Una lluvia glacial caía sobre Hattusa, la capital del Imperio hitita. La temperatura andaba por debajo de los cero grados, y se quemaba turba y leña para calentarse. Era la época en que morían numerosos niños; los muchachos supervivientes serían excelentes soldados. Por lo que a las chicas se refiere, no tenían derecho a heredar, así que toda su esperanza se basaba en hacer una buena boda.
Pese a la dureza del clima, Uri-Techup, hijo del emperador y nuevo general en jefe, había endurecido el entrenamiento. Descontento con las aptitudes físicas de los infantes, los obligaba a caminar durante varias horas, cargados de armas y alimentos, como si recorrieran los caminos hacia una larga campaña. Agotados, varios hombres habían sucumbido. Uri-Techup los había abandonado al borde del camino, considerando que los incapaces no merecían sepultura. Los buitres se hartarían con sus cadáveres.
El hijo del emperador no trataba mejor a las tripulaciones de los carros, obligándolos a llevar caballos y vehículos hasta el límite de sus posibilidades. Numerosos accidentes mortales le habían convencido de que algunos aurigas no dominaban el material reciente y habían engordado durante un período de paz excesivamente largo.
Ninguna protesta se elevaba de las hileras militares. Todos presentían que Uri-Techup preparaba las tropas para la guerra y que la victoria dependería de su rigor. Satisfecho de su naciente popularidad, el general no olvidaba que el jefe supremo del ejército seguía siendo Muwattali.
Verse así alejado de la corte, dirigiendo maniobras en rincones perdidos de Anatolia, tenía un riesgo. De modo que Uri-Techup había pagado a ciertos cortesanos, encargándoles que le procuraran la máxima información sobre los manejos de su padre y de Hattusil.
Cuando se enteró de que este último había salido hacia una gira de inspección en los países vecinos, sometidos a la influencia hitita, Uri-Techup se sintió al mismo tiempo asombrado y tranquilizado. Asombrado porque el hermano del emperador pocas veces salía de la capital. Tranquilizado porque su ausencia le impedía hacer daño, destilando sus pérfidos consejos en beneficio de la casta de los mercaderes.
Uri-Techup detestaba a los mercaderes. Tras su victoria sobre Ramsés, expulsaría a Muwattali, ascendería al trono de Hatti, mandaría a Hattusil a perecer en las minas de sal y encerraría a su esposa, Putuhepa, arrogante y conspiradora, en un burdel de provincias. Por lo que a los mercaderes se refiere, serían alistados por la fuerza en el ejército.
El porvenir de Hatti estaba decidido: convertirse en una dictadura militar de la que él, Uri-Techup, sería dueño absoluto. Atacar al emperador, cuyo prestigio seguía intacto tras varios años de un reinado hábil y cruel, hubiera sido prematuro. Pese a su ardiente carácter, Uri-Techup sabría mostrarse paciente y aguardar el primer error de su padre. Muwattali aceptaría abdicar o su hijo lo suprimiría.
Envuelto en un grueso manto de lana, el emperador estaba junto a una chimenea cuyo calor apenas le caldeaba. Con la edad, cada vez soportaba peor los rigores del invierno, pero no habría podido prescindir del grandioso espectáculo que le ofrecían las montañas cubiertas de nieve.
A veces se sentía tentado a renunciar a la política de conquista para limitarse a una explotación de las riquezas naturales de su país. Pero la ilusión se disipaba deprisa, pues la expansión era indispensable para la supervivencia de su pueblo. Conquistar Egipto suponía poseer un cuerno de la abundancia cuya gestión confiaría, al principio, al hermano mayor de Ramsés, el ambicioso Chenar, para tranquilizar a la población. Luego se libraría de aquel traidor e impondría a las Dos Tierras una administración hitita que pronto acabaría con cualquier veleidad de revuelta.
El principal peligro era su propio hijo, Uri-Techup. El emperador lo necesitaba para devolver a sus tropas vigor y combatividad, pero debía impedir que explotara, en su beneficio, los resultados de un triunfo. Guerrero intrépido, Uri-Techup no tenía sentido del Estado y sería un deplorable administrador.
El caso de Hattusil era distinto. Aunque enclenque y de salud frágil, el hermano del emperador poseía las cualidades de un gobernante y sabía permanecer en la sombra, haciendo olvidar su real influencia. ¿Qué deseaba realmente? Muwattali era incapaz de responder a esta pregunta, de modo que su desconfianza aumentaba.
Hattusil se presentó ante el emperador.
—¿Feliz viaje, hermano mío?
—Los resultados están a la altura de nuestras esperanzas.
Hattusil estornudó varias veces.
—¿Un resfriado?
—Las postas están mal caldeadas. Mi esposa me ha preparado vino caliente y unos baños de pies con agua ardiendo que acabarán con este constipado.
—¿Te han dispensado un buen recibimiento nuestros aliados?
—Mi visita los ha sorprendido; temían que exigiéramos impuestos suplementarios.
