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Tras pasar una jornada entera cabalgando para dirigir las maniobras de los carros, Uri-Techup se lavaba con agua fría. El entrenamiento, que cada vez era más intenso, daba buenos resultados, pero aún no satisfacía al hijo del emperador. El ejército hitita no debía dejar ninguna posibilidad a las tropas egipcias ni manifestar vacilación alguna durante las distintas fases del ataque.

Mientras se secaba al aire libre, su ayuda de campo le comunicó que un mercader, procedente de Hattusa, deseaba hablar con el general en jefe.

—Que espere —dijo Uri-Techup—, lo recibiré mañana al amanecer; los mercaderes han nacido para obedecer. ¿Qué cara tiene ése?

—Por su aspecto, es un hombre importante.

—De todos modos que espere. Que duerma en la tienda menos confortable.

—¿Y si se queja?

—Dejad que gima.

Hattusil y su escolta habían galopado a marchas forzadas. El hermano del emperador no se preocupaba de su resfriado ni de su fiebre, presa de una sola obsesión: llegar al cuartel general de Uri-Techup antes de que ocurriera lo irreparable.

Cuando tuvo a la vista el campamento, ya en plena noche, parecía tranquilo. Hattusil se presentó ante los guardias, que le abrieron la puerta de madera. Precedido por el oficial encargado de la seguridad, el hermano del emperador fue admitido en la tienda de Uri-Techup.

Este último despertó de mal humor. Ver a Hattusil no le produjo placer alguno.

—¿Cuál es la razón de tan inesperada visita?

—Tu vida.

—¿Qué significa eso?

—Han tramado un complot contra tu persona. Quieren matarte.

—¿Hablas en serio?

—Acabo de regresar de un viaje agotador, tengo fiebre y sólo deseo descansar… ¿Crees que habría galopado de ese modo si no fuera verdad?

—¿Quién desea matarme?

—Ya conoces mis vínculos con la casta de los mercaderes… Durante mi ausencia, uno de sus representantes confió a mi esposa que un loco había decidido suprimirte para evitar la guerra contra Egipto y preservar sus beneficios.

—¿Su nombre?

—Lo ignoro, pero he querido ponerte en guardia inmediatamente.

—A ti también te gustaría evitar esa guerra…

—Te equivocas, Uri-Techup, me parece necesaria. Gracias a tu victoria, la expansión de nuestro imperio proseguirá. El emperador te ha puesto a la cabeza de su ejército por tu capacidad como guerrero y tus cualidades como jefe.

El discurso de Hattusil extrañó a Uri-Techup, pero no disipó su desconfianza. El hermano del emperador manejaba el halago con un arte consumado. Sin embargo, un mercader había solicitado, en efecto, una entrevista. Si Uri-Techup le hubiera recibido inmediatamente, tal vez ya no estaría en este mundo. Existía un medio de saber la verdad y apreciar la sinceridad de Hattusil.

El mercader había pasado la noche en blanco, repitiendo sin cesar en su cabeza el acto que iba a realizar. Clavaría su puñal en la garganta de Uri-Techup para impedirle gritar, saldría de la tienda del general con el tranquilo aspecto de un hombre de bien, montaría a caballo y saldría al trote del campamento. Luego forzaría su montura antes de saltar a lomos de otro caballo, oculto en un bosquecillo.

El riesgo no era pequeño, pero el mercader odiaba a Uri-Techup. Un año antes, aquel rayo de la guerra había hecho perecer a dos de sus hijos en unas insensatas maniobras durante las que veinte jóvenes habían muerto de agotamiento. Cuando Putuhepa le había inspirado aquel plan, se mostró entusiasta. No le importaba la fortuna que la esposa de Hattusil le prometía. Aunque fuera detenido y ejecutado, habría vengado a sus hijos y terminado con un monstruo.

Al amanecer, el ayuda de campo de Uri-Techup fue a buscar al mercader y lo condujo a la tienda del general en jefe. El ejecutor debía controlar su emoción y hablar cálidamente de sus amigos, que deseaban destronar al emperador y ayudar a su hijo a obtener el poder.

El ayuda de campo lo registró y no encontró arma alguna. El puñal, corto y de doble hoja, estaba oculto bajo el anodino gorro de lana que solían llevar los mercaderes durante la estación fría.

—Entrad, el general os aguarda.

Dando la espalda a su visitante, Uri-Techup estaba inclinado sobre un mapa.

—Gracias por recibirme, general.

—Sed breve.

—La casta de los mercaderes está dividida. Unos se agarran a la paz, los otros no. Yo formo parte de quienes desean la conquista de Egipto.

—Continúa.

La ocasión era muy buena: Uri-Techup no se volvía, ocupado en trazar pequeños círculos en el mapa.

El mercader se quitó el gorro, tomó el mango del pequeño puñal y se acercó al militar sin dejar de hablar.

