Menfis, la capital económica del país, situada en la unión entre el Delta y el valle del Nilo, vivía en letargo. En el puerto de Buen Viaje, la mayoría de los barcos mercantes permanecían en el muelle; durante los setenta días de luto, las transacciones comerciales permanecerían en calma, y no se celebraría ningún banquete en las amplias villas de los nobles.
La muerte de Seti había dejado a la gran ciudad conmocionada. Bajo su reinado, la prosperidad se había afirmado; pero parecía frágil a los ojos de los principales negociantes, en la medida en que un faraón débil volvería a Egipto vulnerable y titubeante. ¿Y quién podría igualar a Seti? Chenar, su hijo primogénito, hubiera sido un buen gestor; pero el soberano, enfermo, había preferido al joven y fogoso Ramsés, cuya prestancia convenía más a un seductor que a un jefe de Estado. Los más clarividentes a veces cometían errores; y se murmuraba, como en Tebas, que Seti quizá se había equivocado designando a su hijo menor como sucesor.
Chenar, impaciente, se paseaba por el gran salón de la mansión de Meba, el ministro de Asuntos Exteriores, un sexagenario discreto, de buen porte y con el rostro amplio y tranquilizador. Enemigo de Ramsés, apoyaba a Chenar, cuyas posturas políticas y económicas le parecían excelentes. Abrir un gran mercado mediterráneo y asiático urdiendo un máximo de alianzas comerciales, incluso al precio de olvidar algunos valores anticuados, ¿no era eso el futuro? Más valía vender armas que tener que utilizarlas.
—¿Vendrá? —preguntó Chenar.
—Está de nuestra parte, tranquilizaos.
—No me gustan los brutos como él; cambian de opinión a merced del viento.
El hijo mayor de Seti era un hombre pequeño y rechoncho, con el rostro redondo y las mejillas abultadas. Sus labios gruesos y golosos traducían su gusto por la buena mesa, sus pequeños ojos marrones, una perpetua agitación. Pesado, macizo, detestaba el sol y el ejercicio físico. Su voz untuosa y flotante quería manifestar una distinción y una calma de la que a menudo carecía.
Chenar era pacifista por interés. Defender su país aislándolo de las corrientes de negocios le parecía un absurdo. El término «traición» sólo era utilizado por moralistas incapaces de hacer fortuna. Ramsés, educado a la antigua, no merecía reinar y sería incapaz de hacerlo. Chenar tampoco experimentaba ningún remordimiento al fomentar la conspiración que le ofrecería el poder: Egipto se lo agradecerla.
Aún era necesario que su principal aliado no hubiera renunciado a su proyecto común.
—Dame de beber —exigió Chenar.
Meba sirvió a su ilustre invitado una copa de cerveza fresca.
—No deberíamos haber confiado en él.
—Vendrá, estoy convencido de ello; no olvidéis que desea regresar a su país lo antes posible.
Por fin, el guardia de la mansión del ministro de Asuntos Exteriores anunció la llegada del visitante tan esperado.
Menelao, rubio y de ojos penetrantes, hijo de Atreo, amado por el dios de la Guerra y rey de Lacedemonia, gran verdugo de los troyanos, llevaba una doble coraza y un ancho cinturón cerrado por broches de oro. Egipto le había concedido hospitalidad mientras reparaban sus naves, pero su esposa, Helena, ya no quería abandonar la tierra de los faraones, temiendo sufrir malos tratos y ser reducida a la esclavitud en la corte de su marido.
Como Helena se beneficiaba del apoyo y la protección de la reina Tuya, Menelao tenía las manos atadas. Por suerte, Chenar había acudido en su ayuda predicando paciencia con el fin de desarrollar una estrategia victoriosa.
En cuanto Chenar fuese faraón, Menelao partiría hacia Grecia con Helena.
Desde hacía varios meses, los soldados griegos se habían integrado en la población. Unos habían sido colocados bajo mando egipcio, otros habían abierto tiendas y todos parecían satisfechos de su buena fortuna. En realidad, sólo esperaban una orden de su jefe para pasar a la acción y renovar, a mayor escala, el episodio del caballo de Troya.
El griego examinó a Meba con desconfianza.
—Haced salir a este hombre —le pidió a Chenar—. Sólo quiero entrevistarme con vos.
—El ministro de Asuntos Exteriores es nuestro aliado.
