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El palacio real de Menfis estaba de gran luto. Los hombres no se afeitaban y las mujeres se dejaban los cabellos sueltos. Durante los setenta días que iba a durar la momificación de Seti, Egipto subsistiría a medias, en una especie de vacío. El rey había muerto, y su trono permanecería vacante hasta la proclamación oficial de su sucesor, cosa que sólo ocurriría después de colocarlo en el sepulcro y de producirse la unión de la momia de Seti con la luz celeste.

Los puestos fronterizos estaban en estado de alerta y las tropas dispuestas a contrarrestar toda tentativa de invasión por orden del regente Ramsés y de la gran esposa real Tuya. Aunque el principal peligro, el que representaban los hititas[1], no parecía amenazar por el momento, no había que descartar alguna incursión. Desde hacía siglos, las ricas provincias agrícolas del Delta eran una presa tentadora para «los merodeadores de las arenas», los beduinos errantes del Sinaí, y para los príncipes de Asia, capaces a veces de aliarse para atacar el noroeste de Egipto.

La partida de Seti hacia el más allá había causado miedo. Cuando un faraón desaparecía, las fuerzas del caos amenazaban con caer sobre Egipto y destruir una civilización construida dinastía tras dinastía. ¿Sería capaz el joven Ramsés de preservar las Dos Tierras[2] de la desdicha? Algunos, entre los notables, no confiaban en él y deseaban verle esfumarse ante su hermano Chenar, más hábil y menos fogoso.

La gran esposa real, Tuya, no modificó sus costumbres después de la muerte de su marido. Con cuarenta y dos años de edad, de apariencia altiva, con la nariz fina y recta, grandes ojos almendrados severos y penetrantes, el mentón casi cuadrado, muy delgada, gozaba de una autoridad moral sin discusión. Nunca dejó de secundar a Seti y durante las estancias del faraón en el extranjero, era ella quien gobernaba el país con mano de hierro.

Apenas despuntaba el alba, a Tuya le gustaba pasear por su jardín plantado de tamarindos y sicomoros. Caminando organizaba su jornada de trabajo, alternancia de reuniones profanas y rituales para la gloria del poder divino.

Una vez desaparecido Seti, el menor gesto le parecía desprovisto de sentido. Tuya sólo deseaba reunirse lo antes posible con su marido en un universo sin conflictos, lejos del mundo de los hombres, aunque aceptaría el peso de los años que el destino le infligiría. La dicha que le había sido otorgada, debía devolverla a su país sirviéndolo hasta su último aliento.

La elegante silueta de Nefertari salió de la bruma matinal. «La más bella entre las bellas del palacio», según la expresión que el pueblo empleaba para referirse a ella, la esposa de Ramsés tenía unos cabellos de un negro brillante y unos ojos verdiazules de sublime dulzura. Música del templo de la diosa Hator en Menfis, tejedora notable, educada en el culto a los viejos autores como el sabio Ptah-hotep, Nefertari no procedía de una familia noble. Pero Ramsés se había enamorado locamente de ella, de su belleza, de su inteligencia y de su madurez, sorprendente en una mujer tan joven. Nefertari no buscaba agradar, aunque era la seducción misma. Tuya la había elegido como gobernanta de su casa, puesto que continuaba ocupando pese a haberse convertido en esposa del regente. Entre la reina de Egipto y Nefertari había nacido una verdadera complicidad, una y otra se entendían con medias palabras.

—Qué abundante es el rocío esta mañana, majestad; ¿quién sabrá cantar la generosidad de nuestra tierra?

—¿Por qué te has levantado tan temprano, Nefertari?

—Sois vos quien debería descansar, ¿no creéis?

—No consigo dormir más.

—¿Cómo aliviar vuestra pena, majestad?

Una triste sonrisa flotó en los labios de Tuya.

—Seti es irreemplazable; el resto de mis días no será más que un largo sufrimiento que sólo atenuará el feliz reinado de Ramsés. En adelante es mi única razón de vivir.

—Estoy inquieta, majestad.

