Uri-Techup, Hattusil, Putuhepa, el sumo sacerdote del dios de la tormenta, el de la diosa del sol, el jefe de los obreros, el inspector de los mercados y los demás dignatarios del imperio se habían reunido para escuchar el discurso del emperador.
El fracaso del plan de desestabilización de los protectorados egipcios había turbado los espíritus. Nadie dudaba de que el culpable hubiera sido el general Baduk, muerto de un modo trágico; ¿pero qué política preconizaría Muwattali? El clan de los militares, alentado por el ardoroso Uri-Techup, deseaba un enfrentamiento directo y rápido con Egipto; el de los mercaderes, cuyo poder financiero era considerable, prefería que se prolongara aquel estado de «ni guerra ni paz» favorable al florecimiento de los intercambios comerciales. Hattusil había recibido a sus representantes y aconsejado al emperador que no desdeñara su punto de vista. Hatti era un país de paso, por el que circulaban caravanas que debían pagar grandes tasas al Estado hitita y alimentaban así la casta militar. ¿Acaso un asno mediano no transportaba 65 kilos de mercancías diversas y hasta 80 kilos de tejidos? Tanto en las ciudades como en las aldeas, los mercaderes habían establecido verdaderos centros comerciales y puesto en marcha un eficaz sistema económico, gracias a las listas de género, a las instrucciones de transporte, a los contratos, a los reconocimientos de deuda y a particulares procedimientos judiciales. Si, por ejemplo, un mercader era convicto de asesinato, evitaba el tribunal y la cárcel pagando muy cara su libertad.
El ejército y el comercio: esos eran los dos pilares del poder del emperador. No podía prescindir ni de uno ni de otro. Puesto que Uri-Techup se convertía en el ídolo de los militares, Hattusil se encargaría de ser el privilegiado interlocutor de los mercaderes. Por lo que a los sacerdotes se refiere, estaban bajo la égida de su esposa Putuhepa, cuya familia era la más rica de la aristocracia hitita.
Muwattali era demasiado perspicaz para no haber percibido la intensidad de la solapada lucha que oponía a su hijo y su hermano. Concediéndoles a cada uno de ellos un campo de influencia limitado, satisfacía su ambición y controlaba la situación, pero ¿por cuánto tiempo? Muy pronto tendría que decidir.
Hattusil no era hostil a la conquista de Egipto, siempre que no consagrara a Uri-Techup como héroe y futuro emperador; necesitaba pues asegurarse más amistades en el ejército y socavar el poder de Uri-Techup. ¿No sería, para el hijo del emperador, una hermosa muerte en combate el más envidiable destino?
Hattusil apreciaba el modo de gobernar de Muwattali y se habría limitado a servirle si Uri-Techup no se hubiera convertido en una amenaza para el equilibrio del imperio.
Muwattali no debía esperar de su hijo respeto ni gratitud; entre los hititas, los vínculos familiares sólo tenían una importancia relativa. Según el legislador, el incesto era una práctica aceptable, siempre que no causara perjuicios a nadie; por lo que a la violación se refiere, no se castigaba con pesadas penas y ni siquiera era merecedora de sanción alguna si existía la menor presunción de consentimiento de la mujer agredida. Que un hijo asesinara a su padre para apoderarse del poder no escandalizaba demasiado la moral pública.
Confiar el mando del ejército a Uri-Techup era una idea genial; el hijo del emperador, ocupado en asentar su prestigio, no pensaría ya, en lo inmediato al menos, en suprimir a su padre. Pero, al final, reaparecería el peligro. A Hattusil le tocaba explotar aquel período y reducir la capacidad de Uri-Techup para hacer daño.
Un gélido cierzo soplaba sobre la ciudad alta, anunciando un invierno precoz. Los dignatarios fueron invitados a entrar en la sala de audiencias, caldeada por unos braseros. La atmósfera era pesada y tensa. A Muwattali no le gustaban los discursos ni las asambleas; prefería trabajar en la sombra y manipular a sus subordinados, uno a uno, evitando cargar con la presencia de un consejo.
