Uri-Techup no podía soñar con una capital más hermosa.
Construida en la meseta de Anatolia central, donde las áridas estepas se alternaban con gargantas y barrancos, Hattusa, corazón del imperio hitita, tenía la violencia de sus abrasadores estíos y sus gélidos inviernos. Ciudad de montaña, ocupaba una superficie de 18.000 áreas en un terreno muy accidentado, que había exigido prodigios por parte de sus constructores. Compuesta por una ciudad baja y una ciudad alta, dominada por una acrópolis en la que se levantaba el palacio del emperador, Hattusa parecía, a primera vista, un gigantesco conjunto de fortificaciones de piedra que se adaptaban al caótico relieve. Rodeada de macizos montañosos que formaban barreras inaccesibles para un eventual agresor, la capital hitita parecía una fortaleza erigida sobre espolones rocosos y formada por enormes bloques dispuestos en hileras regulares. En todas partes, en el interior, se había utilizado la piedra para los cimientos y el ladrillo crudo y la madera para las paredes.
Hattusa, altiva y salvaje. Hattusa la guerrera y la invencible, donde pronto iba a ser aclamado el nombre de Uri-Techup.
Los nueve kilómetros de muralla, erizados de torres y almenas, alegraban el alma de un soldado; se amoldaban al escarpado terreno, escalaban picos, dominaban las hendiduras de las gargantas. La mano del hombre había sometido a la naturaleza arrebatándole el secreto de su fuerza. Dos puertas se abrían en la muralla de la ciudad baja, tres en la de la ciudad alta. Desdeñando la puerta de los Leones y la del Rey, Uri-Techup se dirigió hacia el punto de acceso más elevado, la puerta de las Esfinges, que se caracterizaba por una poterna de 45 metros de longitud que comunicaba con el exterior.
Ciertamente, la ciudad baja se adornaba con un prestigioso edificio, el templo del dios de la tormenta y de la diosa del sol, y el barrio de los santuarios no tenía menos de veintiún monumentos de distintos tamaños, pero Uri-Techup prefería la ciudad alta y el palacio real. Desde aquella acrópolis le gustaba contemplar las terrazas hechas de piedras yuxtapuestas, sobre las que se habían construido edificios oficiales y mansiones de notables, dispuestas al albur de las laderas.
Al entrar en la ciudad, el hijo del emperador había roto tres panes y derramado vino sobre un bloque, pronunciando la fórmula ritual: «Que esta roca sea eterna». Distribuidos aquí y allá, algunos recipientes llenos de aceite y miel estaban destinados a apaciguar a los demonios.
El palacio se levantaba sobre un imponente espolón rocoso compuesto por tres picos; murallas provistas de altas torres, permanentemente custodiadas por soldados de élite, aislaban la morada imperial del resto de la capital e impedían cualquier agresión. Muwattali, prudente y taimado, conservaba en la memoria los sobresaltos de la historia hitita y las encarnizadas luchas por la conquista del poder; la espada y el veneno habían sido argumentos empleados a menudo y muy pocos «grandes jefes» hititas habían fallecido a causa de una muerte natural. Era pues preferible que la «gran fortaleza», como la denominaba el pueblo, fuera inaccesible por tres costados; sólo una estrecha entrada, vigilada noche y día, daba acceso a visitantes, que eran debidamente registrados.
Uri-Techup se sometió al examen de los guardias que, como la mayoría de los soldados, habían recibido bien el nombramiento del hijo del emperador. Joven, valeroso, no se mostraría tan dubitativo como el general Baduk.
En el interior del recinto de palacio había varios depósitos de agua, indispensables durante los meses de estío. Caballerizas, armerías, sala de guardia daban a un patio enlosado. La planta del alojamiento imperial era, por otra parte, semejante a la de las demás moradas hititas, grandes o pequeñas, es decir, un conjunto de estancias dispuestas alrededor de un espacio central de forma cuadrada.
Un oficial saludó a Uri-Techup y lo introdujo en una sala de pesados pilares donde el emperador solía recibir a sus huéspedes. Leones y esfinges de piedra custodiaban la puerta y también el umbral de la sala de los archivos, que conservaba el recuerdo de las victorias del ejército hitita. En aquel lugar, afirmación de que el imperio era invencible, Uri-Techup se sintió engrandecido y confortado en su misión.
Dos hombres entraron en la sala. El primero era el emperador Muwattali, un quincuagenario de estatura media, ancho pecho y piernas cortas. Friolero, se envolvía en un largo manto de lana roja y negra. Sus ojos marrones estaban siempre alerta.
El segundo era Hattusil, el hermano menor del emperador. Bajo, enclenque, con los cabellos sujetos por una cinta, el cuello adornado con un collar de plata y un brazalete en el codo izquierdo, iba vestido con una tela multicolor que le dejaba los hombros al descubierto. Sacerdote de la diosa del sol, se había desposado con la hermosa Putuhepa, hija de un sumo sacerdote, inteligente e influyente. Uri-Techup los detestaba a ambos, pero el emperador escuchaba de buena gana sus consejos. Para el nuevo general en jefe, Hattusil era sólo un intrigante que se ocultaba a la sombra del poder para apoderarse de él en el momento propicio.
