Acha conocía bien a Benteshina, el príncipe de la provincia de Amurru. Poco sensible a la palabra de los dioses, prefería el oro, las mujeres y el vino. Era sólo un hombre corrupto y venal, preocupado únicamente por su bienestar y sus placeres.
Como Amurru debía desempeñar un papel estratégico de primer plano, el jefe de la diplomacia egipcia no había ahorrado medios para asegurarse el concurso activo de Benteshina. En primer lugar, Acha se desplazaba personalmente, en nombre del faraón, demostrando así la estima que sentía por el príncipe; luego le llevaba gran cantidad de apreciables riquezas, especialmente lujosas telas, jarras de excelentes vinos, vajilla de alabastro, armas de gala y muebles dignos de la corte real.
La mayoría de los soldados egipcios acantonados en Amurru habían sido movilizados en el ejército de socorro, cuya intervención en Kadesh había resultado decisiva; de regreso a Egipto, gozaban de un largo permiso antes de incorporarse al servicio. Acha conducía, así, un destacamento de cincuenta oficiales instructores, con el encargo de encuadrar las tropas locales antes de que llegaran un millar de infantes y arqueros de Pi-Ramsés que convertirían Amurru en una sólida base militar.
Acha había embarcado en Perusio y había tomado la dirección del norte; vientos favorables y un mar en calma habían hecho muy agradable su viaje. La presencia a bordo de una joven siria había contribuido al encanto de la navegación.
Cuando el bajel egipcio entró en el puerto de Beirut, el príncipe Benteshina, rodeado por sus cortesanos, le aguardaba en el muelle. Quincuagenario gordo y jovial, luciendo un negro y reluciente bigote, besó a Acha en las mejillas y se deshizo en elogios sobre la prodigiosa victoria que Ramsés el Grande había obtenido en Kadesh, modificando radicalmente el equilibrio del mundo.
—¡Qué soberbia carrera, querido Acha! Tan joven y ya ministro de Asuntos Exteriores del poderoso Egipto… Me inclino ante vos.
—No será necesario, he venido como amigo.
—Os alojareis en mi palacio, colmaré todos vuestros deseos.
Los ojos de Benteshina brillaron.
—¿Desearíais una joven virgen?
—¿Quién sería lo bastante loco como para desdeñar las maravillas de la naturaleza? Contempla esos modestos regalos, Benteshina, y dime si te complacen.
Los marineros descargaron el cargamento. Benteshina, voluble, no ocultó su satisfacción; la visión de un lecho de notable delicadeza le arrancó una exclamación próxima al arrobo.
—¡Vosotros, los egipcios, poseéis el arte de vivir! Estoy impaciente por probar esta maravilla. ¡Y acompañado!
Como el príncipe estaba en una excelente disposición, Acha lo aprovechó para presentarle a los oficiales instructores.
—Como fiel aliado de Egipto, debes ayudarnos a establecer un frente defensivo que proteja Amurru y disuada a los hititas de agredirte.
—Es mi más caro deseo —afirmó Benteshina—. Estoy cansado de conflictos que perjudican el comercio. Mi pueblo quiere estar protegido.
—Dentro de unas semanas, Ramsés enviará un ejército; hasta entonces, estos instructores formarán a tus propios soldados.
—Excelente, excelente… Hatti ha sufrido una grave derrota. Muwattali debe enfrentarse con una lucha interna entre su hijo Uri-Techup y su hermano Hattusil.
—¿Y hacia quién se inclinan las preferencias de la casta de los guerreros?
—Parece dividida. Ambos tienen sus partidarios. De momento, el emperador mantiene un simulacro de cohesión, pero no puede excluirse un golpe de Estado. Además, algunos miembros de la coalición de Kadesh lamentan haberse visto arrastrados a una desastrosa aventura, tan costosa en hombres como en material. Algunos aceptarían un nuevo dueño, que muy bien podría ser el faraón.
—Soberbias perspectivas.
—¡Y os prometo una velada inolvidable!
La joven libanesa, de pesados pechos y grandes muslos, se tendió sobre Acha y le dio un suave masaje con un movimiento de todo su cuerpo de adelante hacia atrás. Cada parcela de su piel estaba perfumada y el bosque de su sexo rubio era un paisaje encantador. Aunque hubiera librado ya varias justas victoriosas, Acha no permaneció pasivo. Cuando el masaje de la joven libanesa produjo el efecto deseado, la hizo caer hacia un lado. Hallando enseguida el delicioso camino de su intimidad, compartió con ella un nuevo momento de intenso placer. Hacía mucho tiempo que ya no era virgen; pero la ciencia de sus caricias colmaba ventajosamente aquella irremediable laguna. Ni él ni ella habían dicho una sola palabra.