—¿Qué temes?

—Que la voluntad de Seti no sea respetada.

—¿Quién osaría alzarse contra ella?

Nefertari permaneció en silencio.

—Piensas en mi hijo mayor, Chenar, ¿verdad? Conozco su vanidad y su ambición, pero no creo que esté tan loco como para desobedecer a su padre.

Los rayos dorados de la luz naciente iluminaban el jardín de la reina.

—¿Me crees ingenua, Nefertari? Parece que no compartes mi opinión.

—Majestad…

—¿Tienes información precisa?

—No, sólo un vago presentimiento.

—Tu espíritu es intuitivo y vivo como el rayo, y la calumnia te es ajena, pero ¿existe otro medio, aparte de suprimir a Ramsés, para impedir que reine?

—Tal es mi temor, majestad.

Tuya acarició con la mano una rama de tamarindo.

—¿Chenar fundaría su reino en el crimen?

—Semejante pensamiento me horroriza, como a vos, pero no logro apartarlo de mi mente. Juzgadme severamente, si lo estimáis inverosímil, pero no podía callarme.

—¿Quién cuida de la seguridad de Ramsés?

—Su león y su perro velan por él, igual que Serramanna, el jefe de su guardia personal. En cuanto regresó de dar un paseo solitario por el desierto, logré convencerlo de que no permaneciera sin protección.

—El luto nacional dura desde hace diez días —recordó la gran esposa real—. Dentro de dos meses, el cuerpo imperecedero de Seti será colocado en su morada eterna. Entonces, Ramsés será coronado, y tú te convertirás en reina de Egipto.

Ramsés se inclinó ante su madre, luego la estrechó tiernamente contra él. Ella, que parecía tan frágil, le daba una lección de dignidad y de nobleza.

—¿Por qué Dios nos impone una prueba tan cruel?

—El espíritu de Seti vive en ti, hijo mío; su tiempo se ha acabado, el tuyo comienza ahora. Él vencerá la muerte si tú continúas su obra.

—Su sombra es inmensa.

—¿No eres el hijo de la luz, Ramsés? Disipa las tinieblas que nos rodean, rechaza el caos que nos asalta.

El joven se apartó de la reina.

—Mi león y yo hemos fraternizado en el desierto.

—Era la señal que esperabas, ¿verdad?

—Así es, ¿pero permitirás que te pida un favor?

—Te escucho.

—Cuando mi padre salía de Egipto para manifestar su poder en el extranjero, eras tú quien gobernaba.

—Así lo quiere nuestra tradición.

—Tú posees la experiencia del poder y todos te veneran, ¿por qué no subes al trono?

—Porque no fue ésa la voluntad de Seti. Él encarnaba la ley que amamos y respetamos. Es a ti a quien eligió, eres tú quien debe reinar. Te ayudaré con todas mis fuerzas y te aconsejaré si lo deseas.

Ramsés no insistió.

Su madre era el único ser que podría haber desviado el curso del destino y librarle de la carga. Pero Tuya permanecería fiel al rey difunto y no modificaría su postura. Cualesquiera que fueran sus dudas y sus angustias, Ramsés debería trazar su propio camino.

Serramanna, el jefe de la guardia personal de Ramsés, ya no abandonaba el ala del palacio en el que trabajaba el futuro rey de Egipto. El nombramiento del sardo, antiguo pirata, en ese puesto de confianza había dado que hablar; algunos estaban persuadidos de que, tarde o temprano, el gigante de bigotes rizados traicionaría al hijo de Seti.

Por el momento, nadie entraba en el palacio sin su autorización. La gran esposa real le había recomendado expulsar a los intrusos y no vacilar en usar su espada en caso de peligro.

Cuando los ecos de una disputa llegaron a sus oídos, Serramanna se precipitó en el vestíbulo destinado a los visitantes.

—¿Qué sucede aquí?

—Este hombre quiere forzar el paso —respondió un guardia señalando a un coloso barbudo de cabellera abundante y anchos hombros.

