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Tengo la prueba de que Raia mentía —afirmó Serramanna, entusiasta.

Ameni permaneció impasible.

—¿Me has oído?

—Sí, sí —respondió el secretario particular del rey.

El sardo comprendió la razón de la pasividad de Ameni; una vez más el escriba sólo había dormido dos o tres horas, y tardaba en despertar.

—Aquí tengo la declaración del almacenero de Raia, firmada y avalada por algunos testigos. El empleado indica con toda claridad que su patrono, que no estaba en Bubastis el día del asesinato de Nenofar, le pagó para que diera un testimonio falso.

—Te felicito, Serramanna, has hecho un buen trabajo. ¿Tu almacenero… sigue intacto?

—Cuando salió del despacho del escriba mostraba un ardiente deseo de participar en la gran fiesta de la ciudad, y encontrar algunas mozas acogedoras.

—Buen trabajo, realmente…

—No lo comprendes: la coartada de Raia ha quedado destruida, ¡podemos detenerlo e interrogarlo!

—Imposible.

—¿Imposible? ¿Quién puede oponerse?

—Raia ha conseguido escapar de sus perseguidores y ha desaparecido en una calleja de Menfis.

Ahora que ya había avisado a Chenar y que se encontraba fuera de peligro, Raia tenía que esfumarse. Convencido de que Ameni examinaría cualquier envío destinado a Siria del Sur, aunque sólo se tratara de una jarra de conservas, ya no estaba en condiciones de avisar a los hititas.

Confiar un mensaje a uno de los miembros de su red le parecía demasiado arriesgado. ¡Era tan fácil traicionar a un fugitivo buscado por la policía del faraón! La única solución, que ya había contemplado cuando había comenzado a ser sospechoso, era ponerse en contacto con el jefe de su red, a pesar de que estaba totalmente prohibido.

Despistar a los policías que lo seguían no había sido fácil; gracias al dios de la tempestad que había estallado sobre Menfis al caer la tarde, había conseguido quitárselos de encima metiéndose en un taller que tenía doble salida.

Pasando por los techos, se había introducido en la morada del jefe de su red, cuando la tormenta estaba en su punto álgido, mientras los relámpagos cruzaban el cielo y una violenta ventolera levantaba nubes de polvo en las calles desiertas.

La casa se encontraba sumida en las tinieblas y estaba abandonada. Raia se acostumbró a la falta de luz y se aventuró con prudencia por la sala de recepción sin hacer el menor ruido. A sus oídos llegó un gemido.

Inquieto, el mercader avanzó. Oyó una nueva queja, que expresaba un intenso pero contenido dolor. Allí, lejos, vio un rayo de luz bajo una puerta.

¿Habría sido detenido y torturado el jefe de la red? No, ¡era imposible! Sólo Raia lo conocía.

La puerta se abrió, la llama de una antorcha cegó al sirio, que retrocedió protegiéndose los ojos con las manos cruzadas.

—Raia… ¿qué estás haciendo aquí?

—Perdóname, pero no he tenido más remedio.

El mercader sirio había visto al jefe de su red una sola vez, en la corte de Muwattali, pero no lo había olvidado. Alto, delgado, con los pómulos salientes, los ojos de un verde oscuro y aspecto de un ave de presa.

De pronto, Raia temió que Ofir lo suprimiera en el acto. Pero el libio mantuvo una inquietante tranquilidad.

En el laboratorio, la rubia Lita seguía gimiendo.

—La preparaba para un experimento —advirtió Ofir cerrando la puerta.

La penumbra aterrorizó a Raia; ¿no era acaso el reino del mago negro?

—Aquí estaremos tranquilos para charlar. Has infringido las consignas.

—Lo sé; pero iba a ser detenido por los hombres de Serramanna.

—Están todavía en la ciudad, supongo.

—Sí, pero los he despistado.

—Si te han seguido, no tardarán en aparecer. En ese caso, me veré obligado a matarte y afirmar que he sido agredido por un ladrón.

Dolente, que dormía en el piso superior por efecto de un somnífero, avalaría la versión de Ofir.

—Conozco mi oficio, no me han seguido.

—Esperemos que sea así, Raia, ¿qué ha ocurrido?

—Una sucesión de infortunios.

—¿No será, más bien, una serie de torpezas?

El sirio se explicó sin omitir un detalle. Frente a Ofir, era mejor no andarse por las ramas. ¿No tenía el mago poder para leer el pensamiento?

Un largo silencio sucedió a las declaraciones de Raia. Ofir reflexionaba antes de dictar su veredicto.

—No has tenido suerte, es cierto; pero debemos admitir que tu red ha quedado destruida.

—Mis almacenes, mis existencias, la fortuna que había amasado…

—Los recuperarás cuando Hatti haya conquistado Egipto.

—¡Qué los demonios de la guerra os escuchen!

—¿Dudas acaso de nuestra victoria final?

—Ni por un momento. El ejército egipcio no está dispuesto todavía. Según mis últimas informaciones, su programa de armamento se retrasa y los oficiales superiores temen un enfrentamiento directo con las fuerzas hititas. Los soldados que tienen miedo ya están vencidos.

