De un poderoso salto, Ramsés se sumergió en el estanque de recreo donde se bañaba Nefertari. El rey nadó bajo el agua y tomó a su esposa por el talle. Fingiendo sorpresa, ella se hundió y ambos ascendieron abrazados hacia la superficie.
Vigilante, el perro de un amarillo dorado, corría ladrando alrededor del estanque mientras Matador dormía a la sombra de un sicomoro, con el cuello adornado por un fino collar de oro que había recibido como recompensa por su valor.
Ramsés no podía contemplar a Nefertari sin sentirse hechizado por su belleza. Más allá del atractivo de los sentidos y de la comunión de los cuerpos, un vínculo misterioso los unía, más fuerte que el tiempo y la muerte. El suave sol de otoño inundaba su rostro con benéfica claridad, mientras se deslizaban por el agua azul verdosa del estanque. Cuando salieron, Vigilante dejó de ladrar y les lamió las piernas. El perro del rey detestaba el agua y no comprendía por qué a su dueño le complacía tanto mojarse de aquel modo. Atiborrado de caricias por la pareja real, Vigilante se acurrucó entre las patas del enorme león y tomó un necesario descanso.
Nefertari era tan deseable que las manos de Ramsés se hicieron ardientes; recorrieron el floreciente cuerpo de la muchacha con el ardor de un explorador que penetrara en un país desconocido. Pasiva primero, feliz al ser conquistada, respondió luego a la invitación de su amante.
En todo el país, Ramsés se había convertido en Ramsés el Grande. Cuando regresó a Pi-Ramsés, una innumerable multitud había aclamado al vencedor de la batalla de Kadesh, el faraón que había conseguido provocar la derrota de los hititas y rechazarlos hacia su territorio. Varias semanas de festejos, tanto en las ciudades como en las aldeas, habían permitido celebrar dignamente aquella formidable victoria; disipado el espectro de una invasión. Egipto se entregaba a su instintivo placer de vivir, coronado por una excelente crecida, promesa de abundantes cosechas.
El quinto año del reinado del hijo de Seti concluía con un triunfo. La nueva jerarquía militar le era devota y la corte, subyugada, se inclinaba ante el monarca. La juventud de Ramsés concluía. El hombre de veintiocho años que gobernaba las Dos Tierras tenía la envergadura de los mayores soberanos y marcaba ya su época con un indeleble sello.
Apoyándose en un bastón, Homero fue al encuentro de Ramsés.
—He terminado, majestad.
—¿Deseáis apoyaros en mi brazo y caminar un poco o preferís sentaros bajo vuestro limonero?
—Caminemos un poco. Mi cabeza y mi mano han trabajado mucho durante los últimos tiempos; ahora les toca a mis piernas.
—Ese nuevo trabajo os ha obligado a interrumpir la redacción de la Ilíada.
—Es verdad, pero me habéis ofrecido un tema magnífico.
—¿Cómo lo habéis tratado?
—Respetando la verdad, majestad; no he ocultado la cobardía de vuestro ejército, ni vuestro combate solitario y desesperado, ni el recurso a vuestro padre divino. Las circunstancias de esa extraordinaria victoria me han inflamado, como si fuera un joven poeta escribiendo su primera obra. Los versos cantaban en mis labios, las escenas se ordenaban por sí solas. Vuestro amigo Ameni me ayudó mucho, evitándome ciertos errores gramaticales; el egipcio no es una lengua fácil, pero su flexibilidad y su precisión son una bendición para el poeta.
—El relato de la batalla de Kadesh se grabará en el muro exterior sur de la gran sala con columnas del templo de Karnak —reveló Ramsés—, en los muros exteriores del patio del templo de Luxor y en la fachada de su pilono, en los muros exteriores del templo de Abydos y en el futuro antepatio de mi templo de millones de años.
—De este modo, la piedra de eternidad conservará para siempre el recuerdo de la batalla de Kadesh.
—De este modo pretendo honrar al dios oculto, Homero, y la victoria del orden sobre el desorden, la capacidad de la Regla para rechazar el caos.
—Me asombráis, majestad, y vuestro país me sorprende un poco más cada día; no creí que vuestra famosa Regla os ayudaría a vencer a un enemigo decidido a destruiros.
—Si el amor de Maat dejara de animar mi pensamiento y mi voluntad, mi reino no duraría mucho más y Egipto encontraría un nuevo esposo.
Pese a las enormes cantidades de alimento que absorbía, Ameni no engordaba. Siempre tan flaco, pálido y enfermizo, el secretario particular del rey no salía ya de su despacho y, con un restringido equipo, trataba un impresionante volumen de expedientes. Dialogando de modo muy directo con el visir y los ministros, Ameni no ignoraba nada de lo que ocurría en el país y procuraba que cada alto funcionario realizase de modo impecable la tarea que se le había confiado. Para el amigo de infancia de Ramsés, una administración sana se resumía en un simple precepto: cuanto más alto era el cargo, más amplias eran las posibilidades y más severo el castigo en caso de error o insuficiencia. Del ministro al jefe de servicio, todos asumían las faltas de sus subordinados y pagaban el precio. Los ministros destituidos y los funcionarios degradados habían experimentado, a sus expensas, el rigor de Ameni.
Cuando vivía en Pi-Ramsés, la eminencia gris del soberano lo veía cada día. Cuando el monarca se marchaba a Tebas o a Menfis, Ameni preparaba detallados informes que el rey leía con la mayor atención. Él era quien resolvía y decidía.
