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Pese al aire frío, Uri-Techup sólo vestía un taparrabo de tosca lana. Con el torso desnudo, galopaba a toda velocidad, obligando a los jinetes colocados bajo sus órdenes a exigir el máximo esfuerzo de sus cabalgaduras. Alto, musculoso, cubierto de espeso vello rojizo, con los cabellos largos, Uri-Techup, hijo del emperador hitita Muwattali, se sentía orgulloso de haber sido nombrado general en jefe del ejército, tras el fracaso del levantamiento en los protectorados egipcios.

La rapidez y el vigor de la reacción de Ramsés habían sorprendido a Muwattali. Según Baduk, el ex general en jefe encargado de preparar la insurrección, controlarla y ocupar los territorios tras el éxito de la revuelta, la operación no presentaba especiales dificultades.

El espía sirio, instalado en Egipto desde hacía muchos años, había enviado mensajes menos tranquilizadores. A su entender, Ramsés era un gran faraón, de carácter firme y voluntad inflexible; Baduk había alegado que los hititas no tenían nada que temer de un rey sin experiencia y de un ejército compuesto por mercenarios, miedosos e incapaces. La paz impuesta por Seti había sido útil a Hatti, puesto que Muwattali necesitaba tiempo para asentar su autoridad, librándose de los grupos de ambiciosos que deseaban su trono. Ahora reinaba sin oposición.

La política de expansión podía volver a empezar. Y si existía algún país del que los anatolios quisieran apoderarse, para convertirse en dueños del mundo, ese era el Egipto de los faraones.

Según el general Baduk, la fruta estaba madura. Con Amurru y Canaán en manos de los hititas, bastaría con dirigirse al Delta, desmantelar las fortalezas que componían el Muro del rey e invadir el Bajo Egipto. Un plan magnífico, que había entusiasmado al estado mayor hitita.

Sólo había olvidado un elemento: Ramsés.

En la capital hitita, Hattusa[7], todos se preguntaban que falta había cometido el imperio contra los dioses. El único que no se hacía preguntas era Uri-Techup, ya que él cargaba el fracaso en la cuenta de la estupidez y la incompetencia del general Baduk. Así pues, el hijo del emperador recorría el país hitita no sólo para inspeccionar sus fortalezas sino para entrevistarse también con Baduk, que tardaba demasiado en regresar a la capital.

Pensó que lo encontraría en Gavur Kalesi[8], plaza fuerte erigida en la cima de una colina que formaba parte de los primeros contrafuertes montañosos, junto a la meseta anatolia. Tres gigantescas figuras de soldados armados revelaban el carácter guerrero del imperio hitita, frente al que sus adversarios sólo tenían dos soluciones: someterse o ser exterminados. A lo largo de los caminos, en los roquedales cercanos a los ríos, en bloques perdidos en plena campiña, los escultores habían grabado agresivos relieves que mostraban los infantes en marcha, con una jabalina en la mano y un arco colgado del hombro izquierdo. Por todas partes, en país hitita, triunfaba el amor a la guerra.

Uri-Techup había recorrido velozmente las fértiles llanuras, llenas de agua y flanqueadas por nogales. Ni siquiera había reducido el paso al atravesar los bosques de arces separados por marismas. El hijo del emperador se había empeñado en llegar lo antes posible a la fortaleza de Masat[9], aunque agotara a los hombres y las bestias. Era el último lugar donde podía refugiarse el general Baduk.

Pese a su resistencia y a la dureza de su entrenamiento, los jinetes hititas llegaron destrozados a Masat, edificada en un montículo, en medio de una llanura abierta entre dos hileras de montañas. Desde lo alto del promontorio era fácil observar los alrededores. Día y noche, los arqueros estaban apostados en las almenas de las torres de vigía. Elegidos entre las familias nobles, los oficiales hacían reinar una implacable disciplina.

Uri-Techup se detuvo a un centenar de metros de la entrada de la fortaleza. Una jabalina se clavó profundamente en el suelo, justo delante de su caballo. El hijo del emperador puso pie en tierra y avanzó.

—¡Abrid! —aulló—. ¿No me habéis reconocido?

La puerta de la fortaleza de Masat se entreabrió. En el umbral, diez infantes apuntaban con sus lanzas al recién llegado.

Uri-Techup los apartó.

—El hijo del emperador exige ver al gobernador.

Éste bajó corriendo de las murallas, a riesgo de romperse el cuello.

—¡Príncipe, qué honor!

Los soldados levantaron sus lanzas y formaron un pasillo de honor.

—¿Está aquí el general Baduk?

—Sí, lo he instalado en mis cuarteles.

—Condúceme hasta él.

Ambos hombres treparon por una escalera de piedras de altos y resbaladizos peldaños.

En lo alto de la plaza fuerte, se arremolinaba el cierzo. Grandes bloques rugosos formaban los muros de la residencia del gobernador, iluminada por candiles de aceite de los que brotaba una espesa humareda que ennegrecía los techos.

En cuanto vio a Uri-Techup, Baduk, un quincuagenario de gran corpulencia, se levantó.

—Príncipe Uri-Techup…

—¿Estáis bien, general Baduk?

