Estupefactos, Acha y su amante descubrieron Hattusa, la capital del imperio hitita, consagrada al culto a la guerra y la fuerza. El acceso por las tres puertas de la ciudad alta —la del Rey, la de las Esfinges y la de los Leones— estaba prohibido a los mercaderes, y la pareja entró en la ciudad por una de las dos puertas de la ciudad baja, vigilada por soldados armados con lanza.
Acha mostró sus vasijas de terracota e invitó incluso a uno de los guardianes a comprar una barata. El infante lo rechazó de un codazo y le ordenó que se largara. La pareja, sin apresurarse, tomó la dirección del barrio de los artesanos y los pequeños comerciantes.
Los espolones rocosos, las terrazas de piedra yuxtapuestas, los enormes bloques utilizados para el templo del dios de la tormenta… La campesina estaba tan subyugada como su compañero, pero Acha deploraba la falta de encanto y elegancia de aquella arquitectura rugosa, dominada por una red de fortificaciones que hacían inexpugnable la capital, incluida en la ruda montaña de Anatolia. La paz y la buena vida no podían florecer en aquel lugar donde de cada piedra manaba violencia. El egipcio buscó en vano jardines, árboles, lagos, y se estremeció a causa del frío. Entonces advirtió hasta que punto su país era un paraíso.
Su compañera y él se pegaron varias veces a las paredes de ladrillo para dejar pasar una patrulla. El que no se apartaba a tiempo, mujer, anciano o niño, era empujado, derribado incluso, por secciones de infantes que se desplazaban a la carrera. El ejército era omnipresente. En cada esquina había soldados apostados.
Acha mostró una vasija a un mayorista de utensilios domésticos. Como era costumbre en país hitita, su mujer se mantenía detrás y guardaba silencio.
—Buen trabajo —juzgó el mayorista—. ¿Cuántos puedes hacer por semana?
—Tengo una pequeña provisión que he fabricado en el campo. Me gustaría instalarme aquí.
—¿Tienes alojamiento?
—Todavía no.
—Alquilo locales en la ciudad baja; te cambio tus existencias por un mes de alquiler. Tendrás tiempo para organizar tu taller.
—De acuerdo, si añadís tres pedazos de estaño.
—¡Eres duro de pelar!
—Debo comprar comida.
—Trato hecho.
Acha y su amante se instalaron en una casita húmeda, mal ventilada, con suelo de tierra batida.
—Prefería mi granja —confesó la campesina—. Al menos estábamos calientes.
—No nos quedaremos mucho tiempo aquí. Toma un pedazo de estaño y ve a comprar mantas y comida.
—¿Y adónde irás tú?
—No te preocupes, estaré de regreso por la noche.
Gracias a su perfecto conocimiento del hitita, Acha pudo dialogar con los comerciantes, que le indicaron una afamada taberna situada al pie de una torre de vigía. Lleno del humo de los candiles de aceite, el establecimiento acogía a mercaderes y artesanos.
Acha entabló conversación con dos hombres barbudos y charlatanes que vendían piezas de recambio para carros de combate. Antes habían sido carpinteros, pero habían abandonado la fabricación de sillas para entregarse a una actividad mucho más lucrativa.
—¡Qué soberbia ciudad! —se extasió Acha—; no la imaginaba tan grandiosa.
—¿Es tu primera visita, amigo?
—Sí, pero pienso abrir un taller.
—En ese caso, trabaja para el ejército. De lo contrario comerías mal y sólo beberías agua.
—Unos colegas me han dicho que se preparaba una guerra…
Los carpinteros soltaron una carcajada.
—¡Pues sí que estás bien informado! En Hattusa, eso no es un secreto para nadie. Desde que Uri-Techup, el hijo del emperador, fue nombrado general en jefe, no cesan las maniobras. Y se murmura que nuestras tropas de asalto no darán cuartel… Esta vez, Egipto está jodido.
—¡Mejor así!
—Es discutible, al menos para los mercaderes. Hattusil, el hermano del emperador, no era partidario de un conflicto, pero ha terminado dejándose convencer y acaba de otorgar su apoyo a Uri-Techup. A nosotros nos beneficia, ¡comenzamos incluso a hacer fortuna! Al actual ritmo de producción, Hatti triplicará el número de carros de combate. Pronto habrá más carros que hombres para conducirlos.
Acha vació su pocillo, lleno de un vino espeso, y fingió estar embriagado.