—No volveré a repetirlo.
Con un gesto, Chenar ordenó salir a su compatriota.
—¿Cómo están las cosas? —preguntó Menelao.
—Ha llegado la hora de intervenir.
—¿Estáis seguro? Con vuestras extrañas costumbres y esa interminable momificación, uno termina por volverse loco.
—Debemos actuar antes de la inhumación de la momia de mi padre.
—Mis hombres están dispuestos.
—No soy partidario de una violencia inútil y…
—¡Demasiadas dilaciones, Chenar! Los egipcios tenéis miedo a combatir; sin embargo, los griegos hemos pasado años luchando contra los troyanos, a los que finalmente hemos destrozado. ¡Si deseáis la muerte de ese Ramsés, decidlo de una vez y confiad en mi espada!
—Ramsés es mi hermano y la astucia es a veces más eficaz que la fuerza bruta.
—Sólo la alianza de ambas da la victoria; ¿pretendéis enseñarme estrategia a mí, un héroe de la guerra de Troya?
—Necesitáis reconquistar a Helena.
—¡Helena, Helena, siempre ella! Esa mujer está maldita, pero no puedo regresar sin ella a Lacedemonia.
—Entonces, aplicaremos mi plan.
—¿Cuál es?
Chenar sonrió. Esta vez, la suerte estaba de su parte. Con la colaboración del griego, lograrla sus fines.
—Sólo existen dos grandes obstáculos: el león y Serramanna. Envenenaremos al primero y suprimiremos al segundo. Luego raptaremos a Ramsés y vos lo llevaréis a Grecia.
—¿Por qué no matarlo?
—Porque mi reinado no se iniciará con sangre. Oficialmente, Ramsés habrá decidido renunciar al trono y hacer un largo viaje, durante el cual será víctima de un desgraciado accidente.
—¿Y Helena?
—En cuanto yo sea coronado, mi madre deberá obedecerme y dejará de protegerla. Si Tuya no se muestra razonable, haré que la encierren en un templo.
Menelao reflexionó.
—Para haberlo planeado un egipcio, no está mal concebido… ¿Poseéis el veneno necesario?
—Por supuesto.
—El oficial griego que hemos logrado introducir en la guardia personal de vuestro hermano es un soldado experimentado; esperará a que Serramanna esté dormido para cortarle el cuello. ¿Cuándo actuaremos?
—Un poco de paciencia, debo ir a Tebas. A mi regreso, procederemos.
Helena disfrutaba cada segundo de una dicha que había creído perdida para siempre. Vestida con una túnica perfumada de néctar, con la cabeza cubierta por un velo que la protegía del sol, vivía un sueño maravilloso en la corte de Egipto. Ella, a la que los griegos trataban de «perra perversa», había logrado escapar de Menelao, ese tirano vicioso y cobarde cuyo mayor placer consistía en humillarla.
Tuya, la gran esposa real, y Nefertari, la mujer de Ramsés, le habían ofrecido su amistad y le habían dado permiso para vivir libre, en un país en el que la mujer no estaba encerrada en el fondo de una mansión, aunque fuera principesco.
¿En verdad era Helena responsable de millares de muertos griegos y troyanos? Ella no había deseado esa locura asesina que, durante tantos años, había empujado a los jóvenes a matarse entre sí. Pero el rumor continuaba acusándola y condenándola sin dejarle la posibilidad de defenderse. Aquí, en Menfis, no se le reprochaba nada. Tejía, escuchaba e interpretaba música, se bañaba en los estanques de recreo y disfrutaba de los encantos inagotables de los jardines del palacio. El ruido de las armas se había esfumado y había dado paso al canto de los pájaros.
Varias veces al día, Helena, la de los brazos blancos, rogaba a los dioses para que el sueño no se rompiera: sólo deseaba olvidar el pasado, a Grecia y a Menelao.
Mientras caminaba por una avenida de arena, entre hileras de perseas, divisó el cadáver de una grulla cenicienta. Al acercarse comprobó que el vientre del hermoso pájaro había sido desgarrado. Helena se arrodilló y examinó las vísceras. Entre los griegos, como entre los troyanos, todos conocían su talento de adivinadora.
La esposa de Menelao permaneció agachada durante largo rato.
Lo que había leído en las entrañas de la desdichada grulla la asustaba.