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Con la barbita perfectamente recortada, vestido con una gruesa túnica, el mercader sirio Raia se presentó en el despacho de Ameni. El secretario particular del faraón lo recibió enseguida.

—Me han dicho que me buscabais por toda la ciudad —declaró Raia con voz intranquila.

—Es cierto. Serramanna tenía la misión de traeros aquí, de buen grado o a la fuerza.

—A la fuerza… Pero ¿por qué razón?

—Pesan sobre vos graves sospechas.

El sirio pareció derrumbarse.

—Sospechas… sobre mí…

—¿Dónde os ocultabais?

—Pero… ¡Si no me ocultaba! Estaba en el puerto, en un almacén, y preparaba un envío de conservas de lujo. ¡En cuanto me he enterado de ese inverosímil rumor, he acudido a vos! Soy un honesto comerciante, instalado en Egipto desde hace varios años, y no he cometido ninguna clase de delito. Interrogad a los que me rodean, a mis clientes… Sabed que desarrollo mi actividad y estoy a punto de comprar un nuevo barco de transporte. Mis conservas se sirven en las mejores mesas y mis preciosos jarrones son obras maestras que adornan las más hermosas mansiones de Tebas, Menfis y Pi-Ramsés… ¡Soy incluso proveedor de palacio!

Raia había soltado su discurso con voz nerviosa.

—No pongo en duda vuestras cualidades comerciales —dijo Ameni.

—Pero… ¿de qué se me acusa?

—¿Conocéis a una tal Nenofar, una mujer ligera que vive en Pi-Ramsés?

—No.

—¿No estáis casado?

—Mi oficio no me dejaría tiempo para ocuparme de una mujer y una familia.

—Entonces debéis de tener ciertos apaños.

—Mi vida privada…

—Será mejor que respondáis.

Raia vaciló.

—Tengo algunas amigas, aquí y allá… Para seros sincero, trabajo tanto que el sueño es mi distracción preferida.

—¿Negáis pues haber visto a la tal Nenofar?

—Lo niego.

—¿Reconoceis que utilizáis un almacén en Pi-Ramsés?

—¡Claro que sí! He alquilado una gran nave en los muelles, pero pronto me resultará insuficiente. He decidido alquilar otro, en la misma ciudad. Lo utilizaré a partir del mes que viene.

—¿Quién es su propietario?

—Un colega egipcio, Renuf. Un buen hombre y un comerciante honesto que había comprado el local con la esperanza de progresar; como no lo utiliza, me lo ofreció a un precio razonable.

—¿De momento el local está vacío?

—Así es.

—¿Vais a menudo allí?

—Sólo he ido una vez, en compañía de Renuf, para firmar el contrato de alquiler.

—En ese local fue descubierto el cadáver de Nenofar.

La revelación pareció abrumar al mercader.

—La pobre moza había sido estrangulada —prosiguió Ameni— porque estaba a punto de revelar el nombre de la persona que le había obligado a testimoniar en falso.

Las manos de Raia temblaron, sus labios palidecieron.

—Un crimen… ¡Un crimen, en la capital, aquí! Que abominación… Cuanta violencia… Estoy trastornado.

—¿De qué origen sois?

—Sirio.

—Nuestra investigación nos ha convencido de que el culpable es un sirio.

—¡En Egipto los hay a millares!

—Sois sirio y en vuestro local fue asesinada Nenofar. ¿Turbadoras coincidencias, no?

—¡Sólo coincidencias, nada más!

—El crimen está vinculado a otro delito de extremada gravedad. Por eso el rey me ha pedido que actuara con rapidez.

—¡Soy sólo un mercader, un simple mercader! ¿Acaso mi naciente fortuna levanta calumnias y envidias? ¡Me enriquezco porque trabajo encarnizadamente! No he robado nada a nadie.

«Si Raia es el hombre que estamos buscando —pensó Ameni—, es un estupendo comediante.»

—Leed esto —exigió el escriba, y le entregó al sirio el informe del descubrimiento del cadáver de Nenofar, que incluía la fecha del crimen—. ¿Dónde estabais aquel día y aquella noche?

—Dejadme reflexionar, estoy tan desconcertado… Y con todos mis viajes, me pierdo un poco… ¡Ah sí, ya lo tengo! Estaba haciendo inventario de las mercancías en mi almacén de Bubastis.

Bubastis, la hermosa ciudad de la diosa gata Bastet, estaba a 80 kilómetros de Pi-Ramsés. Con un buen barco y fuerte corriente, sólo distaba de la capital cinco o seis horas.

—¿Alguien os vio allí?

—Sí, el jefe de mi almacén y mi director de ventas para la región.

—¿Cuánto tiempo permanecisteis en Bubastis?

—Llegué la víspera de la tragedia y me marché al día siguiente, hacia Menfis.

—Una coartada perfecta, Raia.

—Coartada… ¡Pero os estoy diciendo la verdad!

—¿El nombre de esos dos hombres?

Raia los escribió en un pedazo de papiro usado.

—Lo verificaré —prometió Ameni.

—¡Comprobaréis mi inocencia!

