Despeinado, muy pálido, dificultada la palabra, Ameni se embrolló en sus explicaciones.
—Cálmate —recomendó Tuya, la reina madre.
—¡La guerra, majestad, es la guerra!
—No hemos recibido ningún documento oficial.
—Los generales pierden los nervios, los cuarteles están en ebullición, de todas partes brotan órdenes contradictorias.
—¿Cuál es la causa de este desorden?
—Lo ignoro, majestad, pero soy incapaz de dominar la situación… ¡Los militares ya no me escuchan!
Tuya convocó al ritualista en jefe y a dos peluqueras de palacio. Para subrayar el carácter sagrado de su función, adornaron su rostro con una peluca parecida a los despojos de un buitre cuyas alas caían al bies de la frente hacia los hombros. El buitre hembra era el símbolo de la madre atenta por excelencia y Tuya aparecía, así, como la protectora de las Dos Tierras.
En sus muñecas y tobillos lucía brazaletes de oro, y en su garganta un collar de siete vueltas, de piedras semipreciosas. Con su larga túnica plisada de lino, ceñida al talle por un cinturón de amplios colgantes, encarnaba la autoridad suprema.
—Acompañadme al cuartel del norte —solicitó a Ameni.
—¡No vayáis, majestad! Esperad a que la agitación se calme.
—El mal y el caos nunca se destruyen por sí mismos. Apresurémonos.
En Pi-Ramsés reinaban el ruido y las discusiones. Algunos afirmaban que los hititas se aproximaban al Delta, otros describían ya los combates, muchos se disponían a huir hacia el sur.
La puerta del cuartel del norte no estaba custodiada. El carro que llevaba a Ameni y la reina madre penetró en el gran patio de donde había desaparecido cualquier disciplina. Los caballos se inmovilizaron en el centro de aquel vasto espacio.
Un oficial de carros descubrió a la reina madre, avisó a unos colegas y estos alertaron a otros soldados. En menos de diez minutos, centenares de hombres se reunieron para escuchar las palabras de Tuya.
Tuya, pequeña y frágil entre aquellos colosos armados, capaces de pisotearla en pocos segundos… Ameni temblaba, considerando suicida la intervención de la reina madre. Debería haberse quedado en palacio, bajo la protección de la guardia de élite. Tal vez algunas palabras tranquilizadoras apaciguaran un poco la tensión, siempre que Tuya se mostrase diplomática.
Se hizo el silencio.
La reina madre miró desdeñosa a su alrededor.
—Sólo veo cobardes e inútiles —declaró con una voz seca que sonó en los oídos de Ameni como el estallido de un trueno—. Cobardes e imbéciles, incapaces de defender a su país puesto que dan crédito al primer rumor que corre.
Ameni cerró los ojos, ni Tuya ni él mismo escaparían al furor de los soldados.
—¿Por qué nos insultáis, majestad? —preguntó un teniente de carros.
—¿Acaso describir la realidad es insultar? Vuestro comportamiento es ridículo y despreciable, y los oficiales son más condenables que los hombres de tropa. ¿Quién sino el faraón y, en su ausencia, yo misma, debe decidir que entramos en guerra contra los hititas?
El silencio se hizo más denso. Lo que la reina madre iba a decir no sería ya un rumor y revelaría el destino de la nación entera.
—No he recibido ninguna declaración de guerra del emperador de Hatti —afirmó.
Algunos vítores recibieron aquellas palabras; Tuya nunca había mentido. Los soldados lo celebraron. Puesto que la reina madre permanecía inmóvil en su carro, la concurrencia comprendió que su discurso no había terminado. Se hizo de nuevo el silencio.
—Me es imposible afirmar que la paz será duradera, y estoy convencida, incluso, de que los hititas no tienen otro objetivo que un implacable conflicto. El resultado dependerá de vuestros esfuerzos. Cuando Ramsés esté de nuevo en su capital, y su regreso está próximo, quiero que se sienta orgulloso de su ejército y que pueda confiar en sus posibilidades de vencer al enemigo.
La reina madre fue aclamada.
Ameni volvió a abrir los ojos, subyugado también por la fuerza persuasiva que desplegaba la viuda de Seti. El carro se puso en marcha, los soldados se apartaron vitoreando el nombre de Tuya.
—¿Regresamos a palacio, majestad?
—No, Ameni. Supongo que los obreros de la fundición habrán abandonado el trabajo.
El secretario particular del rey bajó los ojos.
Impulsada por Tuya, la manufactura de armas de Pi-Ramsés volvió al trabajo y pronto funcionó a toda marcha, produciendo lanzas, arcos, puntas de flecha, espadas, corazas, arneses y piezas de carro. Nadie dudaba ya de la inminencia del conflicto, pero había aparecido una nueva exigencia: disponer de un equipamiento superior al de los hititas.
La reina madre visitó los cuarteles y discutió tanto con los oficiales como con los soldados rasos; y no dejó de acudir al taller donde se ensamblaban los carros que salían de la fábrica, y felicitó a los artesanos.
