Las divisiones de Amón y de Ra habían sido diezmadas. La de Ptah estaba debilitada. La de Set intacta. Miles de egipcios habían muerto, muchos más hititas y coaligados habían perdido la vida, pero se imponía una sola realidad: Ramsés había ganado la batalla de Kadesh.
Ciertamente, Muwattali, Hattusil, Uri-Techup y algunos de sus aliados, como el príncipe de Alep, estaban vivos y encerrados en la fortaleza; pero el mito de la invencibilidad hitita había terminado. Numerosos príncipes, que se habían puesto al lado del emperador de Hatti, murieron ahogados o atravesados por las flechas. En adelante, los principados, grandes o pequeños, sabrían que el escudo de Muwattali no bastaba para protegerlos de la cólera de Ramsés.
El faraón había convocado, en su tienda, la totalidad de los oficiales supervivientes, entre ellos los generales de las divisiones de Ptah y Set. Pese a la alegría de la victoria, nadie sonreía. En su trono de madera dorada, Ramsés tenía el rostro de un halcón malhumorado. Se le advertía dispuesto a saltar sobre sus presas.
—Todos teníais, aquí, una responsabilidad de mando —declaró—. Todos gozasteis las ventajas de vuestro grado. ¡Y todos os habéis comportado como cobardes! Bien alimentados, bien alojados, libres de impuestos, respetados y envidiados, todos vosotros, los jefes de mi ejército, os habéis escabullido a la hora del combate, reunidos en una misma cobardía.
El general de la división de Set dio un paso adelante.
—Majestad…
—¿Deseas contradecirme?
El general regresó a la fila.
—Ya no puedo confiar en vosotros. Mañana huiríais de nuevo y os dispersaríais como gorriones cuando se acercara el peligro. Por eso os destituyo de vuestras funciones. Consideraos afortunados de seguir en el ejército como soldados, de servir a vuestro país, de cobrar una soldada y gozar de una jubilación.
Nadie protestó. La mayoría temía un castigo más severo. Aquel mismo día, el rey nombró nuevos oficiales, elegidos entre los hombres del ejército de socorro.
Al día siguiente de su victoria, Ramsés lanzó el primer asalto contra la fortaleza de Kadesh. En lo alto de las torres ondeaban los estandartes hititas. El tiro de los arqueros egipcios fue ineficaz; las flechas se quebraron contra las almenas tras las que se cubrían los sitiados. A diferencia de las demás fortalezas sirias, las torres de Kadesh eran tan altas que quedaban fuera de alcance.
Deseosos de mostrar su valor, los infantes escalaron el espolón rocoso sobre el que estaba erigida la plaza fuerte y colocaron las escalas de madera contra los muros. Pero los arqueros hititas los diezmaron y los supervivientes tuvieron que renunciar. Tres tentativas más y otros tantos fracasos. Al día siguiente y al otro, algunos audaces consiguieron trepar hasta medio muro. Pero las piedras que fueron arrojadas les hicieron abandonar esta vida.
Kadesh parecía inexpugnable.
Sombrío, Ramsés había reunido de nuevo su consejo de guerra, cuyos miembros rivalizaban en ardor para distinguirse a los ojos del rey. Cansado de su parloteo, los había despedido y se había quedado a solas con Setaú.
—Loto y yo salvaremos decenas de vidas —afirmó—, siempre que no muramos de agotamiento. A este ritmo, pronto nos faltarán remedios.
—No te ocultes detrás de las palabras.
—Regresemos a Egipto, Ramsés.
—¿Y olvidar la fortaleza de Kadesh?
—Has obtenido la victoria.
—Mientras Kadesh no sea egipcia, la amenaza hitita persistirá.
—Esta conquista exigiría excesivos esfuerzos y demasiadas muertes; regresemos a Egipto para curar a los heridos y recuperar nuestras fuerzas.
—Esta fortaleza debe caer, como las demás.
—¿Y si hicieras mal empecinándote?
—La naturaleza que nos rodea es de gran riqueza. Loto y tú encontrareis las sustancias necesarias para preparar remedios.
—¿Y si Acha estuviera encerrado en esta plaza fuerte?
—Razón de más para apoderarse de ella y liberarlo.
El caballerizo Menna acudió corriendo y se prosternó.
—¡Majestad, majestad! Han arrojado una lanza de lo alto de las murallas. ¡Tiene un mensaje atado a su punta metálica!
—Dámelo.
Ramsés descifró el texto.
A Ramsés, el faraón de Egipto, de parte de su hermano Muwattali, emperador de Hatti.
¿No sería conveniente, antes de seguir enfrentándonos, que nos reuniéramos y parlamentáramos? Que se plante una tienda en la llanura, a media distancia entre tu ejército y la fortaleza. Acudiré solo, mi hermano acudirá solo, mañana, cuando el sol esté en lo más alto.
En la tienda había dos tronos, uno enfrente del otro. Entre los sitiales se había colocado una mesa baja en la que había dos copas y una pequeña jarra de agua fresca.