—Os ruego que no salgáis de Pi-Ramsés.

—¿Me… me detenéis?

—Tal vez sea necesario interrogaros de nuevo.

—Pero… ¡mi comercio! ¡Debo ir a diferentes provincias para vender unos jarros!

—Vuestros clientes esperarán un poco.

El mercader estaba al borde de las lágrimas.

—Puedo perder la confianza de muchas familias ricas… Siempre entrego el día indicado.

—Se trata de un caso de fuerza mayor. ¿Dónde os alojáis?

—En una casa pequeña, detrás de mi almacén en los muelles… ¿Cuánto tiempo va a durar esta persecución?

—Pronto lo habremos aclarado, tranquilizaos.

El gigante sardo fue a Bubastis en un viaje relámpago. Cuando regresó fueron necesarias tres copas de fuerte cerveza para apaciguar su cólera.

—He interrogado a los empleados de Raia —le dijo a Ameni.

—¿Confirman su coartada?

—La confirman.

—¿Lo jurarán ante un tribunal?

—¡Son sirios, Ameni! ¿Qué les importa el juicio de los muertos? ¡Mentirán desvergonzadamente, a cambio de una fuerte retribución! Para ellos, la Regla no cuenta. Si me estuviera permitido interrogarlos a mi modo, como cuando era pirata…

—Ya no eres pirata, y la justicia es el más preciado bien de Egipto. Maltratar a un ser humano es un delito.

—¿Y dejar en libertad a un criminal y un espía no lo es?

La intervención de un centinela puso fin al debate. Ameni y Serramanna fueron invitados a entrar en el vasto despacho de Ramsés.

—¿Cómo están las cosas? —preguntó el rey.

—Serramanna está convencido de que Raia, el mercader sirio, es un espía y un asesino.

—¿Y tú?

—Yo también.

El sardo dirigió una mirada de gratitud al escriba. Entre ellos había desaparecido cualquier rastro de disensión.

—¿Pruebas?

—Ninguna, majestad —confesó Serramanna.

—Si es detenido por simples presunciones, Raia exigirá ser oído por un tribunal, y será absuelto.

—Somos conscientes de ello —deploró Ameni.

—Dejádmelo a mí, majestad —imploró Serramanna.

—¿Debo recordar al jefe de mi guardia personal que cualquier brutalidad sobre la persona de un sospechoso acarrea una grave condena… para el agresor?

Serramanna suspiró.

—Estamos en un callejón sin salida —confesó Ameni—. Es probable que el tal Raia sea miembro de una red de espionaje pro-hitita, tal vez incluso su jefe. El hombre es inteligente, artero y comediante. Domina sus reacciones, sabe soltar una lágrima e indignarse, y adopta las apariencias de un mercader honesto y trabajador, cuya existencia está consagrada al trabajo. Pero es cierto, de todos modos, que se mueve por todo Egipto, va de ciudad en ciudad y habla con mucha gente; ¿existe mejor método para observar lo que ocurre en nuestro país y transmitir así precisas informaciones al enemigo?

—Raia se acostaba con Nenofar —afirmó Serramanna—, y le pagó para que mintiera. Creía que iba a callarse; fue su error. Ella quiso extorsionarlo, y la mató.

—Según vuestro informe —advirtió Ramsés—, el sirio estranguló a la muchacha en un local comercial que tenía alquilado. ¿Por qué esta imprudencia?

—El local no estaba a su nombre —recordó Ameni—. Llegar hasta el propietario, que no tiene nada que ver en este asunto, y luego hasta Raia no ha sido fácil.

—Raia pensó seguramente en suprimir al propietario —añadió Serramanna—, por miedo a que revelase su nombre; pero intervinimos a tiempo. De lo contrario, el sirio seguiría en las tinieblas. A mi entender, Raia no premeditó el asesinato de Nenofar. Viéndola en aquel lugar discreto, en un barrio donde nadie lo conocía, no corría riesgo alguno. Una severa advertencia, a su entender, debería bastar para calmarla. Pero la situación se complicó cuando a la moza se le ocurrió sacarle una pequeña fortuna por su silencio, y debió amenazarlo con contárselo todo a la policía si no accedía. Raia la mató y huyó, sin poder desplazar el cuerpo. Pero se ha forjado una coartada, gracias a sus cómplices sirios.

—Si estamos a punto de entrar en un conflicto directo con los hititas —comentó Ramsés—, la presencia de una red de espionaje en nuestro territorio es un grave problema. Vuestra reconstrucción de los hechos es convincente, pero lo más importante es saber cómo transmite Raia sus mensajes a los hititas.

—Un buen interrogatorio… —sugirió Serramanna.

—Un espía no hablará.

—¿Qué sugiere tu majestad? —preguntó el escriba.

—Interrógalo de nuevo y, luego, suéltalo. Intenta convencerlo de que no tenemos cargo alguno contra él.

—¡No va a creérselo!

—Claro —reconoció el rey—; pero al advertir que el cerco va cerrándose, se verá obligado a comunicarse con Hatti. Quiero saber como lo hace.