Uri-Techup se arrodilló ante su padre y le besó la mano.
—¿Encontraste al general Baduk?
—Sí, padre. Se ocultaba en la fortaleza de Masat.
—¿Cómo explica su actitud?
—Me agredió y lo maté. El gobernador de la fortaleza fue testigo de ello.
Muwattali se volvió hacia su hermano.
—Un horrendo drama —comentó Hattusil—, pero nadie le devolverá la vida a ese general vencido. Su desaparición parece un castigo de los dioses.
Uri-Techup no ocultó su sorpresa. ¡Hattusil se ponía por primera vez a su lado!
—Prudentes palabras —estimó el emperador—. Al pueblo hitita no le gustan las derrotas.
—Soy partidario de invadir inmediatamente Amurru y Canaán —dijo Uri-Techup—, y luego atacar Egipto.
—El Muro del rey es una sólida línea defensiva —objetó Hattusil.
—¡Pura ilusión! Los fortines están demasiado alejados unos de otros. Los aislaremos y los tomaremos todos, en una sola oleada de asalto.
—Me parece un optimismo excesivo. ¿No acaba de probar Egipto el valor de su ejército?
—¡Han vencido a cobardes! Cuando los egipcios choquen con los hititas, huirán.
—¿Olvidas acaso la existencia de Ramsés?
La pregunta del emperador calmó a su hijo.
—Mandarás un ejército victorioso, Uri-Techup, pero debemos preparar el triunfo. Librar batalla lejos de nuestras bases sería un error.
—Pero… ¿dónde lanzaremos la ofensiva?
—En un lugar en el que sean las fuerzas egipcias las que se encuentren lejos de sus bases.
—Os referís a…
—A Kadesh. Allí se librará la gran batalla que derrotará a Ramsés.
—Preferiría atacar los protectorados del faraón.
—He estudiado cuidadosamente los escritos de nuestros informadores y he sacado algunas conclusiones del fracaso de Baduk. Ramsés es un verdadero jefe de guerra, mucho más temible de lo que suponíamos. Será necesaria una larga preparación.
—¡Perdemos el tiempo inútilmente!
—No, hijo mío. Debemos golpear con fuerza y precisión.
—Nuestro ejército es muy superior a un hatajo de soldados egipcios y mercenarios. Tenemos la fuerza; daré pruebas de precisión aplicando mis propios planes. Todo está listo en mi cabeza; las palabras son inútiles. Me bastará con mandarlo para que mis tropas se lancen con un impulso irresistible.
—Yo gobierno Hatti, Uri-Techup. Únicamente actuarás de acuerdo con mis órdenes. Ahora prepárate para la ceremonia; me dirigiré a la corte en menos de una hora.
El emperador salió de la sala de las columnas.
Uri-Techup desafió a Hattusil.
—Tú intentas poner trabas a mis iniciativas, ¿verdad?
—No me ocupo del ejército.
—¿Te estás burlando de mí? A veces me pregunto si no serás tú quien gobierna el imperio.
—No injuries la grandeza de tu padre, Uri-Techup; Muwattali es el emperador y le sirvo lo mejor que puedo.
—¡Esperando su muerte!
—Tus palabras sobrepasan tu pensamiento.
—Esta corte es sólo intriga y tú eres su máximo ordenador. Pero no esperes triunfar.
—Me atribuyes intenciones que no tengo. ¿Eres capaz de admitir que un hombre pueda limitar sus ambiciones?
—No es tu caso, Hattusil.
—Supongo que será inútil intentar convencerte.
—Absolutamente inútil.
—El emperador te ha nombrado general en jefe, y ha hecho bien. Eres un excelente soldado, nuestras tropas confían en ti; pero no esperes actuar a tu guisa y sin control.
—Olvidas un hecho esencial, Hattusil; entre los hititas, el ejército dicta su ley.
—¿Sabes lo que quiere, en nuestro país, la mayoría de la gente? Su casa, su campo, su viña, sus cabezas de ganado…
—¿Estás predicando la paz?
—Que yo sepa, no se ha declarado la guerra.
—Quien hable a favor de la paz con Egipto debe ser considerado un traidor.
—Te prohíbo que interpretes mis palabras.
—Apártate de mi camino, Hattusil. De lo contrario, lo lamentarás.
—La amenaza es el arma de los débiles, Uri-Techup.
El hijo del emperador puso la mano en el pomo de su espada. Hattusil le hizo frente.
—¿Te atreverías a levantar tu arma contra el hermano de Muwattali?
Uri-Techup lanzó un grito de rabia y abandonó la gran sala martilleando las losas con sus furiosos pasos.