Muwattali, Hattusil y los príncipes coaligados admiraron la actitud del faraón.
—Morirá como un guerrero —dijo el emperador—. Un soberano de ese temple merecía ser hitita. Nuestra victoria es, en primer lugar, la tuya, Hattusil.
—Los dos beduinos han cumplido perfectamente su misión. Sus mentiras convencieron a Ramsés de que nuestras tropas estaban muy lejos de Kadesh.
—Uri-Techup hizo mal oponiéndose a tu plan y defendiendo una batalla ante la plaza fuerte. Tendré en cuenta su error.
—¿Lo esencial no es ver el triunfo de la coalición? La conquista de Egipto nos ofrecerá prosperidad durante varios siglos.
—Asistamos al final de Ramsés, traicionado por sus propias tropas.
El sol se hizo de pronto mucho más intenso, cegando a los hititas y a sus aliados. En el cielo azul rugió el trueno. Todos se creyeron víctimas de una alucinación… Una voz, vasta como el cosmos, brotaba del firmamento. Una voz cuyo mensaje sólo Ramsés percibió: «Soy tu padre Amón, mi mano está en la tuya; soy tu padre, yo, el señor de la victoria.»
Un rayo de luz envolvió al faraón y su cuerpo se volvió brillante como el oro iluminado por el sol. Ramsés, hijo de Ra, adquirió el poder del astro del día y se lanzó contra los asaltantes, petrificados de estupor. No era ya un jefe vencido y solitario que libraba su último combate, sino un rey de inigualable fuerza y brazo infatigable, una llama devastadora, una estrella fulgurante, un viento violento, un toro salvaje de acerados cuernos, un halcón que laceraba con sus zarpas a quien se le oponía. Ramsés disparaba flecha tras flecha, matando a los conductores de los carros hititas. Privados de control, los caballos se encabritaban, cayendo unos sobre otros; los carros volcaban en confuso montón.
Matador, el león nubio; hizo una carnicería. Arrojando sus trescientos kilos a la batalla, destrozó con sus zarpazos a sus adversarios y clavó en cuellos y cráneos sus colmillos de diez centímetros. Su soberbia melena flameaba, sus patas golpeaban con tanta violencia como precisión.
Ramsés y Matador detuvieron el impulso adversario y atravesaron las líneas enemigas. El jefe de los infantes hititas blandió su lanza, pero no tuvo tiempo para concluir su gesto: la flecha del faraón se clavó en su ojo izquierdo. En el mismo instante, las fauces del león se cerraban sobre el horrorizado rostro del jefe de los carros imperiales. Pese a su número, los coaligados se batieron en retirada y bajaron de la colina hacia la llanura.
Muwattali palideció.
—No es un hombre —exclamó—, sino el dios Set en persona, un ser único que posee el poder de vencer a miles de guerreros. Ved, cuando quieren atacarle las manos se debilitan, los cuerpos se paralizan, ya no saben manejar la lanza y el arco.
El propio Hattusil, de imperturbable sangre fría, estaba estupefacto. Habríase dicho que de Ramsés brotaba un fuego que abrasaba a quien intentara alcanzarlo.
Un coloso hitita consiguió asirse al borde de la caja del carro y blandió una daga; pero su cota de malla pareció calcinarse y murió aullando, con las carnes abrasadas. Ni Ramsés ni el león reducían su marcha; el faraón sentía que la mano de Amón guiaba la suya, que el dios de las victorias estaba justo a su espalda y le daba más poder que el de todo un ejército. Semejante a la tempestad, el rey de Egipto derribaba a sus adversarios como briznas de paja.
—¡Hay que impedir que prosiga! —aulló Hattusil.
—El pánico se ha apoderado de nuestros hombres —le respondió el príncipe de Alep.
—Pues dominadlos —ordenó Muwattali.
—Ramsés es un dios…
—Sólo es un hombre, aunque su valor parezca sobrehumano. Actuad, príncipe, devolved la confianza a nuestros soldados y esta batalla habrá terminado.
Vacilante, el príncipe de Alep espoleó su caballo y descendió del promontorio donde se hallaba el estado mayor coaligado. Estaba decidido a terminar con la enloquecida hazaña de Ramsés y su león.
Hattusil miró hacia las colinas del oeste, y lo que creyó ver lo dejó petrificado.
—Majestad, allí, parece… ¡Carros egipcios a toda velocidad!
—¿De dónde han salido?
—Habrán venido por la ruta costera.
—¿Y cómo han podido pasar?
—Uri-Techup se negó a bloquear el acceso, aduciendo que ningún egipcio se atrevería a tomarlo.
El ejército de socorro devoró el espacio libre y, sin encontrar oposición alguna, se desplegó por toda la llanura, lanzándose por la brecha que Ramsés había abierto.
—¡No huyáis! —aulló el príncipe de Alep—. ¡Matad a Ramsés!
