La campesina hitita había contado a Ramsés las peripecias vividas en compañía de Acha y su viaje hacia Egipto donde, gracias al mensaje del diplomático, había sido bien recibida y conducida rápidamente a presencia del faraón. De acuerdo con las promesas de Acha, Ramsés había ofrecido a la hitita un alojamiento en Pi-Ramsés y una renta vitalicia que le permitiría alimentarse, vestirse y pagar los servicios de una criada. Llena de agradecimiento, a la campesina le hubiera gustado informar al monarca sobre la suerte de Acha, pero ignoraba que había sido de él.
Ramsés se rindió a la evidencia: su amigo había sido detenido y, sin duda, ejecutado. Ciertamente, Acha podía utilizar su última añagaza: hacerles creer que trabajaba para Chenar y, por lo tanto, para los hititas; ¿pero le habrían dejado tiempo para expresarse y convencerlos? Fuera cual fuese su suerte, Acha había cumplido perfectamente su misión. Su breve mensaje sólo tenía tres palabras, pero habían impulsado a Ramsés a entrar en guerra: «Kadesh. Pronto. Peligro». Acha no había escrito más, por miedo a que interceptaran su mensaje, y no se había confiado a la campesina, por temor a que lo traicionara. Pero aquellas tres palabras eran bastante elocuentes.
Cuando Meba fue convocado al gran consejo, corrió hacia su cuarto de baño y vomitó. Recurrió a los más fuertes perfumes, a base de rosa de Asia, para eliminar su mal aliento. Desde el arresto de Chenar, que había dejado desamparada la corte, el adjunto del ex ministro de Asuntos Exteriores esperaba ser encarcelado. Escapar hubiera supuesto confesar su complicidad con Chenar y Meba, ni siquiera podía ya avisar a Ofir, que había huido.
De camino hacia palacio, Meba intentó reflexionar. ¿Y si Ramsés no sospechara de él? No le consideraban amigo de Chenar, que había ocupado su puesto de ministro, le había mantenido mucho tiempo al margen y sólo le había llamado a su lado con la única y evidente intención de humillarlo. Ésta era la opinión de la corte, tal vez fuese también la del rey. ¿No aparecía Meba como una víctima a la que el destino hacía justicia, castigando a su perseguidor, Chenar?
Meba tenía que adoptar un comportamiento discreto y no reclamar el puesto que había quedado vacante. La actitud acertada consistía en confinarse en su dignidad de alto funcionario, dejar que lo olvidaran y aguardar el momento en que el destino se pronunciara a favor de Ramsés o de los hititas. En ese último caso, sabría aprovechar la situación.
La totalidad de los generales y oficiales superiores estaba presente en el gran consejo. El faraón y la gran esposa real se acomodaron en su trono.
—Dadas las informaciones que nos han llegado —declaró Ramsés—, Egipto declara la guerra a Hatti. Nuestras tropas, bajo mi mando, emprenderán el camino del norte mañana mismo. Acabamos de enviar al emperador Muwattali un despacho anunciándole el inicio oficial de las hostilidades. Séanos dado vencer las tinieblas y mantener en nuestra tierra la presencia de la Regla de Maat.
El gran consejo más breve desde el comienzo del reinado de Ramsés no fue seguido por debate alguno. Cortesanos y militares se dispersaron en silencio. Serramanna pasó ante Meba sin verlo. De regreso a su despacho, el diplomático bebió una jarra llena de vino blanco de los oasis.
Ramsés besó a sus hijos, Kha y Meritamón, que se lanzaron a una loca carrera en compañía de Vigilante, el perro del rey. Bajo el gobierno de Nedjem, jardinero convertido en ministro de Agricultura, se perfeccionaban en la práctica de los jeroglíficos y jugaban al juego de la serpiente, donde era preciso evitar las casillas de las tinieblas para alcanzar la región de luz. Para el muchachito y la niña, aquella jornada sería semejante a las demás; alegres, siguieron al amable Nedjem, que se vería obligado a leerles un cuento.
Sentados en la hierba, Ramsés y Nefertari disfrutaron unos instantes de intimidad, contemplando las acacias, los granados, los tamariscos, los sauces y las azufaifas que dominaban los arriates de acianos, de iris y de espuelas de caballero. El sol primaveral resucitaba las energías ocultas de la tierra. El rey llevaba sólo un taparrabo, la reina una corta túnica con tirantes que dejaba ver sus pechos.
—¿Cómo soportas la traición de tu hermano?
—Su lealtad me hubiera extrañado. Espero haber decapitado al monstruo, gracias al valor y a la habilidad de Acha, pero subsisten zonas oscuras. No hemos encontrado al mago y Chenar tenía, probablemente, otros aliados, egipcios o extranjeros. Sé prudente, Nefertari.
—Pensaré en el reino, no en mí misma, mientras expongas tu propia existencia para defenderlo.
—He ordenado a Serramanna que se quede en Pi-Ramsés y se encargue de tu protección. Deseaba mucho matar hititas y está encolerizado.
Nefertari apoyó la cabeza en el hombro de Ramsés, sus cabellos sueltos acariciaron los brazos del rey.
—Apenas he salido del abismo y ahora tú te expones al peligro. ¿Conoceremos algún año de paz y felicidad, como tu padre y tu madre?
—Tal vez, siempre que venzamos a los hititas; no librar ese combate condenaría Egipto a la desaparición. Si no regreso, Nefertari, conviértete en faraón, gobierna y resiste la adversidad. Muwattali ha convertido en esclavos a los pueblos que ha vencido. Que los habitantes de las Dos Tierras no se vean nunca sometidos a esta condición.
