Un delgado rayo de luz penetró por la estrecha ventana de la casa húmeda y fría. El ruido de los pasos de una patrulla despertó a la campesina, que se sobresaltó al ver el cadáver del capitán.
—Está aquí. ¡Sigue aquí!
—Despierta —recomendó Acha—; este oficial no podrá testimoniar contra nosotros.
—¡Yo no he hecho nada!
—Eres mi mujer. Si me cogen, serás ejecutada como yo.
La campesina se arrojó contra Acha y le golpeó el pecho con sus puños cerrados.
—Esta noche he reflexionado —dijo él.
La mujer se inmovilizó, aterrada. En la gélida mirada de su amante vio la muerte.
—No, no tienes derecho a…
—He reflexionado —repitió—. O me ayudas o te mato ahora mismo.
—Ayudarte… ¿Pero cómo?
—Soy egipcio.
La hitita miró a Acha como si fuera una criatura del otro mundo.
—Soy egipcio y debo regresar enseguida a mi país. Si me lo impidieran, quiero que pases la frontera y avises al hombre para quien trabajo.
—¿Por qué tengo que correr ese riesgo?
—A cambio del bienestar. Gracias a la tablilla que voy a entregarte, tendrás una vivienda en la ciudad, una sirvienta y una renta vitalicia. Mi señor se mostrará generoso.
Ni siquiera en sus más locos sueños la campesina se había atrevido a imaginar tanta riqueza.
—De acuerdo.
—Saldremos cada uno por una puerta de la ciudad —exigió Acha.
—¿Y si llegas a Egipto antes que yo? —preguntó la hitita.
—Tú cumple con tu misión y no te preocupes de nada más.
Acha redactó un corto texto en hierático, forma abreviada de la escritura jeroglífica, y entregó la delgada tablilla de madera a su amante.
Cuando la besó, ella no tuvo valor para rechazarlo.
—Nos veremos en Pi-Ramsés —le prometió.
Cuando Acha llegó a los alrededores de la ciudad baja, quedó atrapado en una larga fila de mercaderes que, como él, intentaban salir de la capital.
Se veían soldados nerviosos por todas partes. Era imposible dar media vuelta, pues una escuadra de arqueros separaba a los civiles en varios grupos y los obligaba a someterse a un control. Se verificaba, se oían quejas, se daban empujones, asnos y mulas protestaban, pero aquella agitación en nada atenuaba la brutalidad de los centinelas que custodiaban la puerta.
—¿Qué ocurre? —preguntó Acha a un comerciante.
—Está prohibido entrar en la ciudad y es difícil salir de ella… Buscan a un oficial que ha desaparecido.
—¿Y por qué la toman con nosotros?
—Un oficial hitita desaparece, alguien le habrá agredido, asesinado tal vez… Sin duda una querella de palacio. Buscan al culpable.
—¿Sospechas?
—Otro militar, sin duda… Un nuevo resultado de la querella entre el hijo y el hermano del emperador. Al final se eliminarán mutuamente.
—Los centinelas registran a todo el mundo…
—Se aseguran de que el asesino, un soldado armado, no intente salir de la ciudad disfrazado de mercader.
Acha se relajó.
Los registros eran lentos y minuciosos. Un hombre de unos treinta años fue arrojado al suelo; sus amigos protestaron afirmando que vendía telas y que nunca había pertenecido al ejército. El comerciante fue liberado.
Le llegó el turno a Acha. Un militar de rostro anguloso le puso la mano en el hombro.
—¿Quién eres tú?
—Un alfarero.
—¿Por qué sales de la ciudad?
—Voy a buscar existencias a mi granja.
El soldado comprobó que el artesano no llevase armas.
—¿Puedo marcharme?
El militar hizo un gesto desdeñoso.
A unos metros de Acha, la puerta de la capital hitita, la libertad, el camino de Egipto…
—Un momento.
Alguien había hablado a la izquierda de Acha. Era un hombre de estatura media y ojos inquisitivos, cuyo rostro de hurón se adornaba con una barbita puntiaguda. Iba vestido con una toga de lana roja a rayas negras.
—Detened a ese hombre —ordenó a los centinelas.
Un oficial le paró los pies.
—Aquí soy yo quien da las órdenes.
—Mi nombre es Raia —dijo el personaje de la barbita—. Pertenezco a la policía de palacio.
—¿Qué delito ha cometido este mercader?
—Ni es hitita ni alfarero. Es egipcio, se llama Acha y ocupa un alto cargo en la corte de Ramsés.