En primera fila, la coraza nueva y reluciente de Uri-Techup contrastaba con el modesto atavío de Hattusil. Putuhepa, soberbia en su vestido rojo, tenía la dignidad de una reina; iba cubierta de joyas, entre ellas unos brazaletes de oro procedentes de Egipto.
Muwattali se sentó en su trono, un desnudo y modesto sitial de piedra.
En sus raras apariciones, todos se extrañaban de que aquel hombre insípido, de inofensiva apariencia, fuera el emperador de una nación tan belicosa; pero un observador atento advertía muy pronto, en su mirada y sus actitudes, una contenida agresividad dispuesta a manifestarse con la mayor violencia. Muwattali añadía la astucia a la fuerza bruta, y sabía golpear como un escorpión.
—El dios de la tormenta y la diosa del sol me confiaron a mí, y sólo a mí, este país, su capital y sus ciudades —declaró Muwattali—. Yo, el emperador, las protegeré, pues a mí me fueron entregados el poder y el carro de guerra.
Utilizando viejas fórmulas, Muwattali acababa de recordar que era el único que debía decidir, y que su hijo y su hermano, fuera cual fuese su influencia, le debían una obediencia absoluta. Al primer paso en falso serían implacablemente eliminados, y nadie discutiría su decisión.
—Al norte, al sur, al este y al oeste —prosiguió Muwattali—, la meseta de Anatolia está rodeada de montañas que nos protegen. Nuestras fronteras son inviolables. Pero la vocación de nuestro pueblo no es permanecer encerrado en su territorio. Mis predecesores declararon: «Que el país hitita sea limitado por el mar, tanto de un lado como del otro». Y yo declaro que las orillas del Nilo nos pertenecen.
Muwattali se levantó, su discurso había terminado. En pocas palabras acababa de anunciar la guerra.
La recepción organizada por Uri-Techup, para festejar su nombramiento, era brillante y apreciada. Gobernadores de fortalezas, oficiales superiores y soldados de élite evocaban hazañas pasadas y futuras victorias. El hijo del emperador anunció que se encargaría de los carros, dotándolos de nuevos equipamientos.
El embriagador perfume de un conflicto brutal e intenso flotaba en el aire.
Hattusil y su esposa abandonaron su puesto cuando irrumpieron un centenar de jóvenes esclavas que Uri-Techup ofrecía, como postre, a sus huéspedes. Habían recibido la orden de prestarse a todas sus fantasías, so pena de ser azotadas y enviadas a las minas de sal, una de las riquezas de Hatti.
—¿Os vais ya, amigos míos? —se extrañó el hijo del emperador.
—Mañana nos espera un día muy cargado —respondió Putuhepa.
—Hattusil tendría que quedarse un rato… En ese lote hay algunas asiáticas de dieciséis años, hermosas como yeguas. El vendedor me ha prometido que sus servicios serían excepcionales. Regresad a casa, querida Putuhepa, y conceded a vuestro marido esa pequeña distracción.
—No todos los hombres son unos cerdos —repuso ella—. En el futuro, ahorradnos semejantes invitaciones.
Hattusil y Putuhepa regresaron al ala del palacio donde se alojaban. Un austero marco, apenas alegrado por alfombras de lana multicolor, y algunos trofeos, cabezas de oso y lanzas cruzadas en las paredes.
Nerviosa, Putuhepa despidió a su camarera y se desmaquilló personalmente.
—Uri-Techup es un loco peligroso —afirmó.
—Es, sobre todo, el hijo del emperador.
—Pero tú eres su hermano.
—Para muchos, Uri-Techup es el sucesor designado de Muwattali.
—Designado… ¿Habrá cometido el emperador semejante error?
—De momento no es más que un rumor.
—¿Por qué no contrarrestarlo?
—No me preocupa en exceso.
—¿No será artificial tu serenidad?
—No, querida; se desprende de un análisis lógico de la situación.
—¿Tendrías la bondad de aclarármelo?
