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En el Egipto de Seti, los templos eran responsables de la redistribución de los artículos y productos que les eran confiados. Desde el nacimiento de la civilización faraónica, la Regla de Maat, frágil diosa de la justicia y de la verdad, quería que cada hijo de la tierra bendecida por los dioses no careciera de nada. ¿Cómo celebrar una fiesta si un solo estómago sufría hambre?

En la cima del Estado, el faraón era a la vez el timón que marcaba la buena derrota y el capitán del barco que aseguraba la cohesión de la tripulación. A él le tocaba poner en marcha la indispensable solidaridad sin la cual una sociedad se desgarraría y perecería por sus propios conflictos internos.

Aunque la circulación de los productos dependía, en lo esencial, de un cuerpo de funcionarios cuya competencia era una de las claves de la prosperidad egipcia, algunos mercaderes independientes, que trabajaban de acuerdo con los templos, viajaban por todo el país y comerciaban libremente.

Tal era el caso de Raia, un sirio instalado en Egipto desde hacía unos diez años. Poseedor de un barco de transporte y de un rebaño de asnos, no dejaba de ir y venir, de norte a sur y de sur a norte, para vender vino, conservas de carne y vasijas importadas de Asia. De estatura media, con el mentón adornado con una pequeña barba en punta, vestido con una túnica de franjas de colores vivos, cortés, discreto y honesto, gozaba de la estima de numerosos clientes que apreciaban su exigencia de calidad y sus precios moderados. El sirio estaba tan integrado en su país de adopción que cada año le renovaban su Permiso de trabajo. Como tantos otros extranjeros, se había mezclado con la población y ya no se distinguía de los autóctonos.

Nadie sabía que el mercader Raia era un espía a sueldo de los hititas, quienes le habían encargado recoger el máximo de información y transmitírsela lo más rápidamente posible. Así los guerreros de Anatolia podrían elegir el mejor momento para atacar a los vasallos del faraón y apoderarse de sus tierras antes de invadir Egipto mismo. Como Raia había trabado amistad con militares, aduaneros y policías, se beneficiaba de numerosas confidencias cuyo resumen él hacía llegar a Hattusa, la capital de los hititas, en forma de mensajes cifrados, introducidos en vasijas de alabastro destinadas a los jefes de clan de Siria del Sur, oficialmente aliada de Egipto. En varias ocasiones, la aduana había registrado el cargamento y leído los textos redactados por Raia, inocentes cartas comerciales y facturas por pagar. El importador sirio, que pertenecía a la red del espía, entregaba las vasijas a sus destinatarios y los mensajes a uno de sus colegas de Siria del Norte, bajo protectorado hitita, quien los enviaba a Hattusa.

Así, la mayor potencia militar de Asia Menor, el Imperio hitita, seguía mes a mes la evolución de la política egipcia a partir de informaciones de primera mano.

La muerte de Seti y el período de luto parecían proporcionar una excelente ocasión para atacar Egipto. Pero Raia había insistido mucho para disuadir a los generales hititas de lanzarse a una aventura insensata. Contrariamente a lo que ellos pensaban, el ejército egipcio no estaba desmovilizado, sino que, temiendo una ola de invasión antes de la investidura del nuevo monarca, redoblaba las precauciones en las fronteras.

Además, gracias a las infidencias de Dolente, la hermana de Ramsés, Raia se enteró de que Chenar, el hermano mayor del futuro rey, no aceptaría ser relegado a un segundo plano. Dicho de otra manera, que conspiraba para adueñarse del poder antes de la coronación.

El espía había estudiado largamente el personaje de Chenar: activo, hábil, ambicioso, despiadado cuando su interés personal estaba en juego, astuto, y muy diferente de Seti y de Ramsés. Verlo acceder al trono era una perspectiva más bien agradable, pues parecía caer en la trampa tendida por los hititas, a saber, la voluntad manifiesta de trabar mejores relaciones diplomáticas y comerciales con Egipto, olvidando los antiguos enfrentamientos. ¿No había tenido Seti la debilidad de renunciar a apoderarse de la famosa fortaleza de Kadesh, cerrojo del sistema hitita? El soberano absoluto de los guerreros anatolios le decía a quien quería oír que él abandonaba con gran placer toda intención expansionista, esperando que el futuro faraón creyera en su discurso lenificante y relajara su esfuerzo militar.

Raia no tuvo más problema que identificar a los cómplices de Chenar y descubrir su plan de acción. Con un agudo instinto se había infiltrado en la colonia griega instalada en Menfis. ¿No era Menelao un mercenario cruel cuyos más hermosos recuerdos eran las matanzas perpetradas en el sitio de Troya? Según sus allegados, el soberano griego ya no soportaba permanecer en Egipto. Soñaba con regresar a Lacedemonia, en compañía de Helena, para celebrar allí sus victorias. Chenar debió pagar generosamente a algunos mercenarios griegos para deshacerse de Ramsés y tomar la sucesión de Seti.

