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Era imposible reconocer al elegante y refinado Acha bajo el manto, vasto y gastado, de un correo que recorría a caballo la ruta de Siria del Norte. Cabalgando un robusto asno que guiaba a dos congéneres, cada uno de los cuales llevaba unos sesenta kilos de documentos diversos, Acha acababa de penetrar en la zona de influencia hitita.

Había pasado varias semanas en Canaán y en Amurru para examinar de cerca los sistemas defensivos de los dos protectorados, había discutido con los oficiales egipcios encargados de realizar la resistencia contra una oleada hitita e incrementado su lista de amantes en más de una decena de muchachas inventivas.

Benteshina, el príncipe de Amurru, había apreciado mucho el comportamiento de Acha. Huésped delicado, aficionado a la buena carne, el egipcio no había formulado ninguna exigencia desagradable, sino que se había limitado a solicitar al príncipe que avisara a Ramsés en cuanto sospechara una maniobra agresiva por parte de los hititas.

Luego, Acha se había puesto en camino hacia Egipto; al menos eso le había hecho creer. Obedeciendo órdenes, su escolta había tomado la ruta costera, en dirección al sur, mientras el diplomático destruía sus ropas egipcias y, provisto de una acreditación egipcia perfectamente imitada, se metía en el traje de un correo y partía hacia el norte.

Informes contradictorios en imprecisos relatos, ¿cómo formarse una opinión realista sobre las verdaderas intenciones de Hatti, salvo explorando el país? Puesto que el deseo de Ramsés correspondía al suyo propio, Acha había aceptado la misión sin rechistar. Poseedor de una información de primera mano, dirigiría el juego a su guisa.

Tal vez la gran fuerza de los hititas no consistía en hacer creer que eran invulnerables y estaban dispuestos a conquistar el mundo. Ésa era la cuestión crucial que debía aclararse, partiendo de elementos concretos.

El puesto fronterizo hitita estaba custodiado por unos treinta soldados armados de aspecto patibulario. Durante largos minutos, cuatro infantes dieron vueltas alrededor de Acha y de sus tres asnos. El falso correo permaneció inmóvil, como pasmado.

La punta de una lanza tocó la mejilla izquierda de Acha:

—¿Tu acreditación?

Acha sacó de su manto una tablilla redactada en escritura hitita.

El soldado la leyó y la pasó a un colega que la leyó a su vez.

—¿Adónde vas?

—Debo llevar cartas y facturas a los mercaderes de Hattusa.

—Muéstranoslas.

—Son confidenciales.

—Para el ejército nada es confidencial.

—No me gustaría tener problemas con sus destinatarios.

—Si no obedeces, te aseguro que tendrás serios problemas.

Con los dedos entumecidos por el frío, Acha desató los cordones que cerraban los sacos con las tablillas.

—Jerigonza comercial —advirtió el soldado—. Vamos a registrarte.

El correo no llevaba armas. Despechados, los hititas no tenían nada que reprocharle.

—Antes de entrar en un pueblo, preséntate en el puesto de control.

—Eso es nuevo.

—No tienes por que hacer preguntas. Si no te presentas en cada puesto de control, serás considerado un enemigo y te abatirán.

—¡No hay enemigos en territorio hitita!

—Obedece, eso es todo.

—Bueno, bueno…

—¡Lárgate, ya te hemos visto bastante!

Acha se alejó sin apresurarse, como un hombre apacible que no hubiera cometido ninguna acción ilegal. Caminando junto al asno de cabeza, adoptó su tranquilo paso y tomó la ruta que conducía a Hattusa, en el corazón de Anatolia.

Su mirada buscó varias veces el Nilo. No era fácil acostumbrarse a un paisaje atormentado, desprovisto de la sencillez del valle irrigado por el divino río. Acha añoraba la separación clara entre los cultivos y el desierto, el verde de los campos y el oro de la arena, las puestas de sol multicolores. Pero debía olvidarlas y preocuparse sólo por Hatti, aquella tierra fría y hostil cuyos secretos averiguaría.

El cielo estaba encapotado y de vez en cuando caían violentos chaparrones. Los asnos evitaban los charcos de agua y se detenían, a su guisa, para degustar la hierba húmeda.

Aquel paisaje no era propicio a la paz. Por sus venas circulaba una ferocidad que impulsaba a sus habitantes a concebir la existencia como una guerra y el porvenir como el aniquilamiento del otro. ¿Cuántas generaciones habrían sido necesarias para fertilizar aquellos valles desolados, vigilados por rígidas montañas, y convertir en campesinos a los soldados? Aquí se nacía para combatir, y siempre se combatiría.

El emplazamiento de puestos de control, en la entrada de los pueblos, intrigó a Acha. ¿Temerían los hititas la presencia de espías en su territorio, recorrido sin embargo por las fuerzas de seguridad? Aquella insólita medida tenía el valor de un indicio. ¿No estaría el ejército haciendo maniobras de envergadura que ningún ojo curioso debía observar?

