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El poeta Homero vivía en una mansión muy amplia situada cerca del palacio del regente. Disponía de los servicios de un cocinero, de una doncella y de un jardinero. Tenía una bodega llena de jarras de vino del Delta al que añadía anís y coriandro, y no salía mucho de su jardín, en el que el árbol más preciado era un limonero, indispensable para su inspiración.

Con el cuerpo untado de aceite de oliva, Homero fumaba muy a gusto hojas de salvia en una pipa cuya cazoleta era un gran caparazón de caracol. Con un gato negro y blanco en las rodillas, que había bautizado con el nombre de Héctor, dictaba los versos de su Ilíada bien a Ameni, bien a un escriba que el secretario particular de Ramsés le proporcionaba.

La visita del regente alegró al poeta; su cocinero trajo una vasija cretense de gollete muy estrecho, que sólo dejaba pasar un delgado hilo de vino fresco y aromatizado. Bajo el quiosco de cuatro columnitas de acacia cubierto por un techo de palma, el calor era soportable.

—Este admirable verano cura mis dolores —indicó Homero, cuyo rostro curtido y arrugado se adornaba con una larga barba blanca—. ¿Sufrís tormentas, como en Grecia?

—El dios Set a veces desencadena algunas terribles —respondió Ramsés—. El cielo se cubre de nubes oscuras, los relámpagos las atraviesan, cae el rayo, el trueno retumba, un diluvio llena los uadis secos y los torrentes bajan arrastrando cantidad de cascajos. El miedo llena los corazones, algunos creen en la destrucción del país.

—¿No llevaba Seti el nombre de Set?

—Para mí, ése fue durante mucho tiempo un gran misterio. ¿Cómo era posible que un faraón se atreviera a elegir como dios protector al asesino de Osiris? Comprendí que había dominado la fuerza de Set, el poder inconmensurable del cielo, y que la usaba para alimentar la armonía y no el desorden.

—¡Qué extraño país es este Egipto! ¿No acabáis de arrostrar una especie de tormenta?

—¿Los rumores de los dramas llegan hasta este jardín?

—Mi vista está muy débil, ¡pero mi oído es excelente!

—Así pues, sabéis que vuestros compatriotas han intentado suprimirme.

—Anteayer escribí estos versos: «Mucho me temo que estéis presos en las mallas de una red que no deja escapar nada, y que todos os convirtáis en la presa y el botín de los guerreros enemigos. Saquearán vuestras ciudades. Pensad en eso día y noche, luchad sin tregua, si queréis escapar a los reproches.»

—¿Sois adivino?

—No dudo de vuestra cortesía, pero el futuro faraón viene sin duda en busca de alguna opinión de un viejo griego inofensivo.

Ramsés sonrió. Homero era más bien áspero y directo, pero esta actitud le gustaba.

—Según vos, ¿los agresores han actuado por cuenta propia o a las órdenes de Menelao?

—¡No conocéis bien a los griegos! Fomentar conspiraciones es su juego favorito. Menelao quiere a Helena, sois vos quien la escondéis. Por lo tanto sólo hay una solución: la violencia.

—Ésta ha fracasado.

—Menelao es débil y limitado; no renunciará y os desencadenará la guerra en el interior mismo de vuestro país, sin pensar en las consecuencias.

—¿Qué me recomendáis?

—Enviadlo a Grecia con Helena.

—¡Pero ella se niega!

—Aunque ella no lo haya deseado, esa mujer sólo engendra la desdicha y la muerte. Querer cambiar el curso de su destino es utópico.

—Ella es libre de elegir el país donde desea residir.

—Yo os he prevenido. ¡Ah!, no olvidéis hacedme llegar papiros nuevos y aceite de oliva de primera calidad.

Algunos habrían juzgado poco caballeroso el comportamiento del poeta de barba blanca. A Ramsés le gustaba su franqueza en el hablar, muchísimo más útil que las palabras blandas de los cortesanos.

En cuanto Ramsés franqueó el portal del ala del palacio que le estaba destinada, Ameni se precipitó hacia él. Esta agitación no era muy propia de él.

—¿Qué sucede?

—Menelao… ¡Es Menelao!

—¿Qué ha hecho?

—Ha tomado como rehenes a unos empleados del puerto, mujeres y niños, y amenaza con ejecutarlos si no le entregas a Helena hoy.

—¿Dónde se encuentra?

—En su barco, con los rehenes. Todos los barcos de su flota están dispuestos para levar anclas. Ya no queda ni uno solo de sus mercenarios en la ciudad.