—Mis amigos y yo estamos convencidos de que el emperador ya no es capaz de llevarnos al triunfo que esperamos. Vos, en cambio, el brillante guerrero, vos… ¡Revienta, revienta por haber matado a mis hijos!

El general se volvió cuando el mercader golpeaba. En la mano izquierda apretaba también el mango de un puñal. La hoja del mercader se hundió en el cuello de su víctima, la del general en el corazón de su agresor. Muertos, cayeron uno sobre otro, con los miembros entremezclados.

El verdadero Uri-Techup levantó un faldón de su tienda.

Para conocer la verdad había decidido sacrificar la existencia de un simple soldado de su misma corpulencia. El imbécil había reaccionado mal y había matado al mercader, a quien el general hubiera querido interrogar. Pero había oído lo bastante para saber que Hattusil no había mentido. El hermano del emperador, realista y prudente, se ponía pues bajo su estandarte, con la esperanza de que Uri-Techup, general victorioso y futuro dueño de Hatti, no se mostrara ingrato.

Hattusil se equivocaba.

Acha no había desvalijado a mercader ni viajero alguno, pues había encontrado un comparsa mucho mejor: una joven de unos veinte años, viuda y pobre. Su marido, infante en Kadesh, había muerto accidentalmente al atravesar el crecido Orontes. Sola, sin hijos, cultivaba con gran trabajo una tierra pobre e ingrata.

Cayéndose de fatiga en el umbral de su granja, Acha le había explicado que unos bandoleros le habían desvalijado y que había huido arañándose con los espinos y los abrojos. Reducido a la miseria, le había suplicado que le diera cobijo una noche por lo menos.

Después de lavarse con agua tibia, caldeada en una jofaina de barro colocada en el hogar, los sentimientos de la campesina habían cambiado bruscamente. Su reserva se había transformado en imperioso deseo de acariciar aquel elegante cuerpo de hombre. Privada de amor desde hacía muchos meses, se había desnudado enseguida. Cuando la campesina, de rotundas formas, había puesto los brazos alrededor del cuello de Acha y apoyado los pechos contra su espalda, el egipcio no la había evitado.

Durante dos días, los amantes no habían salido de la granja. La campesina no tenía mucha experiencia, pero era ardiente y generosa; sería una de las pocas amantes de las que Acha guardaría un recuerdo preciso.

Fuera llovía. Acha y la campesina estaban desnudos junto al hogar. La mano del diplomático recorría los surcos y los valles de la joven, que gemía de satisfacción.

—¿Quién eres realmente?

—Ya te lo he dicho, un mercader desvalijado y arruinado.

—No te creo.

—¿Por qué?

—Porque eres demasiado refinado, demasiado elegante. Tus gestos y tu lenguaje no son los de un mercader.

Acha aprendió la lección. Los años pasados en la Universidad de Menfis y en los despachos del Ministerio de Asuntos Exteriores parecían haber dejado huellas indelebles.

—No eres hitita, te falta brutalidad. Cuando haces el amor piensas en el otro; mi marido sólo me tomaba para su placer. ¿Quién eres?

—¿Me prometes guardar el secreto?

—¡Por el dios de la tormenta, te lo juro!

La mirada de la campesina brillaba de excitación.

—Es difícil…

—¡Confía en mí! ¿No te he dado ya pruebas de mi amor?

Besó la punta de sus pechos.

—Soy el hijo de un noble sirio —explicó Acha—, y sueño con enrolarme en el ejército hitita. Pero mi padre me lo ha prohibido, a causa del rigor del entrenamiento. He huido de casa y quiero descubrir Hatti, solo, sin escolta, y demostrar mi valor para ser reclutado.

—¡Es una locura! Los militares son unos brutos sanguinarios.

—Quiero combatir contra los egipcios. Si no actúo, se apoderarán de mis tierras y me despojarán de todos mis bienes.

Ella posó la cabeza en su pecho.

—Detesto la guerra.

—¿No es inevitable?

—Todo el mundo está convencido de que va a estallar.

—¿Conoces el lugar donde se entrenan los soldados?

—Es secreto.

—¿Has visto si por aquí ha habido movimiento de tropas?

—No, es un rincón perdido.

—¿Aceptarías acompañarme a Hattusa?

—Yo, a la capital… ¡Pero si nunca he ido!

—Pues es una buena ocasión. Allí encontraré algunos oficiales y podré enrolarme.

—¡Renuncia, te lo ruego! ¿Tan tentadora es la muerte?

—Si no actúo, mi provincia será destruida. Debemos combatir el mal, y el mal es Egipto.

—La capital está lejos…

—En la alacena hay una buena cantidad de vasijas de terracota. ¿Las fabricó tu marido?

—Era alfarero antes de ser alistado por la fuerza.

—Las venderemos y viviremos en Hattusa. Al parecer, esa ciudad es inolvidable.

—Mi campo…

—Es invierno, la tierra descansa. Mañana nos marcharemos.

Ella se tendió a su lado y abrió los brazos para estrechar a su amante.