El escriba acababa de exponer al rey su plan para reforzar los diques del año próximo cuando Serramanna fue autorizado a entrar en el despacho, cuyas estanterías estaban repletas de papiros clasificados con sumo cuidado. El gigante sardo se inclinó ante el soberano.
—¿Todavía estás enojado contra mí? —preguntó Ramsés.
—Yo no os hubiera abandonado en el combate.
—Velar por mi esposa y por mi madre era una misión de la mayor importancia.
—No lo niego, pero me hubiera gustado estar a vuestro lado y matar hititas. La arrogancia de esa gente me exaspera. ¡Cuándo se afirma representar la élite de los guerreros, uno no se refugia en una fortaleza!
—Nuestro tiempo es precioso —intervino Ameni—; ¿cuáles son los resultados de tus investigaciones?
—Nada —respondió Serramanna.
—¿Ni rastro?
—Encontré el carro y los cadáveres de los policías egipcios, pero no el de Chenar. Según el testimonio de unos mercaderes que se habían refugiado en una choza de piedra, la tempestad de arena fue extremadamente violenta y de una insólita duración. Fui hasta el oasis de Khargeh y puedo aseguraros que mis hombres y yo hemos registrado el desierto.
—Caminando a ciegas —consideró Ameni—, Chenar habrá caído en el lecho seco de un ued y su cuerpo habrá quedado enterrado bajo una tonelada de arena.
—Es la opinión general —admitió Serramanna.
—Pero no es la mía —declaró Ramsés.
—No tenía posibilidad alguna de salir de aquel infierno, majestad. Al abandonar la pista principal se perdió y no pudo luchar durante mucho tiempo contra la tempestad, la arena y la sed.
—Su odio es tan intenso que le habrá servido de bebida y de alimento. Chenar no ha muerto.
El rey se recogió delante de la estatua de Thot, ante la entrada del Ministerio de Asuntos Exteriores, tras haber depositado un ramillete de lises y papiros sobre el altar de las ofrendas. Encarnado en la estatua de un babuino sentado que llevaba la luna creciente en la cabeza, el dios del conocimiento tenía la mirada levantada hacia el cielo, más allá de las contingencias humanas.
Al paso de Ramsés, los funcionarios del ministerio se levantaron y se inclinaron. Acha, el nuevo ministro, abrió personalmente la puerta de su despacho; el rey y su amigo, que se había convertido en un héroe para la corte, se dieron un abrazo. La llegada del soberano era una enorme prueba de estima que confortaba a Acha en su papel de jefe de la diplomacia egipcia.
Su despacho era muy distinto del de Ameni. Ramos de rosas importadas de Siria, composiciones florales que reunían narcisos y caléndulas, jarros de alabastro de esbeltas formas, colocados sobre mesillas, lámparas de pie, cofres de acacia y coloreadas colgaduras formaban un decorado refinado y multicolor que hacía pensar más en los aposentos privados de una suntuosa villa que en un lugar de trabajo.
Con los ojos brillantes de inteligencia, elegante, tocado con una peluca ligera y perfumada, Acha parecía el invitado a un banquete, frívolo, mundano y un poco desdeñoso. ¿Quién habría supuesto que aquel personaje de la mejor sociedad fuera capaz de transformarse en espía, oculto bajo los harapos de un mercader, y recorrer los hostiles caminos del imperio hitita? Ninguna acumulación de expedientes turbaba la atmósfera lujosa del nuevo ministro, que prefería conservar las informaciones esenciales en su prodigiosa memoria.
—Temo verme obligado a dimitir, majestad.
—¿Qué grave falta has cometido?
—Ineficacia. Mis servicios no han ahorrado esfuerzo alguno, pero seguimos sin encontrar a Moisés. Es curioso… Por lo general, las lenguas se desatan. A mi entender sólo hay una solución: se refugió en un lugar perdido y no se ha movido de allí. Si ha cambiado de nombre y se ha integrado en una familia de beduinos será prácticamente imposible poder identificarlo.
—Sigue buscando. ¿Y la red de espionaje hitita implantada en nuestro territorio?
—El cuerpo de la joven rubia fue enterrado sin haber sido identificado. Por lo que al mago se refiere, ha desaparecido. Sin duda consiguió salir de Egipto. Tampoco ahí hay rumor alguno, como si todos los miembros de la red se hubieran esfumado en pocos días. Escapamos de un terrible peligro, Ramsés.
—¿Realmente ha desaparecido?
—Afirmarlo sería presuntuoso —reconoció Acha.
—No descuides tu vigilancia.
—Me pregunto por la capacidad de reacción de los hititas —confesó Acha—. Su derrota los ha humillado y sus disensiones internas son profundas. No se resignarán a la paz, pero necesitarán varios meses, varios años incluso, para recuperar el aliento.
—¿Cómo se porta Meba?
—Mi augusto predecesor es un abnegado ayudante que sabe ponerse en su lugar.
—Desconfía de él. Como antiguo ministro, debe de tenerte envidia. ¿Cuáles son las observaciones de los jefes de nuestras guarniciones en Siria del Sur?
—Hay una relativa calma, pero confío muy poco en su lucidez. Por eso me marcharé mañana a la provincia de Amurru. Allí debemos organizar una fuerza de intervención inmediata destinada a frenar una invasión.