El sol caía tras el horizonte. A Lita no le quedaba ya mucho tiempo para huir, antes de que el mago Ofir la encerrara en su laboratorio. ¿Por qué tardaba tanto Nany?
El rostro de una hermosa mujer, feliz y radiante, seguía obsesionando a la médium… El rostro de la reina de Egipto. Lita se sentía en deuda con ella, una deuda que debía pagar antes de recobrar la libertad.
La joven rubia se desplazó sin hacer ruido por la casa silenciosa; Ofir, como tenía por costumbre, consultaba sus libros mágicos. Fatigada, Dolente dormía.
Lita levantó la tapa de un cofre de madera en el que se hallaba el último jirón del chal de Nefertari. Dos o tres sesiones más y se habría calcinado por completo. Lita intentó desgarrarlo, pero las fibras eran demasiado densas y carecía de fuerzas.
De repente oyó ruido en la cocina. Lita ocultó el pedazo de tela en una manga de su vestido; enseguida le quemó la piel.
—¿Eres tú, Nany?
—¿Estás lista?
—Te sigo… Solo un momento.
—Apresúrate.
Lita puso el resto del chal sobre la llama de un candil de aceite. Un chisporroteo, seguido de una postrera voluta de humo negro, señaló la aniquilación del maleficio destinado a destruir las defensas mágicas de la pareja real.
—¡Qué hermoso es, qué hermoso es!
Lita levantó los brazos al cielo, implorando a Atón que le diera una vida nueva.
—Vámonos ya —exigió Nany, que había robado todas las placas de cobre que había encontrado en la casa.
Las dos mujeres corrieron hacia la puerta trasera, que daba a una calleja. Nany chocó con Ofir, inmóvil, con los brazos cruzados.
—¿Adónde vas?
Nany retrocedió. Lita se refugiaba detrás de ella, muy asustada.
—Lita… ¿Qué hace ella contigo?
—Está… está enferma —respondió Nany.
—¿Estabais tratando de huir?
—Ella, Lita me ha obligado…
—¿Qué te ha revelado, Nany?
—¡Nada, nada en absoluto!
—Mientes, pequeña.
Los dedos de Ofir asieron el cuello de la sirvienta y apretaron con tanta fuerza que sus protestas se quedaron en el fondo de su garganta y el aire comenzó a faltarle. Nany intentó en vano liberarse, incapaz de abrir aquellas tenazas. Con los ojos en blanco, murió asfixiada y cayó sobre el vuelo de la túnica del mago, que apartó el cadáver de una patada.
—Lita… ¿Qué te sucede, hija mía?
Junto a un candil de aceite, Ofir descubrió los restos de un pedazo de tela calcinados.
—¡Lita! ¿Qué locura has cometido?
El mago cogió un cuchillo de cortar carne.
—¡Has osado destruir el chal de Nefertari! ¿Cómo te has atrevido a arruinar nuestro trabajo?
La muchacha intentó huir. Tropezó con una lámpara de aceite y perdió el equilibrio; rápido como un ave de presa, el mago cayó sobre ella y la asió por los cabellos.
—Me has traicionado, Lita; ya no puedo confiar en ti. Mañana volverías a traicionarme.
—¡Sois un monstruo!
—Que lástima… Eras una excelente médium.
Arrodillada, Lita suplicó.
—Atón crea la vida y rechaza la muerte…
—Atón me importa un bledo, pequeña imbécil. Por tu culpa mi plan ha fracasado.
Con mano segura, Ofir degolló a Lita.
Con la cabellera en desorden, el rostro arrugado, Dolente irrumpió en la estancia.
—Hay policías en la calleja… ¡Oh, Lita, Lita!…
—Ha perdido la razón y me ha agredido con un cuchillo —explicó Ofir— me he visto obligado a defenderme y la he matado muy a mi pesar. ¿Policías, dices?
—Los he oído por la ventana de mi habitación.
—Salgamos de esta casa.
Ofir arrastró a Dolente hacia una trampilla oculta bajo una estera. Daba acceso a un corredor que desembocaba en un almacén. Ahora, ni Lita ni Nany podrían hablar.
—Ya sólo queda una villa —dijo un policía a Serramanna—; hemos llamado pero no responde nadie.
—Derribemos la puerta.
—¡Es ilegal!
—Caso de fuerza mayor.
—Tendríamos que avisar al propietario y solicitar su autorización.
—¡Yo soy la autorización!
—Necesito un justificante, no quiero problemas.
Serramanna perdió más de una hora regularizando la situación, de acuerdo con las exigencias de la policía de Menfis. Finalmente, cuatro hombres robustos rompieron los cerrojos y forzaron la entrada de la villa.
El sardo fue el primero que entró. Descubrió el cuerpo sin vida de una joven rubia y, luego, el de la sirvienta Nany.
—Una verdadera carnicería —murmuró un policía, trastornado.
