderosa que tenía el porte de un monarca cuya autoridad nadie cuestionaba. Acha advirtió sin embargo una excesiva fogosidad y una exaltación en el esfuerzo que podrían acarrear errores de juicio. Aunque ¿de qué serviría poner en guardia a un ser cuya energía parecía inagotable?
En cuanto divisó a su amigo, Ramsés lanzó el carro en su dirección y ordenó a los caballos que se detuvieran, a menos de dos metros del joven diplomático, cuya túnica nueva fue salpicada de polvo.
—¡Lo lamento, Acha! Son jóvenes corceles algo indisciplinados.
Ramsés saltó a tierra, llamó a dos palafreneros para que se ocuparan de los caballos y tomó a Acha por los hombros.
—¿Esa maldita Asia aún existe?
—Me temo que sí, majestad.
—¿Majestad? ¡Aún no soy faraón!
—Un buen diplomático debe ser previsor. En este caso, el futuro es más bien fácil de suponer.
—Eres el único que se expresa de este modo.
—¿Es un reproche?
—Háblame de Asia, Acha.
—En apariencia, todo está en calma. Nuestros principados esperan tu coronación, los hititas no salen de sus territorios y de sus zonas de influencia.
—¿Has dicho «en apariencia»?
—Es lo que leerás en todos los informes oficiales.
—Pero tu opinión difiere…
—La calma precede siempre a la tormenta, ¿pero por cuanto tiempo?
—Ven, vamos a beber algo.
Ramsés se aseguró de que sus caballos eran tratados con cuidado. Luego se sentó con Acha a la sombra de un techo en declive, frente al desierto. Un sirviente les trajo de inmediato cerveza fresca y paños perfumados.
—¿Crees en la voluntad de paz de los hititas?
Acha reflexionó mientras bebía el delicioso brebaje.
—Los hititas son conquistadores y guerreros; en su vocabulario palabra «paz» es una especie de imagen poética sin consistencia real.
—Así pues, mienten.
—Esperan que un joven soberano, con ideales pacifistas, haga menos hincapié en la defensa del país y lo debilite, mes tras mes.
—Como Akenatón.
—Es un buen ejemplo.
—¿Fabrican muchas armas?
—La producción se acelera, en efecto.
—¿Crees que la guerra es inevitable?
—El papel de los diplomáticos consiste en rechazar esta eventualidad.
—¿Cómo intervendrías?
—Soy incapaz de responder a esta pregunta; mis competencias no me permiten tener una visión de conjunto y proponer remedios satisfactorios a la situación actual.
—¿Te gustaría realizar otras funciones?
—No me toca a mí decidirlo.
Ramsés miró el desierto.
—Cuando era niño, Acha, soñaba con convertirme en faraón, como mi padre, porque creía que el poder era el más maravilloso de los juegos. Seti me abrió los ojos al imponerme la prueba del toro salvaje, y me refugié en otro sueño: permanecer para siempre junto a él, bajo su brazo protector. Pero llegó la muerte y con ella el fin de mis sueños. He rogado al invisible que alejara de mí este cetro que ya no quería, y comprendí que sólo me respondía bajo la forma de un acto. Menelao intentó suprimirme; mi león, mi perro y el jefe de mi guardia personal me salvaron mientras comulgaba con el alma de mi padre. Desde ese instante, decidí no rechazar mi destino. Lo que Seti decidió se cumplirá.
—¿Te acuerdas de cuando hablábamos del verdadero poder con Setaú, Moisés y Ameni?
—Ameni lo encontró sirviendo a su país, Moisés en el arte de construir, Setaú en el conocimiento de las serpientes y tú en la diplomacia.
—El verdadero poder… Eres tú quien lo detentarás.
—No, Acha, pasará a través de mí, se encarnará en mi corazón, en mi brazo, y me abandonará si soy incapaz de cobijarlo.
—Ofrecer tu vida a la realeza… ¿No es pagar un precio demasiado alto?
—Ya no soy libre de actuar a mi gusto.
—Tus palabras son casi espantosas, Ramsés.
—¿Crees que ignoro el miedo? Sean cuales sean los obstáculos, gobernaré y continuaré la obra de mi padre para legar a mi sucesor un Egipto sabio, fuerte y hermoso. ¿Aceptas ayudarme?
—Sí, majestad.