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Sin apresurarse, Ramsés rompió los sellos, desgarró el tejido protector y recorrió el mensaje.

De nuevo, Ameni cerró los ojos, saboreando los últimos segundos de paz antes del infierno, antes de que el faraón le dictara la respuesta que señalaría la entrada en guerra de Egipto contra Hatti.

—¿Estás siempre sobrio, Ameni?

La pregunta sorprendió al escriba.

—¿Sobrio, yo? ¡Sí, naturalmente!

—Que lástima, juntos nos habríamos bebido un vino excepcional. Lee.

Ameni descifró la tablilla.

Del emperador de Hatti, Muwattali, a su hermano Ramsés el hijo de la luz, el faraón de Egipto.

¿Cómo te encuentras? Espero que tu madre, Tuya, tu esposa, Nefertari, y tus hijos estén bien. Tu reputación y la de la gran esposa real no cesan de aumentar, y tu valentía es conocida por todos los habitantes de Hatti. ¿Cómo están tus caballos? Aquí cuidamos mucho a los nuestros. Son animales espléndidos, los más hermosos de la creación.

Que los dioses protejan a Hatti y a Egipto.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Ameni.

—¡Es… es maravilloso!

—No estoy convencido de ello.

—Son las fórmulas diplomáticas habituales, y estamos muy lejos de una declaración de guerra.

—Sólo Acha podrá decírnoslo.

—No confías en Muwattali…

—Ha basado su poder en la alianza de la violencia y la astucia. Para él, la diplomacia es sólo un arma suplementaria y no un camino hacia la paz.

—¿Y si estuviera cansado de la guerra? Tu reconquista de Canaán y de Amurru le ha demostrado que debía tomarse en serio el ejército egipcio.

—Muwattali no lo desprecia. Por eso se prepara para el conflicto e intenta apaciguar nuestros temores con algunas manifestaciones de amistad. Homero, cuyos ojos ven muy lejos, no cree en una paz duradera.

—¿Y si se equivocase, y si Muwattali hubiera cambiado, y si la casta de los mercaderes prevaleciera sobre la de los guerreros? La carta de Putuhepa va en esa dirección.

—La economía del imperio hitita se basa en la guerra, el alma de su pueblo ama la guerra. Los mercaderes apoyarán a los militares y hallarán, en un gran conflicto, la posibilidad de nuevos beneficios.

—Entonces el enfrentamiento te parece inevitable.

—Espero equivocarme. Si Acha no advierte grandes maniobras, ni aumento de armamento, ni movilización general, recuperaré la esperanza.

Ameni se sintió turbado. Una excéntrica idea le pasó por la cabeza.

—La misión oficial de Acha consiste en reorganizar el sistema defensivo de nuestros protectorados; para obtener la información que deseas, ¿no tendrá que entrar en territorio hitita?

—Eso es —reconoció Ramsés.

—¡Es una locura! Si lo cogen…

—Acha era libre de aceptarlo o rechazarlo.

—Es nuestro amigo, Ramsés, nuestro amigo de la infancia, te es fiel como te lo soy yo mismo, él…

—Lo sé, Ameni, y aprecio en su justa medida su valor.

—¡No tiene posibilidad alguna de regresar vivo! Aunque consiga transmitir algunos mensajes, será capturado.

Por primera vez, el escriba experimentó cierto resentimiento contra Ramsés. Dando primacía al superior interés de Egipto, el faraón no cometía falta alguna. Pero sacrificaba a un amigo, a un ser excepcional, un hombre que habría merecido vivir ciento diez años, como los sabios.

—Debo dictarte una respuesta, Ameni. Tranquilicemos a nuestro hermano, el emperador de Hatti, sobre el estado de salud de mis parientes y mis caballos.

Chenar miraba el jarrón que su intendente había depositado ante él mientras se comía una manzana a pequeños mordiscos.

—¿Te lo ha traído el mercader Raia personalmente?

—Sí, señor.

—Repíteme lo que te ha dicho.

—Ha mencionado el elevado precio de esta obra maestra y cree que resolvereis el problema cuando él regrese a la capital.

—Dame otra manzana y que no me molesten.

—Señor, teníais que recibir a una jovencita…

—Despídela.

Chenar clavó los ojos en la vasija.

Era una copia torpe y fea que no valía ni un par de mediocres sandalias. Incluso una pequeña burguesa de provincias habría vacilado antes de colocarlo en su sala de recepción.