Por dos veces, las patrullas volantes comprobaron los documentos que Acha transportaba y lo interrogaron sobre su destino. Considerando satisfactorias sus respuestas, fue autorizado a proseguir su camino. En el puesto de control de la primera aldea a la que llegó, el correo sufrió un nuevo registro a fondo. Los soldados estaban nerviosos e irritables, por lo que decidió no emitir la menor protesta.

Tras una noche de sueño en un establo, se alimentó con pan y queso, y prosiguió su viaje, satisfecho al comprobar que su personaje era absolutamente creíble. A media tarde tomó un atajo que llevaba a un sotobosque donde se libraría de algunas de las tablillas destinadas a mercaderes que no existían. A medida que iba avanzando hacia la capital, se desprendía poco a poco de su fardo. El sotobosque coronaba un barranco en el que yacían enormes bloques, caídos de lo alto de un pico corroído por las lluvias y la nieve. A la ladera se agarraban las raíces de torturadas encinas.

Al abrir uno de los sacos que llevaba el asno de cabeza, a Acha le pareció que lo estaban espiando. Los animales se agitaron. Asustados, los petirrojos emprendieron el vuelo.

El egipcio recogió una piedra y un pedazo de leña, irrisorias armas frente a un eventual agresor. Cuando percibió con claridad el ruido de una cabalgada, Acha se ocultó boca abajo tras un tocón.

Cuatro hombres a caballo salieron del sotobosque y rodearon a los asnos. No eran soldados sino bandidos provistos de arcos y puñales. También en Hatti los desvalijadores de caravanas cometían sus fechorías, y si los capturaban, eran ejecutados inmediatamente.

Acha se pegó más aún al barro. Si los cuatro ladrones lo veían, lo degollarían. Su jefe, un barbudo de rostro marcado, venteó el aire al modo de un perro de caza.

—Mira —le dijo uno de sus compañeros—, un botín muy escaso. Sólo unas tablillas… ¿Tú sabes leer?

—No tuve tiempo de aprender.

—¿Tienen algún valor?

—Para nosotros no.

Rabioso, el bandido rompió las tablillas y arrojó los pedazos al barranco.

—El propietario de los asnos… No debe de estar lejos y por fuerza llevará estaño encima.

—Dispersémonos —ordenó el jefe—. Vamos a encontrarlo.

Transido de miedo y frío, Acha no perdió su lucidez. Un solo bandido se le acercaba. El egipcio se arrastró agarrándose a una raíz. El jefe de los bandidos lo rodeó sin descubrirlo.

Acha le rompió la nuca con una gran piedra. El hombre cayó hacia delante, con la boca en el barro.

—¡Allí! —aulló uno de sus cómplices que había visto la escena.

Apoderándose del puñal de su víctima, Acha lo lanzó con fuerza y precisión. El arma se plantó en el pecho del ladrón.

Los dos supervivientes tensaron sus arcos. Acha no tenía más remedio que emprender la huida. Una flecha silbó en sus oídos cuando bajaba la ladera hacia el fondo del barranco. Tenía que llegar a una espesura vegetal, compuesta de matorrales y abrojos, donde estaría a cubierto, así que empezó a correr hasta perder el aliento.

Otra flecha le rozó la pantorrilla derecha, pero consiguió arrojarse a su provisional refugio. Arañado, sangrando por las manos, avanzó por una enorme zarza, cayó, volvió a levantarse y echó a correr.

Casi sin poder respirar, pataleó. Si sus perseguidores lo alcanzaban, no le quedarían fuerzas para luchar. Pero el silencio envolvía el barranco, apenas turbado por los graznidos de una bandada de cuervos que se deslizaban bajo las negras nubes.

Desconfiado, Acha permaneció inmóvil hasta que llegó la noche. Luego trepó por la ladera y volvió al lugar donde había abandonado sus asnos, recorriendo el borde del barranco. Los animales habían desaparecido. Sólo quedaban los cadáveres de los dos ladrones.

El egipcio sufría por sus heridas, superficiales pero dolorosas. Se lavó en el agua de una fuente, frotó sus doloridas carnes con tres hierbas tomadas al azar, trepó a la copa de una robusta encina y durmió tendido sobre dos gruesas ramas, casi paralelas.

Acha soñó con una confortable cama en una de las lujosas villas que Chenar le había ofrecido, a cambio de su colaboración, con un estanque rodeado de palmeras, con una copa de vino selecto y con una hermosa tocadora de laúd, que habría arrobado sus oídos antes de ofrecerle su cuerpo.

Una lluvia helada lo despertó antes de que amaneciera, y se puso de nuevo en camino hacia el norte.

La pérdida de los asnos y las tablillas le obligaba a cambiar de personaje. Un correo sin correspondencia ni animales de transporte sería considerado sospechoso y detenido. De modo que le era imposible presentarse en el próximo puesto de control y entrar en un pueblo. Pasando por los bosques evitaría las patrullas, ¿pero escaparía a los osos, a los linces y los bandoleros que allí se refugiaban? El agua abundaba, el alimento sería más difícil de encontrar. Con un poco de suerte tendería una trampa a un mercader ambulante y ocuparía su lugar.

Su situación no era muy brillante, pero nada le impediría llegar a Hattusa y descubrir el verdadero poderío del ejército hitita.