5

Iset pasó una noche en blanco.

Chenar había mentido. Ramsés jamás abandonarla Egipto para olvidar su dolor con un viaje al extranjero. Si estaba ausente en los funerales de Seti, seria contra su voluntad.

Era cierto que Ramsés se mostraba cruel con ella, pero Iset no lo traicionaría echándose en brazos de Chenar. No tenía ganas de ser reina y detestaba a aquel ambicioso de rostro lunar y palabras untuosas, ¡tan seguro de su victoria!

Su deber estaba trazado: prevenir a Ramsés de la conspiración que se tramaba contra él y de las intenciones que le atribuía su hermano mayor.

Redactó una larga carta sobre papiro en la que relataba con detalle los propósitos de Chenar, y convocó al superior de los mensajeros reales, encargados de transportar el correo a Menfis.

—Este mensaje es importante y urgente.

—Me ocuparé personalmente de él —aseguró el funcionario.

La actividad del puerto fluvial de Tebas se había reducido mucho, como la del de Menfis, durante el período de luto. En el embarcadero reservado a los barcos rápidos que salían hacia el norte, unos soldados dormitaban. El superior de los mensajeros reales llamó a un marinero.

—Leva anclas, nos vamos.

—Imposible.

—¿Por qué razón?

—Requisición del gran sacerdote de Karnak.

—No he sido avisado de ello.

—Acaban de dar la orden.

—De todos modos leva anclas, tengo un mensaje urgente para el palacio real de Menfis.

Un hombre apareció en el puente del barco que deseaba tomar el funcionario.

—Una orden es una orden —declaró—, y vos debéis respetarla.

—¿Quién sois vos para hablarme en ese tono?

—Chenar, el hijo primogénito del faraón.

El superior de los mensajeros reales se inclinó.

—Tened a bien perdonar mi insolencia.

—Consiento en olvidar si me entregáis el mensaje que os ha confiado Iset la Bella.

—Pero…

—¿Está destinado al palacio real de Menfis?

—A vuestro hermano Ramsés, en efecto.

—Parto de inmediato para estar a su lado. ¿Teméis que no sea un mensajero adecuado?

El funcionario entregó la misiva a Chenar.

En cuanto el barco tomó velocidad y se alejó, Chenar rompió la carta de Iset la Bella, cuyos pedazos se dispersaron a merced del viento.

La noche de verano era cálida y perfumada. ¿Cómo creer que Seti había abandonado a su pueblo y que el alma de Egipto lloraba el deceso de un rey digno de los monarcas del Antiguo Imperio? Habitualmente, las veladas eran alegres y animadas. En las plazas de los pueblos, en las callejuelas de las ciudades, se bailaba, se cantaba y se contaban historias, especialmente fábulas en las que los animales tomaban el lugar de los humanos y se comportaban con más sabiduría. Pero, en aquel período de luto y de momificación del cuerpo real, las risas y los juegos habían desaparecido.

Vigilante, el perro amarillo de Ramsés, dormía contra el flanco de Matador, el enorme león encargado de guardar el jardín Privado del regente. El perro y el león se habían instalado sobre la hierba fresca en cuanto los jardineros habían terminado de regar las plantas.

Uno de ellos era un griego, un soldado de Menelao, que se había mezclado con los del equipo. Antes de abandonar el lugar, había dejado en un parterre de lirios unas albóndigas de carne envenenada; los animales no podrían resistirse a ellas. Incluso si la fiera tardaba largas horas en morir, ningún veterinario la salvaría.

Vigilante fue el primero en percibir un olor no habitual.

Bostezó, se estiró, husmeó el aire de la noche y avanzó trotando hacia los lirios. Su olfato lo guió hacia las albóndigas, que olfateó largamente. Luego regresó junto al león. Vigilante no era egoísta; no deseaba aprovechar solo tan estupendo hallazgo.

Los tres soldados encaramados en el muro del jardín vieron con satisfacción cómo salía el león de su modorra y seguía al perro. Un poco más de paciencia y la vía estaría libre. Avanzarían sin estorbos hasta la habitación de Ramsés, lo sorprenderían en el sueño y lo llevarían al barco de Menelao.

Uno al lado del otro, el león y el perro se habían inmovilizado, con la cabeza en el parterre de lirios.

Hartos, se acostaron sobre las flores.

Diez minutos después, uno de los griegos saltó a tierra. Debido a la cantidad y al poder del veneno, la gran fiera ya estaba paralizada.

El explorador hizo una señal a sus compañeros, que se reunieron con él en la avenida que llevaba a la habitación de Ramsés. Se preparaban para entrar en el palacio cuando una especie de rugido los obligó a volverse.