Raia estaba seguro de que Ramsés sería un faraón peligroso para los hititas. De carácter belicoso, poseía la misma determinación de su padre y corría el riesgo de dejarse llevar por la fogosidad de su juventud. Más valía favorecer los designios de Chenar, más ponderado y maleable.

Pero las noticias no eran buenas: según un sirviente de palacio, varios mercenarios griegos habían sido eliminados cuando intentaban deshacerse de Ramsés. La conspiración parecía haber fracasado.

Las próximas horas serían adoctrinadoras: o Chenar lograba aclarar su responsabilidad y aparecería como un hombre de futuro, o sería incapaz de ello y merecería ser eliminado.

Menelao pateó el escudo que le había permitido parar tantos golpes en los campos de batalla y rompió una de las lanzas que habían traspasado el pecho de numerosos troyanos. Luego agarró una vasija y la tiró contra la pared de la antesala de su villa.

Tras dominar difícilmente su cólera, se volvió hacia Chenar.

—Un fracaso… ¡Qué queréis decir con un fracaso! ¡Mis hombres no fracasan jamás, sabedlo! ¡Hemos ganado la guerra de Troya y somos vencedores!

—Lamento contradeciros; el león de Ramsés ha matado a tres de vuestros mercenarios, y Serramanna al cuarto.

—¡Han sido traicionados!

—No, simplemente incapaces de realizar la misión que vos les habíais encargado. Ahora Ramsés desconfía de vos; sin duda ordenará vuestra expulsión.

—Y me iré sin Helena…

—Habéis fracasado, Menelao.

—¡Vuestro plan era estúpido!

—No obstante os parecía realista.

—¡Salid de aquí!

—Preparad vuestra partida.

—Yo sé lo que tengo que hacer.

Portasandalias y secretario particular de Ramsés, Ameni era, sobre todo, su amigo de infancia; había jurado fidelidad al regente y había unido su destino al suyo, fuera cual fuera. Pequeño, débil, delgado, con el cabello escaso a pesar de su edad, incapaz de llevar cargas pesadas, era, sin embargo, un trabajador infatigable y un escriba fuera de lo común, inclinado constantemente sobre los documentos administrativos, de los que extraía lo esencial con el fin de permitir a Ramsés estar bien informado. Ameni no tenía ninguna ambición personal, pero no toleraba el menor descuido en el servicio de los veinte funcionarios de élite que dirigía. Rigor y disciplina eran, para él, valores sagrados.

Aunque no apreciaba mucho a un bruto como Serramanna, Ameni reconoció que se había mostrado eficaz protegiendo a Ramsés del agresor griego. La reacción de su amigo le había sorprendido. Muy tranquilo, el futuro faraón le pidió a Ameni que le describiera con todo detalle los grandes cuerpos del Estado, su funcionamiento y las relaciones que existían entre ellos.

Cuando Serramanna previno a Ameni de la presencia de Chenar, el secretario particular del regente se irritó. Aquella visita perturbaba el momento en que estudiaba la reforma de las leyes arcaicas sobre la utilización de los transbordadores colectivos.

—No lo recibas —recomendó Ameni a Ramsés.

—Chenar es mi hermano.

—Es un intrigante que no busca más que su provecho personal.

—Escucharlo me parece indispensable.

Ramsés recibió a su hermano en el jardín en el que el león parecía dormir a la sombra de un sicomoro, mientras el perro amarillo mordisqueaba un hueso.

—¡Estás mejor custodiado de lo que estaba Seti! —se sorprendió Chenar—. Es casi imposible acercarse a ti.

—¿Ignoras que unos griegos han intentado introducirse en el palacio con intenciones hostiles?

—No lo ignoro, pero vengo a revelarte el nombre del autor de la conspiración.

—¿Cómo te has enterado, querido hermano?

—Menelao ha intentado corromperme.

—¿Qué te ha propuesto?

—Apoderarme del trono.

—Y tú te has negado…

—Me gusta el poder, Ramsés, pero conozco mis límites y no tengo intención de sobrepasarlos. Tú eres el futuro faraón; la voluntad de nuestro padre debe ser respetada.

—¿Por qué ha tomado Menelao semejante riesgo?

—Para él, Egipto es una prisión. Su deseo de regresar a Lacedemonia en compañía de Helena le hace perder la razón. Está persuadido de que eres tú quien secuestras a su esposa. Mi papel habría consistido en exiliarte en los oasis, liberarla y darle la autorización de partir.

—Helena actúa con toda libertad.

—A los ojos de un griego, eso es inconcebible; ella está forzosamente bajo la influencia de un hombre.

—¿Es obtuso hasta ese punto?

—Menelao es testarudo y peligroso. Actúa como un héroe griego.

—¿Qué me aconsejas?

—Debido a la falta imperdonable que ha cometido, expúlsalo sin dilación.