—¿Existe un responsable de la seguridad del puerto?

—No seas demasiado severo… Menelao y sus hombres han tomado por sorpresa a nuestros soldados encargados de la vigilancia de los muelles.

—¿Mi madre ha sido avisada?

—Te espera, en compañía de Nefertari y de Helena.

La viuda de Seti, la esposa de Ramsés y la de Menelao mostraban rostros inquietos. Tuya estaba sentada en un sillón bajo de madera dorada, Nefertari en una silla de tijera, Helena permanecía de pie, apoyada en una columna verde claro, en forma de loto.

La sala de audiencias de la gran esposa real era fresca y tranquila; sutiles perfumes encantaban el olfato. En el trono del faraón, un ramillete de flores mostraba la ausencia momentánea de un monarca.

Ramsés se inclinó ante su madre, abrazó tiernamente a su esposa, y saludó a Helena.

—¿Estás informado? —preguntó Tuya.

—Ameni no me ha ocultado la gravedad de la situación. ¿Cuántos rehenes?

—Unos cincuenta.

—Aunque fuera uno solo, su existencia debería ser preservada.

Ramsés se dirigió a Helena.

—¿Si lanzamos un asalto, Menelao ejecutará a los rehenes?

—Los degollará con su propia mano.

—¿Se atreverá a cometer un crimen tan bárbaro?

—Es a a quien quiere. Si fracasa, los asesinará antes de que lo maten a él.

—Exterminar así a unos inocentes…

—Menelao es un guerrero; a sus ojos, sólo existen aliados y adversarios.

—Y sus propios hombres… ¿es consciente de que ninguno sobrevivirá si los rehenes son ejecutados?

—Morirán como héroes, su honor estará a salvo.

—¿Héroes, unos asesinos de personas indefensas?

—Vencer o morir, Menelao no conoce otra ley.

—¿Acaso el infierno de los héroes griegos es un abismo oscuro y desesperado?

—Nuestra muerte es tenebrosa, es verdad, pero el gusto por el combate es más intenso que el simple deseo de sobrevivir.

Nefertari se acercó a Ramsés.

—¿Qué piensas hacer?

—Iré solo y sin armas al barco de Menelao, e intentaré hacerle razonar.

—Es utópico —estimó Helena.

—De todos modos debo intentarlo.

—¡Te tomará también a ti como rehén! —intervino Nefertari.

—No tienes derecho a exponerte —juzgó Tuya—. ¿No querrás caer en la trampa que te ha tendido tu adversario?

—Te llevará a Grecia —profetizó Nefertari—, y otro reinará en Egipto. Otro que establecerá un entendimiento con Menelao y le devolverá a Helena a cambio de un acuerdo comercial.

Ramsés interrogó a su madre con la mirada; ella no desmintió las palabras de Nefertari.

—Si es imposible negociar con Menelao, será necesario reducirlo a la fuerza.

Helena se adelantó hacia el regente.

—No —dijo él—; rechazamos vuestro sacrificio. Proteger a un huésped es un deber sagrado.

—Ramsés tiene razón —confirmó la gran esposa real—; cediendo al chantaje de Menelao, Egipto se hundiría en la cobardía y sería privado de la presencia de Maat.

—Soy responsable de esta situación y yo…

—No insistáis, Helena; ya que vos habéis elegido vivir aquí, nosotros somos garantes de vuestra libertad.

—A mí me toca preparar una estrategia —estimó el hijo de Seti.

Temblando y bañado en sudor, Meba, el ministro de Asuntos Exteriores, dialogó con Menelao desde el muelle del puerto de Menfis. A cada instante temía ser traspasado por la flecha de un arquero griego. No obstante logró hacer admitir al rey de Lacedemonia la posición de Ramsés, que deseaba ofrecer un gran banquete en honor de Helena antes de que abandonara Egipto para siempre.

Al término de rudas negociaciones, el soberano griego aceptó, pero precisó que los rehenes no recibirían ningún alimento hasta que Helena estuviera a bordo. Los soltaría cuando sus barcos, que no serían seguidos por ningún navío de guerra egipcio, estuvieran en alta mar.

Sano y salvo, Meba se alejó del muelle a paso apresurado, bajo las puyas de los soldados griegos. Por lo menos tuvo el consuelo de recibir las felicitaciones de Ramsés.

En el lapso de una noche, el regente debía encontrar el medio de liberar a los rehenes.