Algunos soldados le obedecieron; pero apenas habían dado media vuelta cuando las zarpas del león les destrozaron el rostro y el pecho. Cuando el príncipe de Alep vio que corría hacia él el carro de oro de Ramsés, abrió unos grandes ojos pasmados y abandonó a su vez el combate. Su caballo pisoteó a los aliados hititas para intentar escapar del faraón. Aterrorizado, el príncipe soltó las riendas; el animal se desbocó y se arrojó al Orontes, donde numerosos carros se habían hundido ya, amontonándose unos sobre otros, antes de desaparecer de la superficie o verse arrastrados por la corriente. Algunos soldados se asfixiaban en el barro, otros se ahogaban, otros intentaban nadar; todos preferían zambullirse en el río antes que enfrentarse con la terrible divinidad parecida al fuego celestial.
El ejército de socorro concluyó la obra de Ramsés, exterminando a numerosos coaligados y obligando a los fugitivos a lanzarse al Orontes. Un teniente de carro agarró por los pies al príncipe de Alep, que escupió el agua que acababa de absorber.
El carro de Ramsés se aproximaba al montículo ocupado por el estado mayor enemigo.
—Retrocedamos —aconsejó Hattusil al emperador.
—Nos quedan las fuerzas de la orilla oeste.
—Serán insuficientes… Ramsés es capaz de despejar el vado y liberar las divisiones de Ptah y de Set.
Con el reverso de la mano el emperador se secó la frente.
—¿Qué ocurre, Hattusil… Un hombre solo es capaz de destruir todo un ejército?
—Si el hombre es el faraón, si es Ramsés…
—La unidad que domina la multiplicidad… ¡Es sólo un mito y estamos en un campo de batalla!
—Nos han vencido, majestad, debemos replegarnos.
—Un hitita no retrocede.
—Pensemos en preservar vuestra existencia y proseguir el combate de otro modo.
—¿Qué propones?
—Refugiémonos en la ciudadela.
—¡Estaremos en una trampa!
—No tenemos elección —estimó Hattusil—. Si huimos hacia el norte, Ramsés y sus tropas nos perseguirán.
—Deseemos que Kadesh sea realmente inexpugnable.
—No es una fortaleza como las demás, majestad; el propio Seti renunció a apoderarse de ella.
—¡No ocurrirá eso con su hijo!
—¡Apresurémonos, majestad!
A regañadientes, Muwattali levantó la mano derecha y mantuvo esta postura durante interminables segundos, ordenando así la retirada.
Mordiéndose los labios hasta que brotó sangre, Uri-Techup asistió, impotente, a la derrota. El batallón que bloqueaba el acceso al primer vado, en la orilla este del Orontes, retrocedió hasta el segundo. Los supervivientes de la división de Ptah no se atrevieron a seguirle, por miedo a caer en una nueva trampa; el general prefirió asegurar la retaguardia mandando un mensajero a la división de Set para anunciarle que el camino estaba libre y que podía cruzar el bosque de Lawi.
El príncipe de Alep, recuperando el ánimo, escapó del soldado que le había salvado, atravesó a nado el río y se unió a sus aliados que se dirigían a Kadesh. Los arqueros del ejército de socorro derribaban, a centenares, a los fugitivos.
Los egipcios caminaban sobre cadáveres y les cortaban una mano para proceder a una macabra contabilidad cuyo resultado se guardaría en los archivos oficiales.
Nadie se atrevía a aproximarse al faraón; Matador se había tendido como una esfinge ante los caballos. Maculado de sangre, Ramsés bajó del carro dorado, acarició largo rato al león y a los caballos y no concedió la menor mirada a los soldados, que se inmovilizaron aguardando la reacción del monarca. Menna fue el primero en acercarse al rey. El caballerizo temblaba y a duras penas podía caminar.
Más allá del segundo vado, el ejército hitita y los coaligados supervivientes se dirigían a paso rápido hacia la gran puerta de la fortaleza de Kadesh; los egipcios ya no tenían tiempo de intervenir para impedir que Muwattali y los suyos se pusieran a cubierto.
—Majestad —dijo Menna con una vocecilla— majestad… hemos vencido.
Con la mirada clavada en la plaza fuerte, Ramsés parecía una estatua de granito.
—El gran jefe hitita ha cedido ante vuestra majestad —prosiguió Menna—, ha emprendido la huida; ¡vos solo habéis matado miles de hombres! ¿Quién podrá cantar vuestra gloria?
Ramsés se volvió hacia su caballerizo. Aterrorizado, Menna se prosternó, temiendo verse fulminado por el poder que emanaba del soberano.
—¿Eres tú, Menna?
—Sí, majestad, soy yo, vuestro caballerizo, vuestro fiel servidor. Perdonadme, perdonad a vuestro ejército; ¿no debe la victoria hacer que se olviden nuestras faltas?
—Un faraón no perdona, fiel servidor; un faraón gobierna y actúa.