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Al oeste del golfo de Aqaba y al sur de Edom, el país de Madian gozaba de una existencia apacible y apartada, acogiendo de vez en cuando a los nómadas que recorrían la península del Sinaí. La gente de Madian, muy ligada a su condición de pastores, se mantenía al margen de los combates que oponían entre sí a las tribus árabes del país de Moab.

Un viejo sacerdote, padre de siete hijos, reinaba sobre la pequeña comunidad madianita, que no se lamentaba de su pobreza ni de los rigores del clima.

El anciano curaba la pata de una oveja cuando el insólito ruido de caballos y carros lanzados a toda velocidad llegó a sus oídos.

Una patrulla del ejército egipcio… Y, sin embargo, nunca llegaban a Madian, cuyos habitantes no poseían arma alguna ni sabían combatir. Dada su indigencia, no pagaban impuestos y la policía del desierto sabía que no se arriesgarían a albergar a bandoleros beduinos, so pena de ver destruido su oasis y ser condenados a la deportación.

Cuando los carros egipcios entraron en el campamento, hombres, mujeres y niños se refugiaron en tiendas de tela basta. El anciano sacerdote se levantó y se enfrentó con los recién llegados.

El jefe de la patrulla era un arrogante y joven oficial.

—¿Quién eres?

—El sacerdote de Madian.

—¿Estás a la cabeza de ese montón de piojosos?

—Tengo ese honor.

—¿De qué vivís aquí?

—De la cría de corderos, del consumo de dátiles y del agua de nuestros pozos. Nuestros huertos nos proporcionan algunas legumbres.

—¿Tenéis armas?

—No es nuestra costumbre.

—He recibido órdenes de registrar vuestras tiendas.

—Ahí las tenéis, no tenemos nada que ocultar.

—Se dice que habéis dado refugio a criminales beduinos.

—Estaríamos locos si provocáramos la cólera del faraón. Aunque este pedazo de tierra sea pobre y esté olvidado, es nuestro y lo apreciamos. Violar la ley sería nuestra perdición.

—Eres un sabio, anciano, pero de todos modos procederé al registro.

—Ya te he dicho que no hay ningún inconveniente, nuestras tiendas están abiertas. ¿Aceptarás antes participar en una modesta fiesta? Una de nuestras hijas acaba de dar a luz a un muchacho. Comeremos cordero y beberemos vino de palma.

El oficial se sintió molesto.

—No es muy reglamentario…

—Mientras tus soldados cumplen con su deber, ven a sentarte junto al fuego.

Asustados, los madianitas se agruparon en torno al viejo sacerdote, que los tranquilizó y les pidió que facilitaran la tarea a los egipcios.

El jefe de la patrulla aceptó sentarse y compartir la comida festiva.

La madre estaba aún en la cama, pero el padre, un barbudo de rostro marcado, encogido sobre sí mismo, tenía en brazos a su hijo y lo acunaba.

—Un pastor que temía no poder engendrar —explicó el viejo sacerdote—; este niño será la luz de su vejez.

Los soldados no descubrieron armas ni beduinos.

—Sigue haciendo que respeten la ley —recomendó el oficial al sacerdote de Madian—, y tu pueblo no tendrá ningún problema.

Carros y caballos se alejaron por el desierto.

Cuando la nube de arena se disipó, el padre del recién nacido se levantó. El oficial se hubiera sorprendido viendo como un desmirriado pastor se convertía en un coloso de anchos hombros.

—Estamos salvados, Moisés —dijo el viejo sacerdote a su yerno—. Ya no volverán.

En la orilla occidental de Tebas, arquitectos, talladores de piedra y escultores no escatimaban esfuerzos para construir el Ramesseum, el templo de millones de años del hijo de la luz. En cumplimiento de la Regla, la construcción se había iniciado por el naos, donde residía el dios oculto cuya forma nunca conocerían los humanos. Una enorme cantidad de bloques de gres, de granito gris y de basalto se había almacenado en la obra, regulada por una estricta organización. Se levantaban los muros de las salas hipóstilas, ya se edificaba el futuro palacio real. Como Ramsés había exigido, su templo sería un edificio fabuloso que atravesaría los siglos. Allí se honraría la memoria de su padre, allí se celebraría a su madre y su esposa, allí se transmitiría la invisible energía sin la que era imposible el ejercicio de un poder justo.

Nebu, el sumo sacerdote de Karnak, sonreía. Ciertamente, el anciano, fatigado y reumático, había recibido el encargo de administrar el más vasto y rico de los santuarios egipcios, y todos habían considerado que la elección de Ramsés había sido cínica y estratégica; próximo ya a la senilidad, Nebu sólo sería un hombre de paja, sustituido muy pronto por otra criatura del monarca, vieja y servil también.

Nadie había previsto que Nebu envejeciera al modo del granito. Calvo, lento en sus desplazamientos, parco de palabra, gobernaba en solitario. Fiel a su rey, no pensaba, como algunos de sus predecesores, en hacer una política partidista. Servir a Ramsés era su cura de juventud. Pero hoy, Nebu olvidaba el inmenso templo, su numeroso personal, su jerarquía, sus tierras, sus aldeas, para inclinarse hacia un arbolito, la acacia que Ramsés había plantado en el emplazamiento de su templo de millones de años, el segundo año de su reinado. El sumo sacerdote de Karnak había prometido al monarca velar por el crecimiento de aquel árbol cuyo vigor era impresionante. Beneficiándose de la magia del lugar, crecía hacia el cielo mucho más deprisa que sus semejantes.