—¿Quién eres? —preguntó Serramanna.

—Moisés, el hebreo, amigo de infancia de Ramsés y constructor al servicio del faraón.

—¿Qué quieres?

—¡Ramsés no me cierra su puerta normalmente!

—Ahora soy yo quien decide.

—¿El regente está secuestrado?

—La seguridad obliga… ¿Cuál es el motivo de tu visita?

—No te concierne.

—En ese caso, regresa a tu casa y no te acerques más a este palacio porque, de lo contrario, te haré encarcelar.

Se necesitaron no menos de cuatro guardias para inmovilizar a Moisés.

—Advierte a Ramsés de mi presencia o te arrepentirás.

—Tus amenazas me son indiferentes.

—¡Mi amigo me espera! ¿Puedes comprenderlo?

Los largos años de piratería y los feroces combates habían desarrollado en Serramanna un agudo sentido del peligro. A pesar de su fuerza física y de su voz tonante, Moisés le pareció sincero.

Ramsés y Moisés se abrazaron.

—Esto ya no es un palacio sino una fortaleza —exclamó el hebreo.

—Mi madre, mi esposa, mi secretario particular, Serramanna y algunos otros temen lo peor.

—Lo peor… ¿Qué significa eso?

—Un atentado.

En el umbral de la sala de audiencias del regente, que daba sobre un jardín, dormitaba el colosal león de Ramsés; y entre sus patas delanteras estaba Vigilante, el perro amarillo oro.

—Con esos dos, ¿qué puedes temer?

—Nefertari está convencida de que Chenar no ha renunciado a reinar.

—Un golpe de fuerza antes de sepultar a Seti… Eso no es propio de él. Prefiere actuar en la sombra y apostar al tiempo.

—Pero es que ahora no tiene tiempo.

—De acuerdo… Pero no se atreverá a enfrentarse a ti.

—Que los dioses te oigan. Egipto no ganaría nada con ello. ¿Qué dicen en Karnak?

—Se murmura mucho contra ti.

Bajo la dirección de un maestro de obras, Moisés realizaba las funciones de aparejador en el inmenso edificio de Karnak, donde Seti había empezado a construir una gigantesca sala de columnas, interrumpida por la muerte del faraón.

—¿Quién murmura?

—Los sacerdotes de Amón, algunos nobles, el visir del sur… Tu hermana, Dolente, y su marido, Sary, los alientan. No han soportado el exilio que les has infligido, tan lejos de Menfis.

—Ese despreciable Sary, ¿acaso no intentó deshacerse de mí y de Ameni mi secretario particular y nuestro amigo de infancia? Haberlos forzado, a él y a mi hermana, a instalarse en Tebas es un castigo muy suave.

—Esas flores venenosas sólo crecen en el norte; en el sur, en Tebas, se marchitan. Deberías haberlos castigado más y condenarlos a un verdadero exilio.

—Dolente es mi hermana, Sary fue mi ayo y mi preceptor.

—¿Debe un rey mostrarse tan débil con sus allegados?

Ramsés se ofendió en lo más vivo.

—¡Aún no lo soy, Moisés!

—De todos modos deberías haberlos denunciado y dejar que la justicia siguiera su curso.

—Si mi hermana y su marido salen de su confinamiento, los castigaré.

—Me gustaría creerte. No eres muy consciente de la animosidad de tus enemigos.

—Lloro a mi padre, Moisés.

—¡Y olvidas a tu pueblo y a tu país! ¿Crees que Seti, desde el cielo, aprecia tu flaqueza?

Si Moisés no hubiera sido su amigo, Ramsés lo habría golpeado.

—¿Un monarca no puede tener corazón?

—¿Crees que un hombre encerrado en su dolor, por legítimo que sea, podría gobernar? Chenar ha intentado corromperme y ponerme contra ti. ¿Aprecias mejor el peligro?

La revelación sorprendió a Ramsés.

—Te enfrentas a un gran adversario —continuó Moisés—; ¿saldrás por fin de tu sopor?