En Bubastis se celebraba la fiesta de la embriaguez. Durante una semana, muchachas y muchachos probarían las primeras emociones del amor ante la benevolente mirada de la diosa gata Bastet, encarnación de la buena vida. En la campiña, los torneos de lucha permitían a los muchachos mostrar su fuerza y seducir a las bellas espectadoras con su ardor en el combate.
Los empleados de Raia habían tenido derecho a dos días libres. El jefe del almacén, un sirio delgado y encorvado, había pasado los cerrojos de la puerta del local, que contenía una decena de vasijas de mediano valor. No le desagradaba mezclarse con la muchedumbre y probar suerte con alguna alegre barbiana, aunque ya fuera de cierta edad. Raia era un patrono severo, y no iba a perderse la posibilidad de distraerse.
Al almacenero se le hacía la boca agua al imaginar el placer que iba a obtener. Canturreando se dirigió a una pequeña plaza donde se reunían ya los candidatos a los festejos.
Un enorme puño lo agarró por los cabellos y lo echó hacia atrás; la mano que se pegó a sus labios ahogó el grito de dolor.
—Tranquilo —ordenó Serramanna—, o te estrangulo.
Aterrorizado, el sirio se dejó arrastrar hacia un cuartucho donde se amontonaban artículos de cestería.
—¿Desde cuándo trabajas para Raia? —preguntó el sardo.
—Cuatro años.
—¿Buen salario?
—Es más bien avaro.
—¿Le tienes miedo?
—Más o menos.
—Raia va a ser detenido —afirmó Serramanna—, y será condenado a muerte por espionaje en beneficio de los hititas. Sus cómplices sufrirán el mismo castigo.
—¡Yo sólo soy su empleado!
—Mentir es una falta grave.
—¡Trabajo para él como almacenero, no como espía!
—Hiciste mal al decir que estaba aquí, en Bubastis, cuando en realidad estaba cometiendo un crimen en Pi-Ramsés.
—Un crimen… No, no es posible. ¡No lo sabía!
—Ahora ya lo sabes. ¿Mantienes tu declaración?
—No… ¡Sí, si no se vengará!
—No me dejas elección, amigo mío: si sigues ocultando la verdad, te destrozaré la cabeza contra el muro.
—¡No os atreveréis!
—He matado a decenas de cobardes como tú.
—Raia… Se vengará.
—No volverás a verlo nunca.
—¿Seguro?
—Sin duda.
—Entonces, de acuerdo. Me pagó para decir que estaba aquí.
—¿Sabes escribir?
—No muy bien.
—Iremos juntos al despacho del escriba público. Él registrará tu declaración. Luego podrás correr detrás de las mozas.
Con los ojos verdes, los labios finamente maquillados, graciosa, vivaz y juguetona, Iset la bella, madre del pequeño Kha, no había perdido nada de su juventud. En aquel fresco anochecer de invierno, la joven había cubierto sus hombros con un chal de lana.
En la campiña de Tebas, el viento soplaba con fuerza. Sin embargo, Iset la bella acudía a la cita fijada por una extraña carta: «La choza de cañas. Busca la misma que en Menfis, en la orilla oeste, frente al templo de Luxor, en el lindero de un campo de trigo».
Su caligrafía… No podía equivocarse. ¿Pero por qué aquella curiosa invitación y el recuerdo de tan íntimo pasado? Iset franqueó un canal de irrigación, descubrió el trigal dorado por el poniente y advirtió la choza. Se disponía a entrar en ella cuando una ráfaga de viento levantó su vestido y lo enganchó en una zarza. Cuando se inclinaba para evitar que el tejido se desgarrara, una mano la liberó y la levantó.
—Ramsés…
—Sigues siendo arrebatadora, Iset. Te agradezco que hayas venido.
—Tu mensaje me ha trastornado.
—Deseaba verte lejos de palacio.
El rey la fascinaba.
Su cuerpo de atleta, la nobleza de sus actitudes, el poder de su mirada despertaban en ella el mismo deseo que antaño. Nunca había dejado de amarlo, aunque se consideraba incapaz de rivalizar con Nefertari. La gran esposa real había llenado el corazón de Ramsés y reinaba solitaria en él. Iset la bella no era celosa ni envidiosa; aceptaba el destino y se sentía orgullosa de haber dado al rey un hijo cuyas excepciónales cualidades se afirmaban ya.
Sí, había odiado a Ramsés cuando se casó con Nefertari, pero aquel violento sentimiento era sólo una dolorosa forma de su amor. Iset se había rebelado contra la maquinación que había amenazado al rey y en la que habían querido comprometerla. Nunca traicionaría al hombre que le había dado tanta felicidad iluminando su cuerpo y su corazón.
—¿Por qué tanta discreción… y el recuerdo de nuestros primeros encuentros en una choza como ésta?
—Nefertari lo quiere así.
—¿Nefertari? No comprendo…
—Exige que tengamos un segundo hijo para asegurar la continuidad del reino si algo le sucediera a Kha.
Iset la bella cayó desmadejada en los brazos de Ramsés.
