4

Tebas, la gran ciudad del sur de Egipto, era el feudo de Amón, el dios que había armado el brazo de los libertadores cuando habían expulsado, muchos siglos antes, a los ocupantes hicsos, unos asiáticos crueles y bárbaros. Generación tras generación, desde que el país recuperó su independencia, los faraones rendían homenaje a Amón y embellecían su templo. También Karnak, inmensa obra jamás interrumpida, se había convertido en el más amplio y más rico de los santuarios egipcios, una especie de Estado dentro del Estado, cuyo gran sacerdote aparecía más como un gestor de los poderes terrenales que como un hombre religioso.

En cuanto llegó a Tebas, Chenar solicitó una audiencia. Los dos hombres conversaron bajo una glorieta de madera, sobre la cual se derramaban las glicinas y la madreselva, no lejos del lago sagrado, cuya presencia procuraba un poco de frescura.

—¿Habéis venido sin escolta? —se sorprendió el gran sacerdote.

—Muy pocas personas están al corriente de mi presencia aquí.

—Ah… así pues deseáis discreción.

—¿Vuestra oposición a Ramsés sigue siendo firme?

—Más que nunca. Es joven, fogoso y arrebatado; su reinado será desastroso. Seti cometió un error al designarlo su sucesor.

—¿Me concedéis vuestra confianza?

—¿Qué lugar reserváis al templo de Amón si subís al trono?

—El primero, por supuesto.

—Seti favoreció a otros cleros, como el de Heliópolis y el de Menfis. Mi única ambición consiste en que Karnak no quede relegado a un segundo plano.

—Tal es la intención de Ramsés, no la mía.

—¿Qué sugerís, Chenar?

—Actuar de prisa.

—Dicho de otra manera, antes de la inhumación de la momia de Seti.

—En efecto, es nuestra última oportunidad.

Chenar ignoraba que el gran sacerdote de Amón estaba gravemente enfermo; sólo le quedaban semanas de vida. Así pues una solución rápida le pareció al dignatario como una expresión de la benevolencia de los dioses. Antes de morir tendría la posibilidad de ver a Ramsés apartado del poder supremo y de asegurar la posición privilegiada de Karnak.

—No toleraré que haya violencia —declaró el gran sacerdote—. Amón nos dio la paz, nadie debe romperla.

—Estad tranquilo. Incluso si es incapaz de reinar, Ramsés es mi hermano y siento mucho afecto por él. No tengo la intención de hacerle el menor daño.

—¿Qué suerte le reserváis?

—Es un joven enérgico, enamorado de la aventura y de los grandes espacios. Cuando se vea liberado de esa carga tan pesada para él, emprenderá un largo viaje y visitará varios países extranjeros. Cuando regrese, su experiencia nos será preciosa.

—Insisto igualmente en que la reina Tuya siga siendo vuestra primera consejera.

—No os quepa la menor duda.

—Sed fiel a Amón, Chenar, y el destino os sonreirá.

El hijo mayor de Seti se inclinó con deferencia. La credulidad de aquel viejo sacerdote era una oportunidad excepcional.

Dolente, la hermana mayor de Ramsés, aplicaba ungüentos en su piel grasa. Ni hermosa ni fea, demasiado alta, perpetuamente cansada, detestaba Tebas y el sur. Una mujer de su clase sólo podía vivir en Menfis, donde pasaba su tiempo ocupándose de los mil y un dramas domésticos que animaban la existencia dorada de las familias nobles.

En Tebas se aburría. Era cierto que la mejor sociedad la había acogido e iba de un banquete a otro, gozando de su posición como hija del gran Seti, pero la moda estaba atrasada en relación a la de Menfis y su marido, el barrigón y jovial Sary, antiguo preceptor de Ramsés, se hundía poco a poco en la neurastenia. Él, ex superior del Kap, la universidad encargada de formar a los futuros responsables del reino, estaba reducido al ocio por culpa de Ramsés.

Sí, Sary había sido el alma de una mediocre conspiración que pretendía eliminar a Ramsés. Sí, su esposa Dolente había tomado el partido de Chenar contra su hermano. Sí, se habían equivocado de camino, ¿pero Ramsés no debía concederles el perdón, debido a la muerte de Seti?

Sólo la venganza podía responder a su crueldad. La suerte de Ramsés terminaría por cambiar y, ese día, Dolente y Sary aprovecharían la ocasión. Mientras tanto, Dolente cuidaba su piel y Sary leía o dormía.

La llegada de Chenar los arrancó del embotamiento.

