La puerta de la celda de Acha se abrió. Pese a su sangre fría, el joven diplomático se sobresaltó; el hosco rostro de los dos guardias no presagiaba nada bueno. Desde su encarcelación, Acha esperaba cada día ser ejecutado. Los hititas no manifestaban indulgencia alguna para con los espías. ¿El hacha, el puñal o un obligado salto desde lo alto del acantilado? El egipcio deseaba que su muerte fuera brutal y rápida, sin ser ocasión para una cruel puesta en escena.
Acha fue introducido en una sala fría y austera, decorada con escudos y lanzas. Como siempre en Hatti, la guerra recordaba su presencia.
—¿Cómo os encontráis? —preguntó la sacerdotisa Putuhepa.
—Me falta ejercicio y vuestra comida no me gusta, pero sigo vivo. ¿No es ya un milagro?
—En cierto modo sí.
—Tengo la sensación de que mis reservas de suerte están agotándose… Sin embargo, vuestra presencia me tranquiliza: ¿sería tan implacable una mujer?
—No contéis con la debilidad de una hitita.
—¿Acaso no funciona mi encanto?
El furor encendió el rostro de la sacerdotisa.
—¿Sois consciente de vuestra situación?
—Un diplomático egipcio sabe morir con una sonrisa en los labios, aunque todos sus miembros tiemblen.
Acha pensó en la cólera de Ramsés que le reprocharía, incluso en el otro mundo, no haber conseguido salir de Hatti para descubrirle la enorme coalición reunida por el emperador. ¿Habría transmitido la campesina su breve mensaje de tres palabras? No lo creía pero, de haber sido así, el faraón era lo bastante intuitivo para percibir su sentido. Si la información no le había llegado, el ejército egipcio habría sido destruido en Kadesh y Chenar habría subido al trono de Egipto. A fin de cuentas, más valía morir que sufrir la tiranía de semejante déspota.
—No habéis traicionado a Ramsés —dijo Putuhepa—, y nunca habéis estado a las órdenes de Chenar.
—Si vos lo decís.
—La batalla de Kadesh ya ha tenido lugar —le reveló ella—. Ramsés ha vencido a las tropas coaligadas.
Acha pareció embriagado.
—Os burláis de mí…
—No estoy de humor para bromas.
—Ha vencido a las tropas coaligadas —repitió estupefacto Acha.
—Nuestro emperador está vivo y libre —añadió Putuhepa— y la fortaleza de Kadesh está intacta.
El humor del diplomático se ensombreció.
—¿Qué suerte me reserváis?
—De buena gana os habría hecho quemar como espía, pero os habéis convertido en una de las prendas de la negociación.
El ejército egipcio acampaba ante la fortaleza, cuyos muros seguían siendo grises pese al cálido sol de principios de junio. Después de la entrevista de Ramsés con Muwattali, los soldados del faraón no habían lanzado un nuevo asalto contra Kadesh. Desde lo alto de las murallas, Uri-Techup y los arqueros hititas observaban como los adversarios se entregaban a pacíficas ocupaciones. Cuidaban caballos, asnos y bueyes, se adiestraban en los juegos de sociedad, se organizaban concursos de lucha con las manos desnudas y comían una buena variedad de platos que los cocineros de los regimientos preparaban apostrofándose.
Ramsés había dado una sola orden a los oficiales superiores: que se respetara la disciplina. Ninguno había obtenido la menor confidencia sobre el pacto hecho con Muwattali. El nuevo general de la división de Set se arriesgó a interrogar al monarca.
—Majestad, estamos desamparados.
—¿No os colma de satisfacción haber obtenido una gran victoria?
—Somos conscientes de que sois el único vencedor de Kadesh, majestad, ¿pero por qué no atacamos la fortaleza?
—Porque no tenemos posibilidad alguna de apoderarnos de ella. Deberíamos sacrificar al menos la mitad de nuestras tropas sin tener el éxito asegurado.
—¿Cuánto tiempo deberemos permanecer inmóviles mirando esa maldita fortaleza?
—He llegado a un acuerdo con Muwattali.
—¿Os referís a… la paz?
—Se han planteado las condiciones; si no se cumplen, reanudaremos las hostilidades.
—¿Qué plazo habéis previsto, majestad?
—Expira al finalizar esta semana; entonces sabré si la palabra del emperador hitita tiene algún valor.
A lo lejos, por la ruta procedente del norte, apareció una nube de polvo. Varios carros hititas se aproximaban a Kadesh, varios carros que formaban, tal vez, la vanguardia de un ejército de refresco, que acudía a liberar a Muwattali y los suyos.
Ramsés calmó la efervescencia que se apoderaba del campamento egipcio. El rey montó en su carro, tirado por Victoria en Tebas y La Diosa Mut está satisfecha, y, acompañado por su león, salió al encuentro del batallón hitita. Los arqueros hititas mantuvieron sus manos en las riendas. La reputación de Ramsés y Matador había corrido ya por todo Hatti.
