Los dos prisioneros estaban aterrorizados. Uno era alto y delgado; el otro, de estatura media, calvo y barbudo. Ninguno de los dos se atrevía a levantar los ojos hacia el faraón de Egipto.
—¿Cómo os llamáis?
—Yo Amos —respondió el calvo—; mi amigo se llama Baduch.
—¿Quiénes sois?
—Jefes de tribus beduinas.
—¿Cómo explicáis vuestra presencia en este paraje?
—Debíamos ver a un dignatario hitita, en Kadesh.
—¿Por qué motivo?
Amos se mordió los labios, Baduch agachó más la cabeza.
—¡Responde! —exigió Ramsés.
—Los hititas nos ofrecían una alianza contra Egipto, en el Sinaí, para atacar sus caravanas.
—Y habéis aceptado.
—¡No, deseábamos discutirlo!
—¿Cuál fue el resultado de la negociación?
—No hubo negociación, majestad, porque en Kadesh no hay ningún dignatario hitita. En la fortaleza sólo hay sirios.
—¿Dónde está el ejército hitita?
—Abandonó Kadesh hace ya quince días. Según el mando de la plaza fuerte, se ha desplegado ante la ciudad de Alep, a más de ciento cincuenta kilómetros de aquí, para que maniobren sus centenares de carros nuevos. Mi compañero y yo vacilábamos en emprender ese viaje.
—¿No nos aguardaban los hititas aquí, en Kadesh?
—Sí, majestad… Pero unos nómadas, como nosotros, les indicaron la enormidad de vuestras tropas. No habían previsto que dispondríais de tan imponente fuerza y han preferido enfrentarse con vos en terreno más propicio.
—¡Tú y otros beduinos habéis anunciado pues nuestra llegada!
—¡Imploramos vuestro perdón, majestad! Como tantos otros, yo creía en la superioridad hitita… Y vos sabéis que esos bárbaros no nos dejan otra alternativa: o les obedecemos o nos matan.
—¿Cuántos hombres hay en la fortaleza?
—Por lo menos mil sirios, convencidos de que Kadesh es inexpugnable.
Se reunió el consejo de guerra. Para los generales, Setaú se había convertido en un personaje respetable, digno de una condecoración.
—El ejército de los hititas ha retrocedido —declaró orgullosamente el general de la división de Ra—; ¿no es esto una victoria, majestad?
—Una frágil ventaja. Ahora se impone una pregunta: ¿debemos sitiar Kadesh?
Las opiniones estuvieron divididas, pero la mayoría optó por un rápido avance hacia Alep.
—Si los hititas han renunciado a hacernos frente aquí —dijo Setaú—, es porque prefieren llevarnos a su terreno. ¿No sería más juicioso apoderarnos de esta plaza fuerte y convertirla en nuestra base de retaguardia, en vez de lanzar todas nuestras divisiones a la batalla y hacerle así el juego al adversario?
—Podríamos perder un tiempo precioso —objetó el general de la división de Amón.
—No lo creo; puesto que el ejército hitita ya no defiende Kadesh, nos apoderaremos rápidamente de ella. Tal vez consigamos incluso convencer a los sirios que se rindan, a cambio de perdonarles la vida.
—Sitiaremos Kadesh y la tomaremos —decidió Ramsés—; en adelante, esta región estará bajo la autoridad del faraón.
Conducida por el rey, la división de Amón atravesó el bosque de Lawi, cruzó el primer vado, se introdujo en la llanura y se detuvo al noroeste de la imponente fortaleza de almenadas murallas y cinco torres llenas de sirios que contemplaron como la división de Ra se instalaba frente a la plaza fuerte. La división de Ptah acampó junto al vado, la de Set permaneció en el lindero del bosque. Al día siguiente, tras una noche y una mañana de descanso, las tropas egipcias establecieron contacto antes de cercar Kadesh y lanzar su primer asalto.
Los hombres de ingeniería establecieron con celeridad el campamento del faraón. Tras haber formado un rectángulo con altos escudos, montaron la vasta tienda del soberano, que incluía una alcoba, un despacho y una sala de audiencias. Muchas otras tiendas, más modestas, estaban reservadas a los oficiales. Los hombres de tropa dormirían al aire libre o, en caso de lluvia, bajo toldos de tela. A la entrada del campamento colocaron una puerta de madera flanqueada por dos estatuas de leones, que daba acceso a una avenida central que llegaba hasta la capilla donde el rey rendiría culto al dios Amón.
