Lita dirigió una mirada suplicante al mago Ofir.
—Es necesario, hija mía.
—No, me duele demasiado…
—Es la prueba de que el hechizo es eficaz. Debemos continuar.
—Mi piel…
—La hermana del rey te cuidará, no quedará huella alguna de quemadura.
La descendiente de Akenatón se volvió de espaldas al mago.
—¡No, no quiero, ya no soporto ese sufrimiento!
Ofir la agarró de los cabellos.
—¡Ya basta, pequeña caprichosa! Obedéceme o te encierro en el sótano.
—¡Eso no, os lo ruego, eso no!
La rubia médium era claustrofóbica y temía ese castigo por encima de todo.
—Ven a mi laboratorio, desnúdate el pecho y tiéndete de espaldas.
Dolente, la hermana de Ramsés, deploraba la dureza del mago, pero le daba la razón. Las últimas noticias de la corte eran excelentes: Nefertari, que sufría una enfermedad misteriosa e incurable, se había marchado a Tebas para extinguirse en los dominios de Hator, en Deir el-Bahari. Su lenta agonía destrozaría el corazón de Ramsés, que sucumbiría también a la pesadumbre.
Las puertas del poder se abrirían de par en par para Chenar.
En cuanto Ramsés se marchó, Serramanna se dirigió a cada uno de los cuatro cuarteles de Pi-Ramsés y exigió que los oficiales superiores intensificaran el entrenamiento. Los mercenarios habían reclamado enseguida un aumento y los soldados egipcios se unieron a la súplica.
Confrontado a un problema que lo superaba, el sardo se había remitido a Ameni, que a su vez había apelado a la reina madre, cuya respuesta había sido inmediata: o los soldados mercenarios obedecían o serían sustituidos por jóvenes reclutas. Si Serramanna se sentía satisfecho de los progresos efectuados durante las maniobras, tal vez Tuya estudiara una prima especial.
Los militares se doblegaron y el sardo se consagró a su otra misión: intentar encontrar al mago que había conseguido que el intendente Romé robara el chal de Nefertari. Ramsés no le había ocultado sus sospechas, corroboradas por la extraña muerte de Romé y la no menos inexplicable enfermedad de la reina.
Si el maldito intendente hubiera sobrevivido, al ex pirata no le habría costado nada hacerle hablar. Ciertamente, la tortura estaba prohibida en Egipto, pero un atentado oculto contra la pareja real escapaba a la ley común.
Romé había muerto llevándose su secreto a una nada poblada por demonios, y la pista que conducía a su empleador parecía cortada. ¿Y si se tratara sólo de una apariencia? Romé era expansivo y charlatán, tal vez hubiera utilizado los servicios de un cómplice… o de una cómplice.
Interrogar a sus íntimos y a su personal daría resultado, siempre que se hicieran las preguntas con cierta fuerza de convicción… Serramanna corrió a casa de Ameni. Convencería al escriba de que adoptara su estrategia.
Toda la servidumbre de palacio fue convocada en el cuartel del norte. Lenceras, camareras, maquilladoras, peluqueras, cocineros, barrenderos y demás servidores y servidoras fueron reunidos en una sala de armas, custodiada por los arqueros de Serramanna, de huraño rostro.
Cuando apareció el sardo, con casco y coraza, todos los corazones se encogieron.
—Acaban de cometerse nuevos robos en palacio —reveló—. Sabemos que su autor es un cómplice del intendente Romé, ese ser vil y despreciable al que el cielo ha castigado. Voy a interrogaros uno a uno; si no obtengo la verdad, seréis deportados al oasis de Khargeh y, allí, el culpable hablará.
Serramanna había desplegado mucha energía para convencer a Ameni de que le dejara utilizar una mentira y algunas amenazas desprovistas de cualquier fundamento legal. Cualquiera de los criados podía oponerse a la gestión del sardo y dirigirse a un tribunal, que no dudaría en condenar a Serramanna.
El temible aspecto del jefe de la guardia personal del rey, su tono imperioso, el carácter angustioso del lugar disuadieron a todos de protestar.
Serramanna tuvo suerte: la tercera mujer que entró en la estancia donde procedía al interrogatorio se mostró locuaz.
—Mi tarea consiste en sustituir las flores marchitas por ramilletes recién cortados —reveló—. Yo detestaba a Romé.
—¿Por qué razón?
—Me metió en su cama. Si me hubiera negado, me habría arrebatado el puesto.
—Si vos le hubierais denunciado, habría sido despedido.
—Sí, eso dicen, eso dicen… Además, Romé me prometió una pequeña fortuna si me casaba con él.