—¡Viva la guerra! Hatti se tragará Egipto de un bocado… ¡y para nosotros será la fiesta!
—De todos modos, tendrás que esperar un poco, amigo, pues el emperador no parece tener prisa por iniciar la ofensiva.
—Ah… ¿y a qué está esperando?
—¡No conocemos los secretos de palacio! Pregúntaselo al capitán Kenzor. —Los dos carpinteros celebraron su propia broma.
—¿Quién es ese Kenzor?
—El oficial de enlace entre el general en jefe y el emperador. Y, sobre todo, un mujeriego, puedes creernos. Cuando se instala en Hattusa, las muchachas hermosas se trastornan. Es el oficial más popular del país.
—¡Viva la guerra y vivan las mujeres!
La conversación se desvió hacia los encantos femeninos y los burdeles de la capital. Los carpinteros consideraron que Acha era un tipo simpático y decidieron pagarle la consumición.
Acha cambió de taberna cada noche. Estableció numerosos contactos, hablando de temas frívolos y lanzando, de vez en cuando, el nombre del capitán Kenzor. Por fin consiguió una información preciosa: el oficial de enlace acababa de regresar a Hattusa.
Interrogar a aquel oficial superior le haría ganar mucho tiempo. Era preciso localizarlo, encontrar un medio para hablar con él y hacerle una proposición que no pudiera rechazar. Se impuso una idea.
Acha volvió a su casa con un vestido, un manto y unas sandalias. La campesina quedó maravillada.
—¿Es para mí?
—¿Hay otra mujer en mi vida?
—¡Debe ser muy caro!
—He regateado.
Ella quiso tocar la ropa.
—¡No, ahora no!
—¿Cuándo entonces?
—En una velada especial durante la que pueda admirarte a voluntad. Dame tiempo para prepararla.
—Como quieras.
Se lanzó a su cuello y lo besó con ardor.
—¿Sabes? Desnuda también eres muy bonita.
A medida que la embarcación real avanzaba hacia el sur, Setaú parecía rejuvenecer. Estrechando a Loto contra su pecho descubría, maravillado, los paisajes de Nubia, bañados por una luz tan pura que el Nilo parecía un río celestial, de un azul brillante.
Con su hachuela, Setaú había cortado una rama en horquilla para capturar algunas cobras, cuyo veneno vertería en un recipiente de cobre. Con los pechos desnudos, apenas cubierta por un corto paño que el viento hacía revolotear, la hermosa Loto disfrutaba golosa del embalsamado aire de su país natal.
El propio Ramsés dirigía la navegación. Experta, la tripulación maniobraba con precisión y rapidez. A la hora de las comidas, el capitán sustituía al rey. En la cabina central, Ramsés, Setaú y Loto almorzaban buey seco, ensalada con especias y raíces de papiro azucaradas mezcladas con cebolla dulce.
—Eres un verdadero amigo, majestad —reconoció Setaú—. Llevarnos contigo ha sido un maravilloso regalo.
—Necesitaba tu talento y el de Loto.
—Aunque permanezcamos aislados en nuestro laboratorio de palacio, algunos rumores desagradables han llegado a nuestros oídos. ¿Se acerca realmente la guerra?
—Eso me temo.
—¿No será peligroso abandonar Pi-Ramsés en estos tiempos turbulentos?
—Salvar a Nefertari es prioritario.
—No he sido más brillante que el doctor Pariamakhu —deploró Setaú.
—En Nubia hay un remedio milagroso, ¿no es cierto? —preguntó Loto.
—Según los archivos de la Casa de Vida, sí. Se trata de una piedra creada por la diosa Hator, y se halla en un paraje perdido.
—¿No tenéis más detalles, majestad?
—Una vaga indicación: «En el corazón de Nubia, en una cala con arena de oro, donde la montaña se separa y se une».
—Una cala… ¡Muy cerca del Nilo pues!
—Debemos actuar deprisa —indicó Ramsés—. Gracias al poder de Sekhmet y a los cuidados de los especialistas del templo de Deir el-Bahari, la energía no desaparecerá por completo del cuerpo de Nefertari. Pero la acción de las fuerzas de las tinieblas no se ha disipado. Nuestra esperanza reside en esa piedra.
Loto contempló la lejanía.
—Esta región os ama como vos la amáis, majestad. Habladle y os hablará.
Un pelícano sobrevoló el bajel real. ¿No era el magnífico pájaro de grandes alas una de las encarnaciones de Osiris, vencedor de la muerte?