En aquel final del mes de noviembre comenzaba la estación en la que empezaban a crecer los cereales. Las semillas sembradas proclamaban su victoria sobre las tinieblas y ofrecían al pueblo egipcio la vida que llevaban en su seno.
Ramsés ayudó a Homero a descender de la silla de manos y a sentarse en un sillón, ante una mesa llena de vituallas, a la sombra de las palmeras situadas a orillas de un canal. No lejos, un vado permitía cruzar a los rebaños. El tierno sol de los primeros días del invierno acariciaba la frente del anciano poeta.
—¿Os seduce este almuerzo en el campo? —preguntó el rey.
—Los dioses han concedido grandes favores a Egipto.
—¿Acaso el faraón no les construye moradas donde son venerados?
—Esta tierra es un misterio, majestad, al igual que vos mismo. Esa tranquilidad, la dulzura de esta vida, la belleza de las palmeras, la transparencia de este aire luminoso, el exquisito sabor de estos alimentos… Hay algo sobrenatural en todo ello. Vosotros, los egipcios, habéis creado un milagro y vivís en la magia. ¿Pero cuántos siglos va a durar todavía?
—Mientras la Regla de Maat sea nuestro valor esencial.
—Olvidáis que el mundo exterior se burla de esta Regla. ¿Creéis que Maat detendrá al ejército hitita?
—Será nuestra mejor muralla contra la adversidad.
—He visto la guerra con mis propios ojos, he sido testigo de la crueldad de los hombres, del furor desencadenado, de la locura asesina que se apoderaba de seres que parecían ponderados. La guerra… Es el vicio oculto en la sangre del hombre, la tara que destruirá cualquier tipo de civilización. Egipto no será la excepción a esta regla.
—Sí, Homero. Nuestro país es un milagro, tenéis razón, pero un milagro que edificamos cada día. Y derrotaré la invasión, venga de donde venga.
El poeta cerró los ojos.
—Ya no estoy en el exilio, majestad. Nunca olvidaré Grecia, su rudeza y su encanto, pero aquí, en esta tierra negra y fértil, mi espíritu comulga con el cielo. Un cielo que la guerra va a desgarrar.
—¿Por qué ese pesimismo?
—Los hititas sólo sueñan con conquistas; combatir es su razón de ser, como era la de numerosos griegos empeñados en degollarse mutuamente. Vuestra reciente victoria no los disuadirá.
—Mi ejército estará dispuesto a combatir.
—Sois semejante a una gran fiera, majestad; pensando en vos he compuesto estos versos: «Una pantera que se enfrenta a un cazador no tiembla, sino que mantiene calmo el corazón, incluso cuando oye los aullidos de una jauría de perros; y aunque resulte herida por la jabalina, sigue luchando y ataca para vivir o morir».
Nefertari volvió a leer la sorprendente misiva que Chenar le había hecho llegar. Unos mensajeros a caballo la habían llevado de Hatti hasta Siria del Sur, relevados por otros hasta llegar a Egipto, donde había sido entregada al ministro de Asuntos Exteriores.
A mi hermana, la muy querida reina de Egipto, Nefertari.
Yo, Putuhepa, esposa de Hattusil, hermano del emperador de los hititas, le dirijo saludos amistosos. Estamos muy lejos una de otra, nuestros países y nuestros pueblos son muy distintos, pero ¿no aspiran acaso a una misma paz? Si tú y yo conseguimos que progrese el entendimiento entre nuestros pueblos, ¿no habremos realizado una buena acción? Por mi parte, procuraré hacerlo. ¿Puedo rogar a mi venerable hermana que actúe del mismo modo? Recibir una carta de su mano sería un placer y un honor.
Que los dioses te protejan.
—¿Qué significa ese curioso mensaje? —preguntó la reina a Ramsés.
—La forma de los dos sellos de barro seco y la escritura no dejan duda alguna sobre la autenticidad de la carta.
—¿Debo responder a Putuhepa?
—No es reina, pero debe ser considerada como la primera dama del imperio hitita desde la muerte de la esposa de Muwattali.
—¿Su marido, Hattusil, será el futuro emperador?
—Las preferencias de Muwattali se inclinan por su hijo Uri-Techup, partidario encarnizado de la guerra contra Egipto.
—Esta misiva no tiene pues sentido.
—Revela la existencia de una tendencia distinta, alentada por la casta de los sacerdotes y la de los mercaderes, cuyo poder financiero, según Acha, no es desdeñable. Temen un conflicto que reduzca el volumen de sus negocios.
—¿Será suficiente su influencia para evitar el enfrentamiento?
—Ciertamente no.
—Si Putuhepa es sincera, ¿por qué no voy a ayudarla? Queda una pequeña esperanza de evitar miles de muertos.
Nervioso, el mercader sirio Raia se mesó la barbita.
