El ejército hitita se desplegó ante las murallas de la capital. Desde lo alto de la torre de vigía, la sacerdotisa Putuhepa vio como se alineaban los carros, los arqueros y los infantes. Con perfecta disciplina, encarnaban el invencible poderío del imperio gracias al que el Egipto de Ramsés sería pronto una provincia sometida. Muwattali, como era debido, respondió a la declaración de guerra de Ramsés con una carta idéntica, redactada en términos protocolarios.
Putuhepa hubiera preferido que su marido se quedara a su lado, pero el emperador había exigido que Hattusil, su principal consejero, estuviera presente en el campo de batalla.
El general en jefe Uri-Techup se dirigió hacia los soldados con una antorcha en la mano. Encendió una gran hoguera e hizo que se acercara al fuego un carro que nunca había servido. Con una maza lo hizo pedazos y quemó los restos.
—Así será destruido cualquier soldado que retroceda ante el enemigo, así lo aniquilará el dios de la tormenta.
Con aquella ceremonia mágica, Uri-Techup daba a sus tropas una cohesión que ningún enfrentamiento, por violento que fuera, debilitaría. El hijo del emperador tendió su espada hacia Muwattali, en signo de sumisión.
El carro imperial tomó la dirección de Kadesh, que sería el cementerio del ejército egipcio.
Victoria en Tebas y La diosa Mut está satisfecha, los dos soberbios caballos de Ramsés, tiraban del carro real a la cabeza de un ejército que comprendía cuatro divisiones de cinco mil hombres colocados bajo la protección de los dioses Amón, Ra, Ptah y Set. Los generales de división tenían a sus órdenes jefes de tropa, tenientes generales y portaestandartes. Por lo que a los quinientos carros se refiere, estaban divididos en cinco regimientos. El equipamiento de los soldados incluía túnicas, camisas, corazas, grebas de cuero, cascos, pequeñas hachas de doble filo, por no mencionar las numerosas armas cuya distribución, cuando llegara el momento, harían los escribas de la intendencia.
El caballerizo de Ramsés, Menna, era un soldado experto que conocía bien Siria; no le gustaba demasiado la presencia de Matador, el enorme león de Nubia, que caminaba junto al carro con la melena al viento.
Pese a las advertencias de Ramsés, Setaú y Loto habían querido dirigir la sección sanitaria, incluso en lo más fuerte de la batalla. Como no conocían el paraje de Kadesh, esperaban descubrir allí algunas serpientes insólitas.
El ejército había abandonado la capital a finales del mes de abril del quinto año del reinado de Ramsés. El tiempo se había mostrado clemente, ningún incidente había retrasado su avance. Tras haber pasado la frontera en Sele, Ramsés había seguido la ruta de la costa, jalonada de manantiales custodiados por fortines, y luego había atravesado Canaán y Amurru.
En el lugar llamado «La morada del valle de los cedros», cercano a Biblos, el rey había ordenado que tres mil hombres, acantonados allí para impedir el acceso a los protectorados, siguieran hacia el norte, hasta la altura de Kadesh, y se dirigieran al lugar del combate por el nordeste. Los generales se habían opuesto a esa estrategia, argumentando que el ejército auxiliar se enfrentaría con una fuerte resistencia y se vería bloqueado en la costa; pero Ramsés había desdeñado sus argumentos.
El itinerario que el rey había elegido para llegar a Kadesh atravesaba el llano de la Bekaa, una depresión entre las sierras del Líbano y el Antilíbano, en un paisaje inquietante y salvaje que impresionó a los soldados egipcios. Algunos sabían que los cursos de agua lodosa estaban llenos de cocodrilos y que las montañas cubiertas de espesos bosques eran cubil de osos, hienas, gatos monteses y lobos.
El follaje de los cipreses, los abetos y los cedros era tan denso que, cuando atravesaban una zona boscosa, los soldados no veían el sol y se asustaban. Intervino un general para que cesara el naciente pánico y para convencer a los infantes de que no morirían asfixiados.
La división de Amón marchaba en cabeza, seguida de las de Ra y de Ptah; la división de Set cerraba la marcha. Un mes después de su partida, las tropas egipcias se acercaron a la colosal fortaleza de Kadesh, construida en la orilla izquierda del Orontes, a la salida del llano de la Bekaa. La plaza fuerte señalaba la frontera del imperio hitita y servía de base a los comandos encargados de desestabilizar las provincias de Amurru y de Canaán.
El final del mes de mayo fue lluvioso, los soldados se quejaban de la humedad. Como la comida era abundante y de buena calidad, los estómagos llenos hicieron olvidar aquel inconveniente.
A pocos kilómetros de Kadesh, justo antes del denso y sombrío bosque de Lawi, Ramsés hizo que su ejército se detuviera. El lugar resultaba propicio para una emboscada, los carros quedarían inmovilizados, la infantería no podría maniobrar. Con el mensaje de Acha bien presente en la memoria, «Kadesh. Pronto. Peligro», el rey no quiso ceder a la precipitación.
Autorizó sólo un sumario campamento, bajo la protección de una primera línea de carros y arqueros, y reunió su consejo de guerra, al que asistió Setaú, muy popular entre los soldados a quienes curaba de sus mil y un pequeños males, con la ayuda de Loto.