Matador y Vigilante se encontraban detrás de ellos, con la mirada fija. Entre los lirios maltratados vieron las albóndigas de carne intactas que el olfato del perro había abandonado; el león había verificado lo bien fundado de la intuición de su amigo pisoteando el alimento envenenado.

Los tres griegos, armados con un cuchillo, se apretaron unos contra otros.

Con las garras fuera y las fauces abiertas, Matador se echó sobre los intrusos.

El oficial griego que había logrado hacerse enrolar en la guardia privada de Ramsés avanzó lentamente por el palacio adormecido, en dirección a los apartamentos del regente. A él le tocaba inspeccionar los pasillos y señalar toda presencia insólita; así pues los soldados, que lo conocían bien, lo habían dejado pasar con total tranquilidad.

El griego se dirigió hacia el umbral de granito en el que dormía Serramanna. ¿No afirmaba el sardo que, para llegar hasta Ramsés, sería necesario cortarle la garganta? Una vez eliminado, el regente estaría privado de su principal protector, y el conjunto de su guardia se adheriría a Chenar, el nuevo amo de Egipto.

El griego se inmovilizó y escuchó.

No se oía ni el menor ruido, sólo la respiración regular de alguien que dormía.

A pesar de su fuerza física, Serramanna tenía necesidad de unas horas de sueño. Pero quizá se comportaría como un gato y se despertaba al percibir un peligro. El griego debía golpear por sorpresa y no conceder a su víctima ninguna posibilidad de reaccionar.

Prudente, el mercenario siguió escuchando. No había duda: Serramanna estaba a su merced.

El griego sacó el puñal de la funda y contuvo la respiración. Con un impulso furioso, se lanzó sobre el hombre dormido y le golpeó en la garganta.

Una voz grave resonó detrás del agresor.

—Hermosa hazaña para un cobarde.

El griego se volvió.

—Has matado un cuerpo de paja y de trapo —declaró Serramanna—. Como me esperaba un ataque de este tipo, he imitado la respiración de un hombre cuando duerme.

El hombre de Menelao apretó el mango de su puñal.

—Suelta eso.

—A pesar de todo voy a cortarle la garganta.

—Inténtalo.

El sardo superaba al griego en más de tres cabezas.

El puñal golpeó el aire; a pesar de su tamaño y su peso, el sardo se desplazaba con una agilidad sorprendente.

—Ni siquiera sabes luchar —constató Serramanna.

Ultrajado, el soldado griego intentó una finta: un paso hacia el lado, luego una patada hacia adelante, con la hoja apuntando al vientre de su adversario.

El sardo, con el canto de la mano derecha, le rompió la muñeca y, con el puño izquierdo, le hundió la sien. Con la lengua colgando y los ojos vidriosos, el griego se derrumbó, muerto antes de tocar el suelo.

—Un cobarde menos —murmuró Serramanna.

Cuando Ramsés se levantó, comprobó el fracaso de los dos atentados organizados contra él. En el jardín, tres griegos habían sucumbido a las garras del león. En el pasillo, otro griego, miembro de la guardia personal del regente, había pasado a mejor vida.

—Querían eliminaros —afirmó Serramanna.

—¿El hombre ha hablado?

—No hubo tiempo de interrogarlo; no lamentéis a ese mediocre, no tenía ninguna cualidad de guerrero.

—¿Esos griegos no eran amigos de Menelao?

—Detesto a ese tirano. Concededme el derecho a enfrentarme a él en combate singular y lo enviaré al infierno que tanto teme, poblado de fantasmas y de héroes desesperados.

—Por el momento, conténtate con doblar la guardia.

—Defenderse es una mala estrategia, mi príncipe, sólo el ataque lleva a la victoria.

—Aún hay que identificar al enemigo.

—¡Menelao y sus griegos! Son mentirosos y pérfidos. Expulsadlos lo antes posible, si no volverán a hacerlo.

Ramsés posó la mano en el hombro derecho de Serramanna.

—Puesto que tú me eres fiel, ¿qué tengo que temer?

Ramsés pasó el resto de la noche en el jardín, junto al león y al perro. La fiera se había dormido, Vigilante dormitaba. El hijo de Seti había soñado con un mundo pacífico, pero la locura humana ni siquiera respetaba el periodo de momificación del difunto faraón.

Moisés tenía razón: manifestando clemencia con los enemigos no conseguirían poner fin a la violencia. Al contrario, se desarrollaba en ellos la certeza de tener que enfrentarse con un débil, fácil de derribar.

Al alba, Ramsés salió de la noche de su dolor. Puesto que Seti era irreemplazable, él debía ponerse manos a la obra cuanto antes.