Los dos soberanos se sentaron al mismo tiempo, sin dejar de mirarse. Pese al calor, Muwattali iba vestido con un largo manto de lana rojo y negro.
—Me satisface encontrarme con mi hermano, el faraón de Egipto, cuya gloria no deja de crecer.
—La reputación del emperador de Hatti extiende el espanto por numerosos países.
—En ese terreno, mi hermano Ramsés nada tiene ya que envidiarme. Había formado una coalición indestructible, pero tú la has vencido. ¿De qué protección divina has gozado?
—De la de mi padre Amón, cuyo brazo ha sustituido el mío.
—No podía creer que semejante poder habitara en un hombre, por más faraón que fuese.
—No has vacilado en emplear la mentira y la astucia.
—¡Armas de guerra como las demás! Te habrían vencido si no te hubiera animado una fuerza sobrenatural. El alma de tu padre Seti alimentó tu insensato valor. Ella te hizo olvidar el miedo y la derrota.
—¿Estás dispuesto a rendirte, Muwattali, hermano mío?
—¿Suele mi hermano Ramsés mostrarse tan brutal?
—Miles de hombres han muerto a causa de la política expansionista de Hatti. Ya no es hora de vanas conversaciones. ¿Estás dispuesto a rendirte?
—¿Sabe mi hermano quién soy?
—El emperador de Hatti, atrapado en una trampa en su fortaleza de Kadesh.
—Conmigo está mi hermano Hattusil, mi hijo Uri-Techup, mis vasallos y aliados. Rendirnos sería decapitar el imperio.
—Un vencido debe aceptar las consecuencias de su derrota.
—Has vencido en la batalla de Kadesh, es cierto, pero la fortaleza permanece intacta.
—Caerá antes o después.
—Tus primeros asaltos han sido ineficaces; de seguir así, perderás muchos hombres sin ni siquiera arañar los muros de Kadesh.
—Por eso he decidido adoptar otra estrategia.
—Puesto que somos hermanos, ¿querrás revelármela?
—¿No la adivinas? Reposa sobre la paciencia. Sois muchos en el interior de la plaza fuerte, esperaremos a que os falten los víveres. ¿No sería preferible una rendición inmediata a tan largo sufrimiento?
—Mi hermano Ramsés no conoce la fortaleza. Sus vastos depósitos contienen gran cantidad de alimentos que nos permitirán aguantar el asedio durante varios meses. Gozaremos también de condiciones más favorables que las del ejército egipcio.
—Baladronada.
—¡De ningún modo, hermano mío, de ningún modo! Vosotros, los egipcios, estáis a gran distancia de vuestras bases y viviréis jornadas cada vez más penosas. Todo el mundo sabe que detestáis vivir lejos de vuestro país y que tampoco a Egipto le gusta verse privado por mucho tiempo de su faraón. Llegara el otoño, luego el invierno, con el frío y las enfermedades. Comenzará también el desencanto y el cansancio. No lo dudes, hermano Ramsés: estaremos mucho mejor que vosotros. Y no cuentes con la falta de agua: las cisternas de Kadesh están llenas y tenemos un pozo excavado en el centro de la plaza fuerte.
Ramsés bebió un poco de agua, no porque tuviera sed sino con el fin de interrumpir la entrevista para reflexionar. Los argumentos de Muwattali no estaban desprovistos de valor.
—¿Desea refrescarse mi hermano?
—No, aguanto bien el calor.
—¿Temes acaso el veneno tan utilizado en la corte de Hatti?
—La costumbre ya se ha perdido; pero prefiero que mi copero pruebe los platos que me están destinados. Mi hermano Ramsés debe saber que uno de sus amigos de infancia, el joven y brillante diplomático Acha, fue detenido mientras llevaba a cabo una misión de espionaje vestido de mercader. Si yo hubiera aplicado nuestras leyes, estaría muerto; pero he supuesto que te alegraría salvar a un ser querido.
—Te equivocas, Muwattali; en mí, el rey ha devorado al hombre.
—Acha no es sólo un amigo, es también el verdadero jefe de la diplomacia egipcia y el mejor conocedor de Asia. Si el hombre permanece insensible el monarca no sacrificará una de las piezas esenciales de su juego.
—¿Qué propones?
—¿La paz, aunque sea temporal, no es mejor que un desastroso combate?
—¿La paz? ¡Imposible!
—Piénsalo, Ramsés, hermano mío. No he comprometido todo el ejército hitita en esta batalla. No tardarán en llegar fuerzas de refresco para ayudarme, y tú deberás librar otros combates, mientras mantienes el asedio. Semejantes esfuerzos superan tus posibilidades en hombres y armamento, y tu victoria se transformará en desastre.
—¡Has perdido la batalla de Kadesh, Muwattali, y te atreves a pedir la paz!
—Estoy dispuesto a reconocer mi derrota redactando un documento oficial. Cuando esté en tus manos levantarás el sitio y la frontera de mi imperio quedara definitivamente fijada en Kadesh. Mi ejército no se apoderará de Egipto jamás.