Gracias a la poderosa corriente y al perfil de su embarcación, Ramsés recorrió en dos días los trescientos kilómetros que separaban Abu Simbel de Elefantina, la cabeza de Egipto y su ciudad más meridional. Dos días más fueron necesarios para llegar a Tebas. Los marinos habían dado pruebas de extraordinaria eficacia, como si todos estuvieran convencidos de la gravedad de la situación.
Durante el viaje, Setaú y Loto no habían dejado de trabajar en las muestras de la piedra de la diosa, un gres de calidad única. Al acercarse al embarcadero de Karnak, no ocultaron su decepción.
—No comprendo las reacciones de esta piedra —confesó Setaú—. Sus propiedades son anormales, resiste los ácidos, adopta pasmosos tintes y parece animada de una energía que no consigo evaluar. ¿Cómo curar a la reina si desconocemos la fórmula en cuya composición entrará ese remedio y la dosis exacta que debe utilizarse?
La llegada del monarca sorprendió al personal del templo y perturbó el protocolo. Presuroso, Ramsés fue al laboratorio principal de Karnak, acompañado por Setaú y Loto, que entregaron a los químicos y farmacéuticos el resultado de sus propias experiencias.
El trabajo de investigación se inició bajo la vigilancia del rey. Gracias a la biblioteca científica referente a productos de Nubia, los expertos establecieron una lista de sustancias que debían ponerse en contacto con la piedra de la diosa de Abu Simbel para expulsar los demonios que corroían la sangre de un ser y le llevaban a la muerte por agotamiento.
Faltaba elegir los ingredientes adecuados y establecer la dosificación de los constituyentes: para lograrlo serían necesarios varios meses. Desolado, el jefe del laboratorio no disimuló su perplejidad.
—Poned las sustancias sobre una mesa de piedra y dejadme solo —exigió Ramsés.
El rey se concentró y tomó los brazos de la varilla de zahorí con la que su padre y el mismo habían descubierto agua en el desierto. Ramsés pasó la varilla sobre cada una de las sustancias y, cuando se manifestó con un temblor, aisló el producto. Comprobada la elección con un nuevo paso de la varilla, el monarca efectuó con el mismo método las dosificaciones.
Goma de acacia, anís, extractos de frutos cortados del sicomoro, coloquíntida, cobre y porciones de la piedra de la diosa fueron los componentes de la fórmula.
Artísticamente maquillada, Nefertari estaba alegre y sonriente. Cuando Ramsés se acercó a ella, la reina leía la célebre novela de Sinuhé, en una versión escrita por un escriba de mano especialmente hábil. Enrolló el papiro, se levantó y se acurrucó en brazos del rey. Su abrazo fue largo y apasionado, arrullado por los cantos de las abubillas y los ruiseñores, aromatizado por el perfume de los árboles de incienso.
—He encontrado la piedra de la diosa —dijo Ramsés—, y el laboratorio de Karnak ha preparado un remedio.
—¿Será eficaz?
—He utilizado la varilla de radiestesia de mi padre para recomponer una fórmula olvidada.
—Descríbeme el paraje de la diosa nubia.
—Una cala de dorada arena, dos acantilados que se unen… Abu Simbel, lo había olvidado. Abu Simbel, donde decidí celebrar para siempre nuestro amor.
El calor del poderoso cuerpo de Ramsés le devolvía la vida que, poco a poco, se había alejado.
—Un maestro de obras y un equipo de canteros parten hoy mismo hacia Abu Simbel —prosiguió el rey—. Aquellos acantilados se convertirán en dos templos, indisociables por toda la eternidad, como tú y yo.
—¿Veré yo esa maravilla?
—¡Sí, la verás!
—Que la voluntad del faraón se realice.
—Si fuera de otro modo, ¿sería todavía digno de reinar?
Ramsés y Nefertari cruzaron el Nilo hacia Karnak. Celebraron juntos los ritos en el santuario del dios Amón, luego la reina se recogió en la capilla de la diosa Sekhmet, cuya sonrisa de piedra le pareció apaciguada.
El propio faraón dio a la gran esposa real la copa que contenía el único remedio que podía vencer el mal mágico que sufría. La poción era tibia y azucarada. Víctima de un vértigo, Nefertari se tendió y cerró los ojos. Ramsés no abandonaría su cabecera, luchando con ella durante la interminable noche en la que la piedra de la diosa intentaría rechazar al demonio que se bebía la sangre de la reina.