La capital había olvidado el miedo y descubría el sabor del combate.
Que dulce era aquella mano elegante, de dedos largos y finos, casi irreales, que Ramsés besó uno a uno, antes de encerrarlos en su propia mano para no perderlos nunca. No había ni una sola porción del cuerpo de Nefertari que no inspirase amor; los dioses que habían depositado en los hombros de Ramsés la más pesada de las cargas le habían ofrecido también la más sublime mujer.
—¿Cómo te sientes esta mañana?
—Mejor, mucho mejor… La sangre circula de nuevo por mis venas.
—¿Te apetece un paseo por el campo?
—Lo estaba soñando.
Ramsés eligió dos viejos caballos, muy tranquilos, y él mismo los unció a su carro. Avanzaron a paso lento por los caminos de la ribera de Occidente, a lo largo de los canales de irrigación.
Nefertari llenó su mirada con el vigor de las palmeras y el renaciente verdor de los campos. Comulgando con las fuerzas de la tierra, acabó, por su propia voluntad, de expulsar el mal que la había debilitado. Cuando bajó del carro y caminó a orillas del Nilo, con los cabellos al viento, Ramsés supo que la piedra de la diosa había salvado a la gran esposa real y que Nefertari vería los dos templos de Abu Simbel, edificados para celebrar su eterno amor.
La rubia Lita ofreció una pobre sonrisa a Dolente, la hermana de Ramsés, que quitaba la compresa untada con miel, resina de acacia seca y coloquíntida machacada. Las huellas de quemadura casi habían desaparecido.
—Sufro —se quejó la descendiente de Akenatón.
—Tus heridas están curando.
—No mientas, Dolente… No desaparecerán.
—Te equivocas, nuestra medicina es eficaz.
—Pídele a Ofir que interrumpa el experimento… ¡Ya no puedo más!
—Gracias a tu sacrificio, venceremos a Nefertari y Ramsés; un poco más de valor y tu prueba habrá acabado.
Lita renunció a convencer a la hermana de Ramsés, tan fanática como el mago libio. Pese a su aparente amabilidad, Dolente sólo vivía para su venganza. En ella, el odio había prevalecido sobre cualquier otro sentimiento.
—Iré hasta el final —prometió la joven médium.
—¡Estaba segura! Descansa antes de que Ofir te lleve al laboratorio. Nany te traerá algo de comer.
Nany, la única criada autorizada a entrar en la habitación de Lita, era su última esperanza. Cuando la sirvienta le trajo una escudilla con un puré de higos y unos pedazos de buey asados, la médium la agarró por el cinturón de su vestido.
—¡Ayúdame, Nany!
—¿Qué quieres?
—¡Salir de aquí, huir!
La criada hizo una mueca.
—Es peligroso.
—Abre la puerta que da a la calle.
—Me juego el puesto.
—¡Ayúdame, te lo suplico!
—¿Cuánto me pagarás?
Lita mintió.
—Mis partidarios tienen oro… Seré generosa.
—Ofir es rencoroso.
—Los adeptos de Atón nos protegerán, a ti y a mí.
—Quiero una villa y un rebaño de vacas lecheras.
—Las tendrás.
Avariciosa, Nany había obtenido ya una buena recompensa cuando le había procurado al mago el chal de Nefertari; pero lo que Lita le prometía superaba todas sus esperanzas.
—¿Cuándo quieres marcharte?
—Al caer la noche.
—Lo intentaré.
—¡Debes lograrlo! Es el precio de tu fortuna, Nany.
—Realmente es un riesgo muy grande… Quiero también veinte piezas de tela de primera calidad.
—Tienes mi palabra.
Desde la mañana, Lita estaba obsesionada por una visión: una mujer de sublime belleza, sonriente, radiante, caminaba a lo largo del Nilo y tendía la mano hacia un hombre alto y atlético.
La médium sabía que el maleficio de Ofir había fracasado y que el libio la torturaba en vano.
Serramanna y sus hombres exploraban el barrio situado detrás de la escuela de medicina, interrogando sin descanso a sus habitantes. El sardo les mostraba un dibujo del rostro de Nany y los amenazaba con terribles sanciones si mentían. Precaución superflua, pues la mera visión del gigante provocaba abundantes confesiones, por desgracia desprovistas de interés.
Pero el ex pirata era obstinado y, gracias a su olfato, sentía que su presa no estaba demasiado lejos. Cuando le trajeron a un vendedor ambulante de panecillos redondos, Serramanna sintió una crispación en el estomago, anunciadora de un momento decisivo.
El sardo mostró el dibujo.
—¿Conoces a esta muchacha?
—La he visto por el barrio… Es una criada. No hace mucho tiempo que está por aquí.
—¿En qué villa trabaja?
—En una de las grandes, cerca del pozo viejo.
Cien policías rodearon inmediatamente las casas sospechosas; nadie podría salir del cerco. El mago culpable de tentativa de asesinato en la persona de la reina de Egipto no escaparía a Serramanna.