—Es bueno mantener un clima de temor en tus vasallos. Cuando al espinazo le falta flexibilidad para doblegarse, se aproxima la desobediencia.
—Por eso he evocado los errores pasados de este o aquel príncipe y la mansedumbre del emperador antes de entrar de lleno en el tema.
—La coacción sigue siendo el arma privilegiada de la diplomacia, Hattusil. Al parecer la manejas con mucha destreza.
—Es un arte difícil que no se llega a dominar nunca, pero sus efectos resultan positivos. Todos los vasallos, sin excepción, han respondido a nuestra… invitación.
—Eso me satisface mucho, querido hermano mío. ¿Cuándo habrán concluido sus preparativos?
—Dentro de tres o cuatro meses.
—¿Será indispensable la redacción de documentos oficiales?
—Mas valdrá evitarlo —estimó Hattusil—; hemos infiltrado espías en territorio enemigo. Tal vez los egipcios hayan hecho lo mismo en el nuestro.
—No es probable, pero se impone la prudencia.
—Para nuestros aliados lo más importante es que Egipto se derrumbe. Dando su palabra al representante oficial de Hatti se la han dado al emperador. Guardarán silencio hasta que se inicie la acción.
Con los ojos brillantes a causa de la fiebre, Hattusil disfrutaba el calor de la estancia, cuyas ventanas habían sido tapadas con paneles de madera cubiertos de tela.
—¿Cómo va la preparación de nuestro ejército?
—Uri-Techup lleva a cabo perfectamente su tarea —respondió Muwattali—; nuestras tropas rendirán al máximo muy pronto.
—¿Creéis que vuestra carta y la de mi esposa habrán adormecido la desconfianza de la pareja real?
—Ramsés y Nefertari han respondido de modo muy amable, y proseguiremos esta correspondencia. Al menos los desconcertará. ¿Qué pasa con nuestra red de espionaje?
—La del mercader sirio Raia ha sido desmantelada y sus miembros se han dispersado. Pero nuestro principal agente, el libio Ofir, seguirá transmitiéndonos preciosas informaciones.
—¿Qué haremos con Raia?
—Una eliminación brutal me parecía la solución adecuada, pero Ofir ha tenido una idea mejor.
—Ve a tomar un merecido descanso junto a tu deliciosa esposa.
El vino caliente con especias apaciguó la fiebre y destapó la nariz de Hattusil. El baño de pies con agua ardiendo le procuró una sensación de bienestar que le recompensó por las numerosas horas de viaje por los caminos de Asia. Una sirvienta le dio un masaje en los hombros y el cuello y un barbero le afeitó supervisado por Putuhepa.
—¿Has cumplido tu misión? —preguntó ella cuando estuvieron solos.
—Eso creo, querida.
—Pues, por mi parte, he cumplido la mía.
—Tu misión… ¿De qué estás hablando?
—No tengo temperamento para permanecer inactiva.
—¡Explícate, te lo ruego!
—¿No lo has comprendido todavía, pese a tu despierto ingenio?
—No me digas que…
—¡Claro que sí, queridísimo diplomático! Mientras tú ejecutabas las ordenes del emperador, yo me ocupaba de tu rival, de tu único rival.
—¿Uri-Techup?
—¿Quién sino frena tu ascenso e intenta contrarrestar tu influencia? Se le ha subido el nombramiento a la cabeza. ¡Ya se ve emperador!
—Es Muwattali quien lo manipula, y no a la inversa.
—Tú y él subestimáis el peligro.
—Te equivocas, Putuhepa; el emperador es lúcido. Confió este papel a su hijo para dinamizar el ejército y devolverle su plena eficacia. Pero Muwattali no cree que Uri-Techup sea capaz de gobernar Hatti.
—¿Te lo ha dicho?
—Es lo que creo.
—¡No me basta! Uri-Techup es violento y peligroso, nos odia, a ti y a mí, y sueña con apartarnos del poder. Puesto que eres hermano del emperador, no se atreve a atacarte de frente, pero te golpeará por la espalda.
—Sé paciente, Uri-Techup se condenará por sí solo.
—Ya es demasiado tarde.
—¿Cómo que es demasiado tarde?
—He hecho lo que debía hacerse.
Hattusil temía comprenderla.
—Un representante de la casta de los mercaderes se dirige al cuartel general de Uri-Techup —reveló Putuhepa—. Solicitará hablar con él y, para ganarse su confianza, le revelará que varios ricos mercaderes verían con buenos ojos el final de Muwattali y el advenimiento de su hijo. Nuestro hombre apuñalará a Uri-Techup y por fin nos habremos librado de ese monstruo.
—Hatti lo necesita… ¡Es demasiado pronto! Es indispensable que Uri-Techup prepare nuestras tropas para el combate.
—¿Intentarás salvarlo? —preguntó, irónica, Putuhepa.
Dolorido, febril, con las rodillas rígidas, Hattusil se levantó.
—Vuelvo a marcharme ahora mismo.