—Uri-Techup ha obtenido el puesto que soñaba; ya no necesita conspirar contra el emperador.
—¿Te estás volviendo ingenuo? ¡Él desea el trono!
—Es evidente, Putuhepa, ¿pero será capaz de conseguirlo?
La sacerdotisa miró atentamente a su marido. Enclenque y poco agraciado, Hattusil la había conquistado, sin embargo, por su inteligencia y su perspicacia. Tenía madera de gran estadista.
—Uri-Techup carece de lucidez —declaró Hattusil—, y no es consciente de la enormidad de su tarea. Mandar el ejército hitita exige competencias que él no posee.
—¿No es un excelente guerrero que ignora el miedo?
—Cierto, pero un general en jefe debe saber decidir entre tendencias distintas, contradictorias incluso. Semejante actuación exige experiencia, y paciencia.
—¡No es este el retrato de Uri-Techup!
—¿Puede haber algo más satisfactorio? Ese exaltado no tardará en cometer graves errores, que disgustarán a un general u otro. Las actuales facciones se fortalecerán y se dividirán, se manifestarán oposiciones y algunas fieras de largos colmillos intentarán devorar a un tirano incapaz de imponerse.
—El emperador ha anunciado la guerra… ¡Y le ha ofrecido el papel principal a Uri-Techup!
—En apariencia, sólo en apariencia.
—¿Estás seguro?
—Te lo repito, Uri-Techup se hace ilusiones sobre su capacidad. Descubrirá un mundo complejo y cruel. Sus sueños de guerrero se quebrarán contra los escudos de los infantes y serán aplastados por las ruedas de los carros. Pero eso no es todo…
—¿Quieres que languidezca, querido esposo?
—Muwattali es un gran emperador.
—¿Pretende explotar los defectos de su hijo?
Hattusil sonrió.
—El imperio es a la vez fuerte y frágil. Fuerte, porque su poderío militar es considerable; frágil, porque está amenazado por vecinos envidiosos, dispuestos a aprovechar su menor debilidad. Atacar Egipto y apoderarse de él es un buen proyecto, pero la improvisación llevaría a un desastre. Los buitres lo aprovecharían para hartarse con nuestros despojos.
—¿El propio Muwattali podrá controlar a un loco por la guerra como Uri-Techup?
—Uri-Techup ignora los verdaderos proyectos de su padre y el modo como pretende realizarlos. El emperador le ha dicho bastante para que se confíe, pero no le ha revelado lo esencial.
—¿Y a ti… te lo ha revelado?
—He tenido ese honor, Putuhepa. Y el emperador me ha confiado también una misión: poner en marcha su plan de acción sin avisar a su hijo.
Desde la terraza de su vivienda oficial, en la ciudad alta, Uri-Techup contemplaba la luna nueva. En ella estaba el secreto del porvenir, de su porvenir. Le habló así largo rato y le confió su deseo de llevar al ejército hitita a la victoria, aplastando a todo el que se opusiera a su avance.
El hijo del emperador levantó una copa llena de agua hacia el astro nocturno. Gracias a ese espejo esperaba averiguar los secretos del cielo. Entre los hititas, todos practicaban el arte de la adivinación; pero dirigirse directamente a la luna implicaba un riesgo que muy pocos se atrevían a correr.
Violada en su silencio, la luna se convertía en una curva espada que degollaba a su agresor, cuyo dislocado cuerpo recogerían al pie de las murallas. A sus amantes, en cambio, les concedía suerte en el combate.
Uri-Techup veneró a la reina de la noche, insolente e infiel.
Durante más de una hora permaneció muda. Luego el agua se rizó y comenzó a hervir. La copa ardía, pero Uri-Techup no la soltó.
El agua se calmó. En la plana superficie se dibujó el rostro de un hombre, tocado con la doble corona del Alto y del Bajo Egipto.
¡Ramsés!
Ése era el inmenso destino que se anunciaba a Uri-Techup: mataría a Ramsés y haría de Egipto un dócil esclavo.