—Dos crímenes ejecutados a sangre fría —advirtió el sardo—. Registrad por todas partes.
El examen del laboratorio demostró que se trataba del cubil del mago. Aunque hubiera llegado demasiado tarde, un mínimo hallazgo tranquilizó a Serramanna: restos de tela calcinada, sin duda el chal de la reina.
Ramsés y Nefertari entraron en una capital atareada, menos risueña que de costumbre. La atmósfera estaba llena de disciplina militar, la producción de armas y carros se había convertido en el objetivo de la mayor parte de la población. Entregada al placer de vivir, la ciudad se había transformado en una máquina de guerra trepidante y ansiosa.
La pareja real se reunió enseguida con Tuya, que consultaba un informe de la fundición.
—¿Acaso los hititas han abierto oficialmente las hostilidades?
—No, hijo mío, pero estoy segura de que este silencio no augura nada bueno. Nefertari… ¿estás curada?
—La enfermedad no es más que un mal recuerdo.
—Esa sustitución me ha agotado… Ya no tengo fuerzas para gobernar este país. Hablad con la corte y el ejército, necesitan vuestro aliento.
Ramsés conversó largo rato con Ameni y luego recibió a Serramanna, que acababa de regresar de Menfis. Lo que le dijeron parecía descartar de modo definitivo la amenaza mágica que había puesto en peligro a la pareja real; el monarca, sin embargo, le pidió al sardo que prosiguiera su investigación e identificara al verdadero propietario de la siniestra villa. ¿Y quién era la muchacha rubia, degollada ferozmente?
El faraón tenía otras preocupaciones. En su despacho se acumulaban informes alarmistas procedentes de Canaán y de Amurru; los comandantes de las fortalezas egipcias no señalaban ningún incidente serio, pero mencionaban los persistentes rumores sobre grandes maniobras del ejército hitita. Lamentablemente, Acha no había mandado noticias que pudieran ayudar a Ramsés a ver las cosas más claras. Del lugar del enfrentamiento directo con los hititas dependería la suerte del conflicto. Sin informaciones precisas, el rey vacilaba entre reforzar sus líneas de defensa y una actitud defensiva que lo llevara a librar batalla más al norte. Y en este último caso, él debía tomar la iniciativa; ¿pero tenía que obedecer a su instinto y correr semejante riesgo a ciegas?
La presencia de la pareja real daba confianza y energía a las fuerzas armadas, del general al soldado raso. Puesto que había vencido a un enemigo invisible, ¿no iba Ramsés a triunfar sobre los bárbaros hititas? Viendo como se acumulaban las nuevas armas, los militares tomaban conciencia de su poder y temían menos un choque frontal con el adversario. Ramsés había probado personalmente varios carros de guerra, ligeros, manejables y rápidos, ante la élite que se ocupaba de ellos. Gracias al talento de los carpinteros, muchos detalles técnicos habían sido mejorados. Las armas defensivas, como escudos y corazas, fueron también objeto de la atención del soberano, pues iban a salvar muchas vidas.
Reanudando sus múltiples actividades, la reina había tranquilizado a la corte. Quienes habían enterrado ya a Nefertari no dejaban de felicitarla por su valor y de asegurarle que resistir tan dura prueba era una prenda de longevidad. Los comadreos dejaban indiferente a la gran esposa real; se preocupaba por la producción intensiva de vestidos para los soldados, y resolvía mil y un detalles relativos al bienestar económico del país, basándose en los puntillosos informes de Ameni.
Chenar saludó al rey.
—Te has engordado —observó Ramsés.
—No será por falta de actividad —protestó el ministro de Asuntos Exteriores—; la angustia no me sienta bien. Esos rumores de guerra, esa omnipresente soldadesca. ¿Es eso Egipto?
—Los hititas no tardarán en atacarnos, Chenar.
—Probablemente tienes razón, pero mi ministerio no dispone de ningún hecho preciso que justifique este temor. ¿No sigues recibiendo cartas amistosas de Muwattali?
—Añagazas.
—Si preservamos la paz, se salvarán miles de vidas.
—¿Crees que no es ese mi más caro deseo?
—¿No son la moderación y la prudencia los mejores consejeros?
—¿Recomiendas la pasividad, Chenar?
—Claro que no, pero temo una iniciativa peligrosa por parte de un general ávido.
—Tranquilízate, hermano mío, sujeto las riendas de mi ejército; no se producirá ningún incidente de ese género.
—Me satisface oírtelo decir.
—¿Estás contento con los servicios de Meba, tu nuevo adjunto?
—Está tan feliz por haber recuperado una función en el ministerio que se comporta como un novato, dócil y abnegado. No lamento haberlo sacado de su ociosidad; a veces hay que darle su oportunidad a un buen profesional. ¿No es la generosidad la más hermosa de las virtudes?