Ramsés llamó al caballerizo Menna.
—Despliega el mapa grande.
—Estamos aquí —precisó Ramsés—, en el lindero del bosque de Lawi, en la orilla este del Orontes. Al salir del bosque hay un primer vado que nos permitirá cruzar el río, fuera del alcance de los arqueros hititas apostados en las torres de la fortaleza. El segundo vado, más al norte, está mucho más cercano. Pasaremos de largo la plaza pública y estableceremos nuestro campamento al nordeste, para tomarla por detrás. ¿Os satisface el plan?
Los generales asintieron con la cabeza. Los ojos del rey fulguraron.
—¿Os habéis vuelto estúpidos?
—Claro que está ese bosque, que resulta molesto —dijo el general de la división de Amón.
—¡Hermosa perspicacia! ¿Y creéis que los hititas nos permitirán tomar tranquilamente el vado, desplegarnos ante la fortaleza e instalar nuestro campamento? Este plan es el que vosotros, mis generales, me entregasteis, y sólo omite un detalle: la presencia del ejército hitita.
—Seguramente estarán encerrados en la fortaleza, al abrigo de sus murallas —objetó el general de la división de Ptah.
—Si Muwattali fuera un mediocre guerrero, en efecto, actuaría de ese modo. ¡Pero es el emperador de Hatti! Nos atacará a la vez en el bosque, en el vado y ante la plaza fuerte, aislará nuestros cuerpos de ejército y nos impedirá responder. Los hititas no cometerán el error de permanecer en posición defensiva; ¿bloquearían ellos su potencial ofensivo en una fortaleza? ¡Admitid que sería una decisión aberrante!
—La elección del terreno es decisiva —argumentó el general de la división de Set—. El combate en el bosque no es nuestra especialidad, ni mucho menos; un lugar llano y despejado nos sería más conveniente. Crucemos pues el Orontes antes del bosque de Lawi.
—Imposible, no hay ningún vado.
—¡Pues bien, incendiemos este maldito bosque!
—Por una parte, los vientos podrían volverse contra nosotros; por otra, los troncos calcinados y caídos impedirían nuestro avance.
—Hubiera sido preferible seguir la ruta costera —consideró el general de la división de Ra, sin vacilar en contradecirse—, y atacar Kadesh por el norte.
—Inepto —estimó su colega de la división de Ptah—. Con todo el respeto que debo a su majestad, el ejército auxiliar no tiene posibilidad alguna de reunirse con nosotros. Los hititas son desconfiados, habrán apostado numerosos soldados en la desembocadura de la ruta costera para rechazar un eventual ataque. La mejor estrategia es, efectivamente, la que nosotros adoptamos.
—Cierto —ironizó el general de la división de Set—, ¡pero ya no tenemos posibilidad de avanzar! Propongo que enviemos un millar de infantes al bosque de Lawi y así podrán observar la reacción de los hititas.
—¿Qué podrán decirnos un millar de muertos? —preguntó Ramsés.
El general de la división de Ra estaba abatido.
—¿Debemos retroceder antes de haber combatido? Los hititas se reirán de nosotros y el prestigio de vuestra majestad se verá gravemente dañado.
—¿Qué pasará con mi fama si conduzco mi ejército a la aniquilación? Debemos salvar Egipto, no mi propia gloria.
—¿Qué decidís, majestad?
Setaú salió de su reserva.
—Como encantador de serpientes, me gusta actuar solo o con mi compañera. Si paseara en compañía de un centenar de soldados, no vería una sola cobra.
—Id al grano —exigió el general de la división de Set.
—Enviemos al bosque un grupo pequeño —propuso Setaú—; si consigue atravesarlo, que evalúe las fuerzas enemigas. Así sabremos como atacarlos.
El propio Setaú se puso a la cabeza de un comando formado por diez soldados jóvenes y bien entrenados, armados con ondas, arcos y puñales. Todos sabían moverse sin hacer ruido. En cuanto entraron en el bosque de Lawi, donde reinaba la penumbra a mediodía, se dispersaron, levantando a menudo los ojos hacia la copa de los árboles para descubrir eventuales arqueros tendidos boca abajo en las ramas más altas.
Con los sentidos al acecho, Setaú no percibió ninguna presencia hostil. Fue el primero en salir del bosque y se agachó entre las altas hierbas; sus compañeros se le unieron muy pronto, sorprendidos por haber efectuado tan apacible paseo. Tenían a la vista el primer vado. Ningún soldado hitita por los alrededores.
A lo lejos se veía la fortaleza de Kadesh, construida sobre un altozano. Ante la plaza fuerte había una llanura desierta. Los egipcios se miraron estupefactos.
Incrédulos, permanecieron inmóviles más de una hora y se vieron obligados a rendirse a la evidencia: el ejército hitita no se hallaba en Kadesh.
—Allí —indicó Setaú señalando tres encinas cercanas al vado—. Algo se ha movido.
Los miembros del comando procedieron a un rápido cerco. Uno de ellos permaneció algo retrasado; si sus compañeros caían en una trampa, se batiría en retirada para avisar a Ramsés. Pero la operación se desarrolló sin problemas y los egipcios hicieron prisioneros a dos hombres que, de acuerdo con su atavío, eran jefes de clan beduinos.