Un hombre bajó de un carro y avanzó hacia el faraón. Elegante, de ágiles andares, rostro aristocrático y con un fino y cuidado bigote, Acha olvidó el protocolo y corrió hacia Ramsés. El rey y su amigo se dieron un abrazo.
—¿Os fue útil mi mensaje, majestad?
—Sí y no. No supe tener en cuenta tu advertencia, pero la magia del destino actuó en favor de Egipto. Y gracias a ti intervine rápidamente. Fue Amón quien obtuvo la victoria.
—Creí que nunca volvería a ver Egipto; las prisiones hititas son siniestras. Intenté convencer al adversario de que era cómplice de Chenar y eso debió de salvarme la vida. Luego los acontecimientos se precipitaron. Morir allí hubiera sido de un mal gusto imperdonable.
—Debemos decidirnos por una tregua o por la prosecución de las hostilidades; tu opinión me será útil.
En su tienda, Ramsés mostró a Acha el documento que el emperador hitita le había hecho llegar.
Yo, Muwattali, soy tu servidor, Ramsés, y te reconozco como hijo de la luz, nacido de ella, realmente nacido de ella. Mi país es tu servidor, está a tus pies, ¡pero no abuses de tu poder!
Tu autoridad es implacable, lo has demostrado obteniendo una gran victoria. ¿Pero por qué vas a continuar exterminando al pueblo de tu servidor? ¿Por qué vas a dejarte llevar por la rabia? Puesto que has vencido, admite que la paz es mejor que la guerra y da a los hititas el soplo de vida.
—Hermoso estilo diplomático —apreció Acha.
—¿Te parece el mensaje lo bastante explícito para el conjunto de los países de la región?
—Una verdadera obra maestra. Que un soberano hitita sea vencido en combate es una innovación. Que reconozca su derrota es un nuevo milagro que cargar en tu cuenta.
—No he conseguido apoderarme de Kadesh.
—¿Y qué importa esa plaza fuerte? Has vencido en una batalla decisiva. Muwattali, el invencible, se considera ahora tu vasallo, al menos eso dice… Este acceso de forzosa humildad aumentará tu prestigio con extraordinaria eficacia.
Muwattali había cumplido su palabra y había redactado un texto aceptable y liberado a Acha. De modo que Ramsés ordenó a su ejército levantar el campo y ponerse en camino para regresar a Egipto.
Antes de abandonar el lugar donde tantos compatriotas habían perdido la vida, Ramsés se volvió hacia la fortaleza de la que saldrían, libres e indemnes, Muwattali, su hermano y su hijo. El faraón no había logrado destruir aquel símbolo del poderío hitita. ¿Pero qué quedaría de él tras la dolorosa derrota de la coalición? Muwattali declarándose servidor de Ramsés… ¿Quién se habría atrevido a imaginar semejante éxito? El rey nunca olvidaría que sólo la ayuda de su padre celestial, cuyo auxilio había reclamado, le había permitido transformar en triunfo un desastre.
—Ya no queda un solo egipcio en la llanura de Kadesh —declaró el jefe de los vigías.
—Envía exploradores hacia el sur, el este y el oeste —ordenó Muwattali a su hijo Uri-Techup—. Tal vez Ramsés ha aprendido la lección y oculta sus tropas en el bosque para atacarnos cuando salgamos de la fortaleza.
—¿Cuánto tiempo seguiremos huyendo?
—Debemos regresar a Hattusa —estimó Hattusil—, reconstituir nuestras fuerzas y reconsiderar nuestra estrategia.
—No me dirijo a un general vencido sino al emperador de los hititas —se encolerizó Uri-Techup.
—Cálmate, hijo mío —intervino Muwattali—. Considero que el general en jefe del ejército coaligado no ha sido el culpable. Subestimamos el poder personal de Ramsés.
—¡Si me hubierais dejado actuar habríamos vencido!
—Te equivocas. El armamento egipcio es de excelente calidad, los carros del faraón son tan buenos como los nuestros. El choque frontal en la llanura que tu preconizabas nos habría sido desfavorable y nuestras tropas habrían sufrido grandes pérdidas.
—Y ahora aceptáis esta humillante derrota…
—Conservamos esta fortaleza, Hatti no ha sido invadido, la guerra contra Egipto proseguirá.
—¿Cómo puede proseguir tras el infamante documento que habéis firmado?
—No es un tratado de paz —precisó Hattusil—, sino una simple carta de un monarca a otro. Que a Ramsés le haya satisfecho demuestra su inexperiencia.
—¡Muwattali afirma con toda claridad que se considera el vasallo del faraón!
Hattusil sonrió.
—Cuando un vasallo dispone de las tropas necesarias, nada le impide rebelarse.
Uri-Techup se enfrentó a Muwattali con la mirada.
—No sigáis escuchando a ese incapaz, padre mío, y dadme plenos poderes militares. Las agudezas diplomáticas y la astucia no lograrán nada. Yo y sólo yo soy capaz de aplastar a Ramsés.
—Regresemos a Hattusa —decidió el emperador—. El aire de nuestras montañas será propicio a la reflexión.