—El fracaso de mi plan es inexplicable. Si el ejército egipcio no hubiera reaccionado con tanta rapidez, los insurrectos de Canaán y Amurru habrían tenido tiempo de organizarse. Pero no todo se ha perdido… El dominio de los egipcios es sólo aparente. Los potentados que se declaran fieles al faraón sueñan con ponerse bajo nuestra tutela.

—¿Por qué no ordenasteis a nuestras tropas, acantonadas junto a Kadesh, que atacaran al ejército enemigo cuando invadió Amurru?

El general Baduk pareció sorprendido.

—Hubiera sido necesaria una declaración de guerra con todos los requisitos… ¡Y no era una cosa que me compitiera a mí! Sólo el emperador podía tomar semejante decisión.

Tan ardiente y conquistador antaño, como Uri-Techup, Baduk ya sólo era un anciano agotado. Sus cabellos y su barba se habían vuelto grises.

—¿Habéis establecido el balance de vuestra acción?

—Es la razón por la que me he instalado aquí por algún tiempo… Redacto un informe preciso y sin benevolencia.

—¿Puedo retirarme? —preguntó el gobernador de la fortaleza, que no deseaba escuchar los secretos militares reservados al alto mando.

—No —respondió Uri-Techup.

El gobernador lamentaba asistir a la humillación del general Baduk, un gran soldado entregado a su patria. Pero la obediencia a las órdenes era la primera virtud hitita, y las exigencias del hijo del emperador no se discutían. Cualquier insubordinación se castigaba con la muerte inmediata, puesto que no había otro medio de mantener la cohesión de un ejército continuamente en pie de guerra.

—Las fortalezas de Canaán resistieron perfectamente los asaltos egipcios —indicó Baduk—; sus guarniciones, que nosotros mismos formamos, se negaron a rendirse.

—Una actitud que en nada cambió el resultado —consideró Uri-Techup—. Los insurrectos fueron exterminados, Canaán está de nuevo en manos egipcias. Y el mismo fracaso se produjo en Megiddó.

—¡Lamentablemente, sí! Y sin embargo, nuestros instructores habían dado una excelente formación a nuestros aliados. De acuerdo con la voluntad del emperador, habían regresado a Kadesh para que no pudiera encontrarse, ni en Canaán ni en Amurru, ningún rastro de la presencia hitita.

—¡Hablemos de Amurru! ¿Cuántas veces afirmasteis que su príncipe comía en vuestra mano y que no volvería a someterse a Ramsés?

—Fue mi mayor error —aceptó Baduk—. La maniobra del ejército egipcio fue excelente; en vez de tomar la ruta costera, que le hubiera llevado a la emboscada tendida por nuestros nuevos aliados, pasó por el interior. Atacado por la espalda, el príncipe de Amurru no tuvo más remedio que rendirse.

—¡Rendirse, rendirse! —clamó Uri-Techup—. ¡Sólo tenéis esa palabra en la boca! La estrategia que defendíais estaba destinada a debilitar el ejército egipcio, cuya infantería y carros debían ser aniquilados. Pero lo único que hemos conseguido es que los soldados del faraón hayan sufrido pocas bajas. Ahora las tropas confían en su valor y Ramsés ha obtenido una victoria.

—Soy consciente de mi fracaso y no intento minimizarlo. Me equivoqué al confiar en el príncipe de Amurru, que prefirió el deshonor al combate.

—La derrota no tiene cabida en la carrera de un general hitita.

—No se trata de la derrota de mis hombres, príncipe, sino de la mala aplicación de un plan de desestabilización de los protectorados egipcios.

—¿Tuvisteis miedo de Ramsés, no es cierto?

—Sus fuerzas eran mayores de lo que imaginábamos, y mi misión consistía en fomentar revueltas, no en enfrentarme a los egipcios.

—A veces, Baduk, hay que saber improvisar.

—Soy un soldado, príncipe, y debo obedecer las órdenes.

—¿Por qué os habéis refugiado aquí en vez de regresar a Hattusa?

—Ya os lo he dicho, quería redactar mi informe con cierta perspectiva. Y tengo una buena noticia: gracias a nuestros aliados en Amurru se iniciará de nuevo la insurrección.

—Estáis soñando, Baduk.

—No, príncipe… Dadme un poco de tiempo y lo conseguiré.

—Ya no sois general en jefe del ejército hitita. El emperador lo ha decidido: yo os sustituyo.

Baduk dio unos pasos hacia la gran chimenea donde ardían unos troncos de encina.

—Os felicito, Uri-Techup. Vos nos conduciréis a la victoria.

—Tengo otro mensaje para vos, Baduk.

El ex general se calentó las manos, volviendo la espalda al hijo del emperador.

—Os escucho, príncipe.

—Sois un cobarde.

Uri-Techup desenvainó su espada y la hundió en los riñones de Baduk. El gobernador quedó petrificado.

—Este cobarde era también un traidor —afirmó Uri-Techup—. Se ha negado a admitir su degradación y me ha atacado. Tú eres testigo.

El gobernador se inclinó.

—Toma en hombros el cadáver, llévalo al patio y quémalo sin celebrar el ritual funerario reservado a los guerreros. Así perecen los generales vencidos.

Mientras el cadáver de Baduk ardía ante la mirada de la guarnición, Uri-Techup untaba personalmente, con grasa de carnero, los ejes del carro de guerra que lo llevaría hasta la capital para demandar una guerra total contra Egipto.