—Es un sueño —murmuró—, un sueño maravilloso. Tú no eres el rey, yo no soy Iset, no estamos en Tebas, no vamos a hacer el amor para darle un hermano a Kha. Es sólo un sueño, pero quiero vivirlo en lo más profundo de mí misma y preservarlo eternamente.
Ramsés se quitó la túnica y la depositó en el suelo. Enfebrecida, Iset permitió que la desnudara. Iset disfrutó de aquel instante en el que su cuerpo creaba un hijo para Ramsés y del fulgor de un gozo que ella no aguardaba ya.
En la embarcación que lo devolvía a Pi-Ramsés, el rey, encerrado en su soledad, contemplaba el Nilo. El rostro de Nefertari no se apartaba de su pensamiento. Sí, el amor de Iset era sincero y su encanto permanecía intacto; pero no experimentaba por ella aquel sentimiento imperioso como el sol y vasto como el desierto que había invadido su ser ya en su primer encuentro con Nefertari, aquel amor cuya intensidad no dejaba de crecer con el transcurso de los días. Al igual que el Ramesseum y la capital crecían gracias a la incesante acción de los constructores, la pasión que Ramsés sentía por su esposa no dejaba de construirse y de fortalecerse.
El rey no le había confiado a Iset las verdaderas exigencias de Nefertari: la reina deseaba que Iset asumiera realmente la función de segunda esposa y diera varios hijos al monarca, cuyo poderío y aplastante personalidad podían desalentar a varios potenciales sucesores. Egipto había conocido ya un grave precedente: Pepi el Segundo, que vivió más de cien años, había sobrevivido a sus hijos y, al fallecer, había dejado el país en un vacío que se había transformado en una aguda crisis. Si Ramsés llegaba a viejo, ¿qué ocurriría con el reino si Kha o Meritamón, por cualquier razón, fueran incapaces de sucederle? A un faraón le era imposible llevar la existencia de un hombre ordinario. Incluso sus amores y su familia debían servir a la continuidad de la institución que encarnaban.
Pero estaba Nefertari, mujer entre las mujeres, y el sublime amor que ella le ofrecía. Ramsés no deseaba traicionar su función ni compartir su deseo con otra mujer, aunque fuera Iset la bella.
Y fue el Nilo el que le ofreció la respuesta, el Nilo, cuya energía fecundaba ambas orillas durante la inundación con inagotable generosidad.
La corte se había reunido en la gran sala de audiencias de Pi-Ramsés, lo que provocó que corrieran numerosos rumores. Al igual que a su padre, Seti, a Ramsés no le gustaban nada este tipo de ceremonias. Prefería trabajar directamente con sus ministros que presenciar ociosas discusiones con una asamblea cuyos miembros sólo pensaban en halagarlo.
Cuando apareció el faraón, con un bastón en la mano diestra en el que se enrollaba una cuerda, muchos dejaron de respirar por unos instantes. Aquel símbolo indicaba que Ramsés iba a proclamar un decreto que tendría, inmediatamente, fuerza de ley. El bastón simbolizaba el Verbo, la cuerda del vínculo con la realidad que el rey haría nacer al enunciar los términos de una decisión madurada y reflexionada.
Emoción y angustia se apoderaron de la corte. Nadie lo dudó: Ramsés iba a decretar el estado de guerra contra los hititas. Un embajador sería enviado a Hatti y entregaría al emperador el mensaje del faraón en el que se precisaría la fecha del inicio del conflicto.
—Las palabras que pronuncio forman un decreto real —declaró Ramsés—. Será grabado en las estelas, los heraldos lo proclamarán en las ciudades y en las aldeas, todos los habitantes de las Dos Tierras lo conocerán. A partir de este día y hasta mi último aliento, elevaré a la dignidad de «hijo real» e «hija real» a algunos niños que serán educados en la escuela de palacio y recibirán la misma enseñanza que mi hijo Kha y mi hija Meritamón. Su número es ilimitado y entre ellos elegiré a mi sucesor, sin que se le informe de ello antes de que llegue el momento oportuno.
La corte quedó estupefacta y encantada. Cada padre y cada madre albergaron la secreta esperanza de que su hijo fuera elevado a aquella dignidad; algunos pensaban ya en ponderar los méritos de sus retoños para influir en la elección de Ramsés y Nefertari.
Ramsés envolvió en un gran chal los hombros de Nefertari, que se recuperaba de un resfriado.
—Procede de un taller de Sais; la superiora del templo lo tejió con sus propias manos.
La sonrisa de la reina iluminó el hosco cielo del Delta.
—Me hubiera gustado tanto partir hacia el sur, pero ya sé que no es posible.
—Lo lamento, Nefertari, pero debo supervisar el entrenamiento de mis tropas.
—Iset te dará un nuevo hijo, ¿no es cierto?
—Los dioses decidirán.
—Así está bien. ¿Cuándo volverás a verla?
—Lo ignoro.
—Pero… me prometiste…
—Acabo de dictar un decreto.
—¿Qué tiene que ver con Iset?
—Tu voluntad ha sido satisfecha, Nefertari. Tendremos más de cien hijos e hijas, y mi sucesión estará asegurada.