En cuanto el general de división dio la autorización para deponer las armas, los soldados se dedicaron a las distintas ocupaciones previstas, en función de las secciones a las que pertenecían. Se ocuparon de los caballos, los asnos y los bueyes, lavaron la ropa, repararon las ruedas deterioradas por la pista, afilaron puñales y lanzas, distribuyeron las raciones y prepararon la comida. El olorcillo de los platos hizo olvidar Kadesh, los hititas y la guerra, y comenzaron a bromear, a contar historias y a jugar apostándose la soldada. Los más excitados organizaron un concurso de lucha con las manos desnudas.
Ramsés alimentó personalmente sus caballos y su león, cuyo apetito permanecía intacto. Cuando el campamento se adormeció, las estrellas se apoderaron del cielo y el rey mantuvo los ojos clavados en la monstruosa plaza fuerte que su padre había considerado oportuno no anexionarse. Apoderarse de ella sería un duro golpe para el imperio hitita; instalando una guarnición de élite, Ramsés protegería su país de una invasión.
Ramsés se tendió en su cama, cuyas cuatro patas tenían forma de garras de león, y apoyó la cabeza en una almohada de tejido decorada con papiros y lotos. La delicadeza de aquellos adornos le hizo sonreír; ¡qué lejos estaba la dulzura de las Dos Tierras!
Cuando el rey cerró los ojos, apareció el sublime rostro de Nefertari.
—Levántate, Chenar.
—¿Sabes con quién estás hablando, carcelero?
—Con un traidor que merece la muerte.
—¡Soy el hermano mayor del rey!
—Ya no eres nada, tu nombre desaparecerá para siempre. Levántate o vas a conocer la caricia de mi látigo.
—No tienes derecho a maltratar a un prisionero.
—A un prisionero, no… ¡pero a ti…!
Tomándose en serio la amenaza, Chenar se levantó.
En la gran cárcel de Menfis, no había tenido que realizar ningún servicio. Al revés que los demás condenados, que realizaban trabajos en los campos o reparaban los diques, el hermano mayor del rey había sido encerrado en una celda y alimentado dos veces al día.
El carcelero lo empujó por un corredor. Chenar creía que iba a subir a un carro con destino a los oasis, pero unos hoscos guardianes lo obligaron a entrar en un despacho donde estaba el hombre al que más odiaba, después de Ramsés y Acha, Ameni, el fiel escriba, el incorruptible por excelencia.
—Has elegido el mal camino, Ameni, el de los vencidos; tu triunfo será sólo momentáneo.
—¿Abandonará la rabia tu corazón?
—¡No antes de haber clavado un puñal en el tuyo! Los hititas derrotarán a Ramsés y me liberarán.
—Tu encarcelamiento te ha hecho perder la razón, pero tal vez no la memoria.
Chenar se enfurruñó.
—¿Qué quieres de mí, Ameni?
—Por fuerza tenías cómplices.
—Cómplices… ¡sí, los tengo, y muchos! ¡La corte entera es cómplice, el país entero es cómplice! Cuando suba al trono, se prosternarán a mis pies y castigaré a mis enemigos.
—Dime los nombres de tus cómplices, Chenar.
—Eres curioso, pequeño escriba, demasiado curioso… ¿Y no crees que yo era lo bastante fuerte para actuar solo?
—Fuiste manipulado, Chenar, y tus amigos te han abandonado.
—Te equivocas, Ameni; Ramsés está viviendo sus últimos días.
—Si hablas, Chenar, las condiciones de tu detención serán menos penosas.
—No seré prisionero por mucho tiempo. En tu lugar, pequeño escriba, emprendería la fuga. Mi venganza no perdonará a nadie, y a ti menos que a nadie.
—Por última vez, Chenar, ¿quieres revelarme el nombre de tus cómplices?
—¡Qué los demonios del infierno laceren tu rostro y desgarren tus entrañas!
—El penal te desatará la lengua.
—Te arrastrarás a mis pies, Ameni.
—Lleváoslo.
Los guardianes empujaron a Chenar hasta un carro tirado por dos bueyes; un policía llevaba las riendas. Cuatro colegas a caballo lo acompañarían hasta el penal. Chenar iba sentado en una tabla mal desbastada y sentía cada uno de los baches de la pista. Pero el dolor y la incomodidad no le importaban; haber estado tan cerca del poder supremo y haber caído tan bajo alimentaba en él un insaciable deseo de revancha.
Hasta la mitad del trayecto, Chenar dormitó, soñando con triunfantes futuros. Unos granos de arena le azotaron el rostro. Extrañado, se arrodilló y miró al exterior. Una inmensa nube ocre ocultaba el cielo y llenaba el desierto. La tempestad se desarrollaba con increíble rapidez.
Aterrorizados, dos caballos desmontaron a sus jinetes; mientras sus camaradas intentaban ayudarles, Chenar derribó al conductor del carro, lo arrojó a la pista, se puso en su lugar y corrió hacia el torbellino.