El mensaje de Raia estaba claro. El espía había sido desenmascarado y ya no volvería a ponerse en contacto con Chenar. Todo un lienzo de la estrategia del hermano mayor de Ramsés se derrumbaba. Privado del contacto con los hititas, ¿cómo iba a maniobrar?

Dos elementos lo tranquilizaron.

En primer lugar, los hititas no renunciarían, en tan crucial período, a mantener una red de espionaje en suelo egipcio; sustituirían a Raia y su sucesor se pondría en contacto con Chenar.

Y en segundo lugar todavía contaba con la privilegiada posición de Acha, quien mientras desorganizaba el sistema defensivo de los protectorados, no dejaría de establecer vínculos con los hititas y avisar a Chenar.

También quedaba el mago Ofir, cuya técnica de hechizo tal vez fuese eficaz. Pensándolo bien, la desventura de Raia no le perjudicaba. El espía sirio sabría salir de aquel mal paso.

Una luz ocre y cálida bañaba los templos de Pi-Ramsés. Tras haber celebrado los ritos del poniente, Ramsés y Nefertari se reunieron ante el templo de Amón, cuya construcción continuaba. Cada día, la capital se hacía más bella, parecía destinada a la paz y a la felicidad.

La pareja real paseó por el jardín que crecía ante el santuario; perseas, sicomoros y azufaifos brotaban de entre los macizos de malvarrosas. Algunos jardineros regaban los jóvenes árboles mientras les dirigían tiernas palabras; todos sabían que las plantas las apreciaban tanto como el agua nutricia.

—¿Qué piensas de las cartas que acabamos de recibir?

—No me tranquilizan —respondió Nefertari—. Los hititas intentan deslumbrarnos con el espejismo de una tregua.

—Esperaba una opinión más tranquilizadora.

—Engañarte sería traicionar nuestro amor. Debo ofrecerte mi visión aunque tenga los inquietantes colores de un cielo tormentoso.

—¿Cómo imaginar una guerra donde tantos jóvenes perderán la vida mientras disfrutamos la belleza de este jardín?

—No tenemos derecho a refugiarnos en este paraíso y olvidar la tormenta que amenaza con aniquilarlo.

—¿Será mi ejército capaz de resistir los asaltos hititas? Hay demasiados veteranos que sólo piensan en la jubilación, muchos reclutas sin experiencia, un gran número de mercenarios preocupados sólo por la soldada… El enemigo conoce nuestras debilidades.

—¿Ignoramos nosotros las suyas?

—Nuestros servicios de información están mal organizados; serán necesarios años de esfuerzo para hacerlos eficaces. Creíamos que Muwattali respetaría la frontera impuesta por mi padre, cuando llegó a las puertas de Kadesh. Pero, como sus predecesores, el emperador sueña con la expansión, y no existe presa más hermosa que Egipto.

—¿Te ha enviado Acha algún informe?

—Estoy sin noticias.

—Temes por su vida, ¿no es cierto?

—Le he confiado una misión peligrosa, que lo obliga a penetrar en territorio enemigo para obtener toda la información posible. Ameni no me lo perdona.

—¿Quién tuvo la idea?

—Nunca te mentiría, Nefertari; fui yo, no Acha.

—Podría haberse negado.

—¿Puede rechazarse la propuesta del faraón?

—Acha tiene una personalidad fuerte, capaz de elegir su destino.

—Si fracasa, seré responsable de su arresto y de su muerte.

—Acha vive para Egipto, como tú; marchándose a Hatti, espera salvar nuestro país del desastre.

—Hablamos de este ideal durante toda una noche; si me comunica informaciones significativas sobre las fuerzas hititas y su estrategia, tal vez logremos rechazar a los invasores.

—¿Y si atacaras primero?

—Ya pienso en ello… Pero debo permitir que Acha maniobre.

—Las cartas que hemos recibido demuestran que los hititas intentan ganar tiempo, sin duda a causa de disensiones internas. No deberíamos dejar pasar el momento oportuno.

Con su voz musical y dulce, Nefertari expresaba el rigor y la voluntad inflexible de una reina de Egipto. Como Tuya había hecho junto a Seti, moldeaba el alma real y alimentaba su fuerza.

—A menudo pienso en Moisés. ¿Cómo reaccionaría hoy, cuando la propia existencia de las Dos Tierras está amenazada? Pese a las extrañas ideas que lo obsesionaban, estoy convencido de que lucharía a nuestro lado para salvar el país de los faraones.

El sol se había puesto, Nefertari tembló.

—Echo de menos mi viejo chal, me calentaba tanto.