—Déjame —dijo él—, tengo sueño.
La moza se levantó y salió de la vasta alcoba que daba a un jardín. Acha la había olvidado ya, pensando en las revelaciones de Benteshina sobre la coalición reunida por Muwattali, coalición que estaba a punto de romperse. Maniobrar correctamente sería difícil, pero excitante. ¿Hacia qué otra gran potencia se volverían los disidentes si perdían su confianza en el emperador de Hatti? Hacia Egipto no, sin duda. El país de los faraones se hallaba demasiado lejos, su mentalidad era en exceso distinta de la de los principados de Asia, pequeños e inestables. Una idea empezó a apoderarse del diplomático, una idea tan inquietante que sintió deseos de consultar inmediatamente un mapa de la región.
La puerta de la alcoba se abrió. Entró un hombre pequeño, enclenque, con los cabellos sujetos por una cinta, la garganta adornada por un discreto collar de plata, un brazalete en el codo izquierdo y vestido con un paño multicolor que dejaba los hombros al descubierto.
—Mi nombre es Hattusil, soy el hermano de Muwattali, emperador de Hatti.
Acha quedó desconcertado unos instantes. Acaso la fatiga del viaje y sus retozos amorosos le provocaban alucinaciones.
—No estáis sonando, Acha. Me satisface conocer al jefe de la diplomacia egipcia y a un amigo tan íntimo de Ramsés el Grande.
—¿Vos, en Amurru?
—Sois mi prisionero, Acha. Cualquier tentativa de evasión estaría condenada al fracaso. Mis hombres han capturado a los oficiales egipcios, vuestra tripulación y vuestro barco. Hatti es de nuevo dueño de la provincia de Amurru. Ramsés hizo mal subestimando nuestra capacidad de reacción; como jefe de la coalición vencida en Kadesh sufrí una insoportable humillación. Sin la formidable cólera de Ramsés y su insensato valor, habría exterminado al ejército egipcio. Por eso debía demostrar, rápidamente, mi verdadero valor e intervenir con eficacia mientras vosotros descansabais en vuestra victoria.
—El príncipe de Amurru nos ha traicionado una vez más.
—Benteshina se vende al mejor postor, es su carácter. Esta provincia nunca más volverá al regazo de Egipto.
—¡Olvidáis el furor de Ramsés!
—Al contrario, lo temo; por eso evitaré provocarlo.
—En cuanto sepa que las fuerzas hititas ocupan Amurru, intervendrá. Y estoy convencido de que no habéis tenido tiempo de reorganizar un ejército capaz de resistírsele.
Hattusil sonrió.
—Vuestra perspicacia es temible, pero será vana, pues Ramsés sólo conocerá la verdad mucho más tarde.
—Mi silencio será elocuente.
—No callareis, Acha. Vais a escribir a Ramsés una carta tranquilizadora, explicándole que vuestra misión se desarrolla como estaba previsto y que vuestros instructores están haciendo un buen trabajo.
—Dicho de otro modo, nuestro ejército avanzará confiado hacia Amurru y caerá en una emboscada.
—Es parte de mi plan, en efecto.
Acha intentó leer el pensamiento de Hattusil. No ignoraba las cualidades y los defectos de los pueblos de la región, de sus aspiraciones y sus rencores. Al egipcio se le apareció la verdad.
—¡De nuevo una sólida alianza con los beduinos!
—No hay mejor solución —asintió Hattusil.
—Son ladrones y asesinos.
—No lo ignoro, pero me serán útiles para sembrar la turbación entre los aliados de Egipto.
—¿Y no es imprudente confiarme semejantes secretos?
—Pronto no se tratará de secretos sino de realidades. Vestíos, Acha, y seguidme. Tengo que dictaros una carta.
—¿Y si me niego a escribirla?
—Moriréis.
—Estoy preparado.
—No, no lo estáis. Un hombre que ama a las mujeres como vos las amáis no está preparado para renunciar a la existencia por una causa perdida de antemano. Escribiréis la carta, Acha, porque queréis vivir.
El egipcio vaciló.
—¿Y si obedezco?
—Seréis encerrado en una cárcel, que espero que sea confortable, y sobreviviréis.
—¿Por qué no me matáis?
—En el marco de una puntual negociación, el jefe de la diplomacia egipcia puede ser una buena moneda de intercambio. Así ocurrió ya en Kadesh, ¿no es cierto?
—Me pedís que traicione a Ramsés.
—Actuais coaccionado… realmente no es una traición.
—Salvar la vida. ¿No es una promesa excesiva?
—Tenéis mi palabra, ante los dioses de Hatti y en nombre del emperador.
—Escribiré la carta, Hattusil.