—Hemos comprobado vuestra coartada —declaró Ameni.
—¡Mejor así!
—Mejor para vos, en efecto; vuestros empleados han confirmado lo que dijisteis.
—Dije la verdad y nada tengo que ocultar.
Ameni no dejaba de jugar con un pincel.
—Debo confesaros… que tal vez nos equivocamos.
—¡Por fin habla la razón!
—¡Reconoced que las circunstancias os abrumaban! Sin embargo, os presento mis excusas.
—La justicia egipcia no es una palabra vana.
—Todos lo celebramos.
—¿Soy libre de ir a donde me plazca?
—Podéis reanudar vuestro trabajo con toda libertad.
—¿Estoy libre de cualquier acusación?
—Lo estáis, Raia.
—Aprecio vuestra honestidad, espero que encontréis enseguida al asesino de la pobre muchacha.
Con la cabeza en otra parte, Raia fingía trabajar con los albaranes de entrega y recorrió el muelle entre su almacén y su barco.
La comedia que Ameni había representado no le había engañado en absoluto. El secretario particular de Ramsés era demasiado tenaz como para soltar tan deprisa su presa basándose en el testimonio de dos sirios. Y puesto que se negaba a emplear la violencia, el escriba le tendía una trampa con la esperanza de que Raia, creyéndose absuelto, reanudara sus ocultas actividades y condujera a Serramanna hasta los miembros de su red.
Pensándolo bien, la situación era mucho más grave de lo que había supuesto. Hiciera lo que hiciese, su red parecía condenada al fracaso. Ameni comprendería enseguida que casi todos sus empleados trabajaban para Hatti y formaban un autentico ejército de sombras, de temible eficacia. Una oleada de arrestos la destruiría.
Aparentar que seguía comerciando como de costumbre era una solución provisional que no le llevaría muy lejos.
Tenía que avisar a Chenar lo antes posible sin despertar la menor sospecha.
Raia entregó unos preciosos jarrones a varios notables de Pi-Ramsés. Chenar, cliente habitual, figuraba en la lista. Por lo tanto, el sirio acudió a la villa del hermano mayor del rey y habló con su intendente.
—El señor Chenar está ausente.
—Ah… ¿volverá pronto?
—Lo ignoro.
—Desgraciadamente, no tengo tiempo para esperarlo pues debo marcharme a Menfis. En estos últimos días, algunos incidentes me han retrasado mucho. ¿Tendréis la bondad de entregar este objeto al señor Chenar?
—Claro.
—Saludadlo de mi parte, os lo ruego. Oh, lo olvidaba… El precio es muy alto, pero la calidad de esta pequeña obra maestra lo justifica. Resolveremos este insignificante problema a mi regreso.
Raia visitó a otros tres clientes habituales antes de embarcarse en su navío con destino a Menfis.
Había tomado una decisión: dada la urgencia, debía ponerse en contacto con su jefe y pedirle consejo, tras haber despistado a los hombres de Serramanna que estaban siguiéndole.
El escriba del Ministerio de Asuntos Exteriores, a cargo de la redacción de los despachos, olvidando su peluca y la dignidad de su cargo, corrió hasta el despacho de Chenar ante las críticas miradas de sus colegas. ¿No era el autodominio la principal cualidad de un letrado?
Chenar estaba ausente.
Terrible dilema… ¿Aguardar el regreso del ministro o saltarse un peldaño jerárquico y llevar la misiva al rey? Pese a una probable regañina, el alto funcionario optó por la segunda solución.
Pasmados, sus colegas lo vieron abandonar el ministerio en horas de servicio, sin peluca todavía, y saltar al carro oficial que le permitiría llegar a palacio en unos pocos minutos.
Ameni recibió al funcionario y comprendió su emoción.
La carta, enviada por los servicios diplomáticos de Siria del Sur, llevaba los sellos de Muwattali, el emperador de los hititas.
—Puesto que mi ministro está ausente, he creído oportuno…
—Has hecho bien. No temas por tu carrera: el rey apreciará tu iniciativa.
Ameni sopesó la misiva, una tablilla de madera envuelta en una tela mancillada por varios sellos de barro seco, cubiertos de escritura hitita.
El escriba cerró los ojos esperando que se tratara de una pesadilla. Cuando volvió a abrirlos, el mensaje no había desaparecido y seguía quemándole los dedos.
Con la garganta seca, recorrió con pasos muy lentos la distancia que lo separaba del despacho de Ramsés. Tras haber pasado el día en compañía de su ministro de Agricultura y con los responsables de la irrigación, el rey estaba solo y preparaba un decreto para mejorar el mantenimiento de los diques.
—Pareces trastornado, Ameni.
Las manos del escriba presentaron la misiva oficial del emperador de Hatti, destinada al faraón.
—La declaración de guerra —murmuró Ramsés.