—Sea cual sea nuestro destino, habremos conocido la felicidad, esa felicidad que se crea a cada instante, volátil como el perfume o el murmullo del viento entre las hojas de un árbol. Soy tuya, Ramsés, como una ola en el mar, como una flor que nace en un campo soleado.
El tirante izquierdo del vestido de Nefertari resbaló por su hombro. Los labios del rey besaron la piel cálida y perfumada mientras acababa de desnudar lentamente el abandonado cuerpo de la reina.
Una bandada de ocas silvestres sobrevoló el jardín del palacio de Pi-Ramsés, mientras Ramsés y Nefertari se unían en el fuego de su deseo.
Poco antes del alba, Ramsés se vistió en el «lugar puro» del templo de Amón y consagró los alimentos líquidos y sólidos que serían utilizados en la celebración de los rituales. Luego, el faraón abandonó el lugar puro y contempló el nacimiento del sol, su protector, que la diosa del cielo había devorado al ocaso para que renaciera al amanecer, tras un duro combate contra las fuerzas de las tinieblas. ¿No era acaso ese mismo combate el que se disponía a librar el hijo de Seti contra las hordas hititas? El astro resucitado apareció entre las dos colinas del horizonte sobre las que, según antiguas leyendas, crecían dos inmensos árboles de turquesa que se apartaban para dejar pasar la luz.
Ramsés pronunció la plegaria que había pronunciado cada uno de sus predecesores:
—Salud a ti, luz que nace de las aguas primordiales, que aparece sobre el lomo de la tierra, que ilumina las Dos Tierras con su belleza; eres el alma viva que llega a la existencia de sí misma, sin que nadie conozca su origen. Atraviesas el cielo en forma de un halcón de abigarrado plumaje y apartas el mal. A tu derecha tienes la barca de la noche, y a tu izquierda la del día, la tripulación de la barca de luz está alegre.
Si la muerte le aguardaba en Kadesh, Ramsés no transmitiría nunca más ese mensaje; pero otra voz le sucedería y las palabras de luz no se habrían perdido.
En los cuatro cuarteles de la capital se procedía a las últimas verificaciones antes de la partida. Gracias a la presencia permanente del monarca durante las semanas precedentes, la moral era alta, pese a la previsible violencia del enfrentamiento. La calidad y cantidad del armamento tranquilizaban a los más inquietos.
Mientras las tropas salían de los cuarteles hacia la puerta principal de la ciudad, Ramsés se dirigió en carro del templo de Amón al de Set, erigido en la parte más antigua de la ciudad, donde se habían establecido, muchos siglos antes, los invasores hicsos. Para exorcizar la desgracia, los faraones habían mantenido allí un santuario dedicado a la más poderosa fuerza del universo. Seti, el hombre del dios Set, había conseguido dominarla y había transmitido el secreto a su hijo.
Hoy, Ramsés no venía a enfrentarse con el dios Set sino a cumplir un acto mágico que consistía en identificarlo con el dios de la tempestad sirio e hitita, para apropiarse de la energía del rayo y golpear con ella a sus enemigos. La confrontación fue rápida e intensa. La mirada de Ramsés se clavó en los ojos rojos de la estatua, que representaba a un hombre de pie cuya cabeza era la de una especie de perro de largo hocico y grandes orejas.
El zócalo tembló, las piernas del dios parecieron avanzar.
—Set, tú que eres la potencia, asóciame a tu kay dame tu fuerza.
El fulgor que animaba los ojos rojos se apaciguó. Set había aceptado la petición del faraón.
El sacerdote de Madian y su hija estaban preocupados. Moisés, que había llevado a pastar el principal rebaño de corderos de la tribu, debería haber regresado hacía dos días. Solitario y huraño, el yerno del anciano meditaba en la montaña, evocaba a veces extrañas visiones, pero se negaba a responder las preguntas que su esposa le hacía y no pensaba en jugar con su hijo, al que había llamado «Exiliado».
El sacerdote sabía que Moisés pensaba sin cesar en Egipto, en aquel país prodigioso donde había nacido y donde había asumido importantes funciones.
—¿Volverá allí? —le preguntó preocupada su hija.
—No lo creo.
—¿Por qué se ha refugiado en Madian?
—Lo ignoro y quiero seguir ignorándolo. Moisés es un hombre honesto y trabajador; ¿qué más se puede pedir?
—Mi marido me parece tan lejano, tan secreto…
—Acéptalo así, hija mía, y serás feliz.
—Si vuelve, padre.
—Confía y ocúpate del pequeño.
Moisés regresó, pero su rostro había cambiado. Las arrugas le marcaban, sus cabellos habían encanecido. Su mujer le saltó al cuello.
—¿Qué ha ocurrido, Moisés?
—He visto una llama brotando de una zarza. Ardía, pero no se consumía. Desde aquella zarza, Dios me ha hablado. Ha revelado Su nombre y me ha confiado una misión. Dios es El que es, y debo obedecerle.
—Obedecerle… ¿significa eso que vas a abandonarnos, a mí y a mi hijo?
—Cumpliré mi misión, pues nadie debe desobedecer a Dios. Sus mandamientos nos superan, a ti y a mí; ¿quiénes somos salvo instrumentos al servicio de Su voluntad?
—¿Cuál es esa misión?
—Lo sabrás cuando llegue el momento.
El hebreo se aisló en su tienda, recordó su encuentro con el ángel de Yahvé, el dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.
Unos gritos turbaron su meditación. Un hombre a caballo acababa de irrumpir en el campamento y contaba, con precipitada elocución, que un inmenso ejército, mandado por el propio faraón, partía hacia el norte para enfrentarse con los hititas.
Moisés pensó en Ramsés, su amigo de la infancia, en la formidable energía que lo animaba. Y en aquel instante, deseó su victoria.