—¿Cómo se había enriquecido?
—No quería decirlo, pero en la cama conseguí que hablara un poco.
—¿Qué os dijo?
—Que vendería a precio de oro un objeto raro.
—¿De dónde pensaba sacarlo?
—Lo obtendría gracias a una empleada, una lencera sustituta.
—¿Qué objeto era ése?
—Lo ignoro. Pero sé que el gordo Romé nunca me dio nada, ni siquiera un amuleto. ¿Tendré una recompensa por haberos dicho todo esto?
«Una lencera sustituta»… Serramanna corrió a casa de Ameni, que solicitó el cuadro de servicio correspondiente a la semana en la que habían robado el chal de la reina.
De hecho, una tal Nany había efectuado una sustitución como lencera bajo la responsabilidad de una de las camareras de la reina. Ésta la describió y confirmó que habría podido acceder a los aposentos privados de su majestad y participar así en el robo del chal.
La camarera le indicó la dirección que Nany le había dado cuando fue contratada.
—Interrógala —dijo Ameni a Serramanna—, pero sin brutalidad y respetando la ley.
—Esa es mi intención —afirmó el sardo con la mayor seriedad.
Una anciana dormitaba en el umbral de su casa, en el barrio este de la capital. Serramanna le tocó suavemente el hombro.
—Despierta, abuela.
La mujer abrió un ojo y, con su callosa mano, espantó una mosca.
—¿Quién eres?
—Serramanna, el jefe de la guardia personal de Ramsés.
—He oído hablar de ti… ¿No eres un antiguo pirata?
—Nunca cambiamos realmente, abuela, sigo siendo tan cruel como antaño, sobre todo cuando me mienten.
—¿Y por qué crees que voy a mentirte?
—Porque voy a hacerte preguntas.
—Charlar es un pecado.
—Depende de las circunstancias. Hoy, charlar es una obligación.
—Sigue tu camino, pirata. A mi edad ya no se tienen obligaciones.
—¿Eres la abuela de Nany?
—¿Por qué tendría que serlo?
—Porque vive aquí.
—Se ha marchado.
—¿Por qué huye alguien que ha tenido la suerte de ser contratada como lencera en palacio?
—No he dicho que haya huido, sino que se había marchado.
—¿Adónde ha ido?
—No lo sé.
—Te recuerdo que detesto las mentiras.
—¿Golpearías a una anciana, pirata?
—Para salvar a Ramsés, sí.
La mujer dirigió una mirada inquieta a Serramanna.
—No comprendo. ¿Está en peligro el faraón?
—Tu nieta es una ladrona, una criminal tal vez. Si callas, serás su cómplice.
—¿Cómo puede haberse mezclado Nany en una conspiración contra el faraón?
—Lo ha hecho, tengo la prueba.
La mosca volvió a molestar a la anciana; Serramanna aplastó el insecto.
—La muerte es alegre, pirata, cuando alivia de un sufrimiento excesivo. Tenía un buen marido y un buen hijo, pero éste cometió el error de casarse con una mujer horrible que le dio una hija horrible. Mi marido ha muerto, mi hijo se divorció y yo eduqué a su maldito retoño… Horas y horas pasadas educándola, alimentándola, enseñándole la moral. Y ahora me hablas de una ladrona y una criminal.
La anciana recuperó el aliento. Serramanna calló, esperando que llegara hasta el final de sus confidencias. Si ella callaba, se iría.
—Nany se ha marchado a Menfis. Me dijo, con orgullo y desdén, que era capaz de vivir en una hermosa villa, detrás de la escuela de medicina, mientras que yo moriría en esta pequeña casa.
Serramanna ofreció a Ameni el resultado de sus investigaciones.
—Si has maltratado a la anciana, te denunciará.
—Mis hombres son testigos: no la he tocado.
—¿Qué propones?
—Me ha proporcionado una descripción precisa de Nany, que corresponde a la de la camarera de la reina. En cuanto la vea, la reconoceré.
—¿Cómo vas a encontrarla?
—Registrando cada una de las villas del barrio donde reside la escuela de medicina.
—¿Y si la vieja te ha mentido para proteger a Nany?
—Correré ese riesgo.
—Menfis no está lejos, pero tu presencia en Pi-Ramsés es indispensable.
—Tú mismo lo has dicho, Ameni, Menfis no está lejos. Supón que le echo mano a la tal Nany y que ella me lleva hasta el mago. ¿No crees que Ramsés estaría satisfecho?
—Satisfecho sería poco.
—Entonces, autorízame a actuar.