—Un exceso de confianza puede llevarnos a la derrota —objetó Ofir—. No debemos desdeñar nada para arrastrar a Ramsés hasta el abismo.

—¿Seguiréis manipulando a Chenar?

—¿Sospecha de él el faraón?

—Desconfía de su hermano, pero no puede suponer que Chenar se haya convertido en nuestro aliado. ¿Cómo imaginar que un egipcio, miembro de la familia real y ministro de Asuntos Exteriores traicione a su país? A mi entender, Chenar sigue siendo para nosotros una pieza esencial. ¿Quién va a sustituirme?

—No tienes por que saberlo.

—Estáis obligado a hacer un informe sobre mí, Ofir.

—Será elogioso. Has servido fielmente a Hatti, el emperador lo tendrá en cuenta y sabrá recompensarte.

—¿Cuál será mi nueva misión?

—Le presentaré un proyecto a Muwattali, él decidirá.

—Lo del partido atoniano, ¿es serio?

—Me importan un bledo los partidarios de Atón, como todos los demás creyentes. Pero son corderos fáciles de llevar al matadero. Puesto que comen en mi mano, ¿por qué privarme de su credulidad?

—La muchacha que está con vos…

—Una iluminada y una retrasada, pero una excelente médium. Me permite obtener preciosas informaciones que, sin su ayuda, estarían fuera de mi alcance. Y espero debilitar las defensas de Ramsés.

Ofir pensó en Moisés, un aliado potencial cuya fuga y desaparición había lamentado. Interrogando a Lita, durante un trance, había conseguido enterarse de que el hebreo seguía vivo.

—¿No puedo descansar unos días aquí? —interrogó el sirio—. Ha sido una prueba muy dura para mis nervios.

—Es demasiado arriesgado. Dirígete al puerto inmediatamente, en el extremo sur, y embarca en la chalana que zarpa hacia Pi-Ramsés.

Ofir dio al sirio las consignas y los contactos necesarios para salir de Egipto, atravesar Canaán y Siria del Sur y llegar a la zona de influencia hitita.

En cuanto Raia se hubo marchado, el mago comprobó que Lita se hubiera dormido profundamente y abandonó la villa. El persistente mal tiempo le convenía. Pasaría desapercibido y regresaría enseguida a su cubil tras haber ordenado entrar en escena al sustituto de Raia.

Chenar devoraba. Aunque su razonamiento le hubiera tranquilizado, necesitaba calmar su angustia comiendo. Se estaba tragando una perdiz asada cuando su intendente le anunció la visita de Meba, el ex ministro de Asuntos Exteriores cuyo puesto había ocupado haciéndole creer que sólo Ramsés era responsable de su destitución.

Meba era uno de esos altos funcionarios dignos y pausados, escribas de padre a hijo acostumbrados a moverse por los meandros de la administración, a evitar los problemas cotidianos y a preocuparse sólo de su ascenso. Al convertirse en ministro, Meba había llegado a la cima donde esperaba permanecer hasta su jubilación; pero la repentina intervención de Chenar, de la que nunca sabría nada, lo había privado de su cargo. Reducido al ocio, el diplomático se había retirado a su gran dominio de Menfis y se limitaba a algunas apariciones en la corte de Pi-Ramsés.

Chenar se lavó las manos y la boca, se perfumó y comprobó su peinado. Conocía la coquetería de su visitante y no le sería inferior.

—¡Mi querido Meba! Que placer verte de nuevo en la capital… ¿Me harás el honor de estar presente en la recepción que doy mañana por la noche?

—Con mucho gusto.

—Sé que el momento no se presta demasiado a los festejos, pero no debemos caer en el mal humor. El propio rey no quiere modificar las costumbres de palacio.

Con el rostro amplio y tranquilizador, Meba seguía siendo un seductor de elegantes gestos y voz pausada.

—¿Estáis satisfecho de vuestro cargo, Chenar?

—No es fácil, pero lo hago lo mejor que puedo, por la grandeza del país.

—¿Conocéis a Raia, un mercader sirio?

Chenar se puso rígido.

—Me vende preciosos jarrones de notable calidad a un precio bastante elevado.

—¿Y no habláis de otros temas en vuestras entrevistas?

—¿Pero qué te pasa, Meba?

—No debéis temer nada de mí, Chenar, al contrario.

—Temer… ¿Qué queréis decir?

—Aguardabais al sucesor de Raia, ¿verdad? Pues aquí estoy.

—¿Tú, Meba?

—Me cuesta permanecer inactivo. Cuando la red hitita se puso en contacto conmigo, aproveché la ocasión para vengarme de Ramsés. No me disgusta que el enemigo os haya elegido para sucederme, siempre que me devolváis el Ministerio de Asuntos Exteriores cuando toméis el poder.

El hermano del rey parecía atónito.

—Vuestra palabra, Chenar.

—La tienes, Meba, la tienes.

—Os transmitiré las directrices de nuestros amigos. Si vos queréis mandarles un mensaje, me lo comunicareis a mí. Puesto que hoy mismo me contratareis como adjunto, en vez de Acha, tendremos ocasión de vernos a menudo. Nadie desconfiará de mí.