—¡Mi querido hermano! —exclamó Dolente abrazándolo—. ¿Traes buenas noticias?

—Es posible.

—¡No nos tengas en ascuas! —exigió Sary.

—Voy a ser rey.

—¿Está próxima la hora de nuestra venganza?

—Regresad conmigo a Menfis. Os ocultaré hasta que Ramsés haya desaparecido.

Dolente palideció.

—No te inquietes, hermanita, Ramsés se irá al extranjero.

—¿Me darás un puesto importante en la corte? —preguntó Sary.

—Has sido torpe —respondió Chenar—, pero tus cualidades me serán preciosas. Sigue siéndome fiel y tu carrera será brillante.

—Tienes mi palabra, Chenar.

Iset la Bella se consumía en el suntuoso palacio de Tebas, donde criaba con amor a Kha, el hijo que le había dado Ramsés. Tenía los ojos verdes, la nariz pequeña y recta, los labios finos, y era graciosa, vivaracha y jovial. Era una mujer muy hermosa y se había convertido en la segunda esposa del regente.

«Segunda esposa»… ¡Qué difícil era aceptar ese título y soportar la condición que implicaba! No obstante, Iset no lograba estar celosa de Nefertari, tan bella, tan dulce y tan profunda. Tenía la prestancia de una futura reina, aunque no exhibía ninguna ambición.

Iset había deseado que el odio inflamara su corazón y que le procurara una razón para luchar con ferocidad contra Ramsés y Nefertari; pero continuaba amando a aquel que le había ofrecido tanta dicha y placer, el hombre al que ella le había dado un hijo.

Iset la Bella se burlaba del poder y de los honores; amaba a Ramsés por sí mismo, por su poder y su resplandor. Vivir lejos de él era una prueba a veces insoportable; ¿por qué él no se hacía cargo de su angustia?

Pronto Ramsés seria rey y ya sólo le haría, de vez en cuando, breves visitas durante las cuales ella zozobraría, incapaz de resistir. Si al menos hubiera podido enamorarse de otro hombre… Pero los pretendientes, discretos o insistentes, eran insípidos y sin personalidad.

Cuando su mayordomo le anunció la visita de Chenar, Iset la Bella se sorprendió. ¿Qué venía a hacer el hijo mayor de Seti a Tebas antes de los funerales?

Lo recibió en una sala bien ventilada, gracias a tres estrechas ventanas abiertas en lo alto de los muros, que sólo dispensaban un filete de luz.

—Estáis magnífica, Iset.

—¿Qué queréis?

—Sé que no me amáis, pero también sé que sois inteligente y capaz de apreciar una situación velando por vuestros intereses. Para mí, vos tenéis las dotes de una gran esposa real.

—Ramsés decidió otra cosa.

—¿Y si no hubiera ninguna decisión que tomar?

—¿Qué queréis decir?

—Mi hermano no está desprovisto de buen sentido; ha comprendido que gobernar Egipto está fuera de su alcance.

—Lo que significa…

—Lo que significa que yo asumiré esa difícil tarea por el bien de nuestro país y que vos seréis la reina de las Dos Tierras.

—Ramsés no ha renunciado, ¡mentís!

—Claro que no, mi querida y bella amiga. Él se prepara para partir hacia un largo viaje, en compañía de Menelao, y me ha pedido que suceda a Seti, por respeto a la memoria de nuestro padre. A su regreso, mi hermano se beneficiará de todos los privilegios de su rango, estad segura de ello.

—¿Habló… de mí?

—Temo que os haya olvidado, igual que a su hijo; sólo vive en él la pasión por alta mar.

—¿Irá Nefertari con él?

—No, tiene ganas de descubrir otras mujeres; ¿acaso no sabéis que en el terreno del placer es insaciable?

Iset la Bella parecía desamparada. Chenar tuvo ganas de cogerle la mano, pero era demasiado pronto; apresurarse lo conduciría al fracaso. Primero necesitaba tranquilizar a la joven, luego conquistarla con dulzura y persuasión.

—El pequeño Kha se beneficiaría de la mejor educación —prometió—, y ya no tendréis de qué preocuparos. Después de la inhumación de Seti, regresaremos juntos a Menfis.

—Ramsés… ¿Ramsés ya se habrá ido?

—Por supuesto.

—¿No asistirá a los funerales?

—Lo deploro, pero así es. Menelao ya no quiere retrasar más su partida. Olvidad a Ramsés, Iset, y preparaos para convertiros en reina.