—¿Estás satisfecho de mi acacia, Nebu?

El sumo sacerdote se volvió lentamente.

—Majestad, ¡no me han avisado de vuestra llegada!

—No reprendas a nadie, mi viaje no ha sido anunciado por palacio. Este árbol es magnífico.

—No creo haber visto otro tan sorprendente; ¿no le habréis comunicado vuestro vigor? Habré tenido el privilegio de proteger su infancia, vos lo contemplareis adulto.

—Deseaba ver Tebas, mi templo de millones de años, mi tumba y esta acacia antes de sumirme en la tormenta.

—¿Es inevitable la guerra, majestad?

—Los hititas intentan convencernos de lo contrario, ¿pero quién puede confiar en sus tranquilizadoras declaraciones?

—Aquí, todo está en orden. Las riquezas de Karnak son las vuestras y he hecho prosperar los dominios que vos me habéis confiado.

—¿Y tu salud?

—Mientras los canales del corazón no se hayan obstruido, cumpliré mi función. Sin embargo, si vuestra majestad tuviera la intención de reemplazarme, no me disgustaría. Habitar junto al lago sagrado y meditar sobre el vuelo de las golondrinas es mi mayor ambición.

—A riesgo de decepcionarte, no veo necesidad alguna de modificar la actual jerarquía.

—Las piernas me fallan, mis oídos se obturan, tengo los huesos doloridos.

—Pero tu pensamiento sigue vivo como el vuelo de un halcón y preciso como el del iris. Sigue trabajando así, Nebu, y velando por esta acacia. Si yo no regresara, tú serías su tutor.

—Regresareis, tenéis que regresar.

Ramsés visitó las obras, recordando su estancia entre los talladores de piedra y los canteros. Él edificaba Egipto día tras día, ellos construían los templos y las moradas de eternidad, sin las que el doble país se habría sumido en la anarquía y la bajeza, inherentes a la especie humana. Venerar el poderío de la luz y respetar la Regla de Maat era enseñar al hombre la rectitud, intentar apartarlo de su egoísmo y su vanidad.

El sueño del monarca se realizaba. El templo de millones de años tomaba cuerpo, aquel formidable productor de energía mágica comenzaba a funcionar por sí mismo, por la simple presencia de los jeroglíficos y las escenas grabadas en los muros del santuario. Recorriendo las salas cuyo trazado estaba ya delimitado, recogiéndose en las futuras capillas, Ramsés obtuvo la fuerza del ka, nacida de la unión entre el cielo y la tierra. La asimiló, no para sí mismo sino para ser capaz de afrontar las tinieblas con que los hititas deseaban cubrir la tierra amada por los dioses.

Ramsés se sintió portador de todas las dinastías, de aquel linaje de faraones que habían moldeado Egipto a imagen del cosmos.

Por un instante, el joven soberano de veintisiete años vaciló; pero el pasado se convirtió en fuerza y no en una carga. En aquel templo de millones de años, sus predecesores le indicaron el camino.

Raia entregó algunos jarrones a los notables de Menfis. Si sus perseguidores interrogaban a sus empleados, sabrían que el mercader sirio tenía la intención de seguir satisfaciendo a su clientela y continuar siendo el proveedor oficial de las familias nobles. De este modo, Raia aplicaba su método de venta habitual, hecho de contactos directos, charlas y halagos.

Luego se marchó al gran harén de Mer-Ur, que no había visitado desde hacía dos años, seguro de que aquella visita dejaría perplejos a los esbirros de Ameni y Serramanna. Creerían que el espía tenía cómplices en aquella noble y antigua institución, y perderían tiempo y energía explorando la falsa pista.

Raia les ofreció otra, permaneciendo en una pequeña aldea, cercana al harén, donde discutió con campesinos a quienes no conocía. Evidentemente, otros cómplices, desde el punto de vista de los investigadores egipcios. El mercader engañó así a sus perseguidores y aprovechó la ocasión para regresar a Menfis para supervisar las condiciones de transporte de varios cargamentos de conservas de lujo, destinadas unas a Pi-Ramsés y otras a Tebas.

Serramanna echaba pestes.

—¡Ese espía nos toma el pelo! Sabe que lo seguimos y se divierte haciendo que nos paseemos.

—Cálmate —recomendó Ameni—. Forzosamente cometerá un error.

—¿Qué tipo de error?

—Los mensajes que recibe de Hatti están ocultos en las conservas o en las preciosas vasijas. Apuesto por estas últimas, ya que en gran parte proceden de Siria del Sur y de Asia.

—Pues bien, examinémoslas.

—Sería dar palos de ciego. Lo importante es el modo como manda sus mensajes y la red que utiliza. Dada la situación, está obligado a avisar a los hititas de que no puede proseguir su actividad. Esperemos el momento en que envíe una expedición de objetos con destino a Siria.

—Tengo otra idea —confesó Serramanna.

—Espero que legal.

—Si no provoco el menor escándalo y te proporciono un medio de detener a Raia con toda legalidad, ¿me permites actuar?

Ameni trituró su pincel de escriba.

—¿Cuánto tiempo necesitas?

—Mañana habré terminado.