Ante las miradas de Ramsés, Ameni y Acha, Serramanna devoraba. Instalado en el comedor de palacio, absorbía paté de pichones, costillas de buey asadas, habas con grasa de oca, pepinos a la crema, sandía, queso de cabra. Demostrando un insaciable apetito, apenas se tomaba tiempo para beber tragos de un vino tinto de cuerpo, que no cortaba con agua.
Saciado por fin, miró a Ameni con malos ojos.
—¿Por qué me encarcelaste, escriba?
—Te presento mis excusas. No sólo me engañaron, también actué con precipitación, a causa de la marcha del ejército hacia el norte. Mi única intención era proteger al rey.
—Excusas… ¡Vete a la cárcel y ya verás! ¿Dónde está Nenofar?
—Muerta —respondió Ameni—. Asesinada.
—No puedo compadecerla. ¿Quién la manipuló e intentó librarse de mí?
—Lo ignoramos, pero lo sabremos.
—Yo lo sé.
El sardo vació una nueva copa de vino y se secó los bigotes.
—Habla —exigió el rey.
Serramanna guardó silencio.
—Majestad, os lo he advertido. Cuando Ameni me detuvo, me disponía a haceros cierto número de revelaciones que podrían disgustaros.
—Te escuchamos, Serramanna.
—El hombre que quiso eliminarme, majestad, es Romé, el intendente que vos elegisteis. Cuando introdujo un escorpión en vuestra cámara, a bordo del barco, sospeché de Setaú y me equivoqué; cuando vuestro amigo me cuidó, aprendí a conocerlo. Es un hombre recto, incapaz de mentir, de hacer trampas o de perjudicar. Romé, en cambio, es vicioso. ¿Quién puede estar mejor situado para robar el chal de Nefertari? Y él, o uno de sus ayudantes, robó la jarra de pescado seco.
—¿Por qué razón iba a actuar así?
—Lo ignoro.
—Ameni considera que nada debo temer de Romé.
—Ameni no es infalible —repuso con vivacidad el sardo—. En mi caso se equivocó… ¡Pues con Romé, lo mismo!
—Yo mismo lo interrogaré —anunció Ramsés—. ¿Sigues defendiendo a Romé, Ameni?
El secretario particular del faraón movió negativamente la cabeza.
—¿Más revelaciones, Serramanna?
—Sí, majestad.
—¿A quién se refieren?
—A vuestro amigo Moisés. A este respecto, mi convicción es firme; y puesto que sigo encargándome de protegeros, debo ser sincero.
Los acerados ojos de Ramsés habrían asustado a más de uno. Con la ayuda de un nuevo trago de vino, Serramanna alivió su conciencia.
—Para mí, Moisés es un traidor y un conspirador. Su objetivo era ponerse a la cabeza del pueblo hebreo y fundar un principado independiente en el Delta. Tal vez sienta amistad por vos; pero al final, si sigue vivo, será el más implacable de vuestros enemigos.
Ameni temió una reacción violenta por parte del rey. Ramsés permaneció extrañamente tranquilo.
—¿Es una simple suposición o el resultado de una investigación?
—Una investigación tan profunda como ha sido posible. Además he sabido que Moisés había mantenido varios contactos con un extranjero que se hacía pasar por arquitecto. Ese hombre vino a alentarlo, a ayudarlo incluso; vuestro amigo el hebreo era el centro de una maquinación contra Egipto.
—¿Identificaste al falso arquitecto?
—Ameni no me dio tiempo.
—Olvidemos esa disputa, aunque hayas sufrido. Debemos aliar nuestras fuerzas.
Tras una larga vacilación, Ameni y Serramanna se dieron un abrazo algo tosco. El escriba creyó asfixiarse con la presión del sardo.
—No podría existir peor hipótesis —consideró el rey—. Moisés es un ser testarudo; si tienes razón, Serramanna, irá hasta el final. ¿Pero quién conoce hoy, realmente, su ideal? ¿Lo conoce él mismo? Antes de acusarlo de alta traición, debemos escucharlo. Y para escucharlo, debemos encontrarlo.
—Ese falso arquitecto —intervino Acha intrigado—, ¿no será un manipulador de primer orden?
—Antes de forjarnos una opinión definitiva tendremos que aclarar muchas zonas oscuras —consideró Ameni.
Ramsés puso la mano en el hombro del sardo.
—Tu franqueza es una cualidad rara, Serramanna; sobre todo, no la pierdas.
Durante la semana que siguió al regreso triunfal de Ramsés, Chenar, como ministro de Asuntos Exteriores, sólo tuvo buenas noticias para comunicar a su hermano.
Los hititas no habían presentado ninguna protesta oficial y seguían sin reaccionar ante el hecho consumado. La demostración de fuerza del ejército egipcio y su rapidez de ejecución parecían haberles convencido de respetar el pacto de no agresión impuesto por Seti.
Antes de que Acha saliera hacia una gira de inspección por los protectorados, Chenar organizó un banquete cuyo invitado de honor fue su antiguo colaborador. Sentado a la diestra del dueño de la casa, cuyas recepciones encantaban a la alta sociedad de Pi-Ramsés, el joven diplomático apreció las danzas de tres muchachas casi desnudas, salvo por un cinturón de tejido coloreado que no les ocultaba el sexo de azabache; evolucionaban con gracia al compás de una melodía, rápida a veces, lánguida otras, tocada por una orquesta femenina compuesta por una arpista, tres flautistas y una oboísta.
—¿Cuál deseáis para pasar la noche, mi querido Acha?
—Os sorprenderé, Chenar, pero acabo de vivir una agotadora semana con una viuda insaciable y sólo aspiro a dormir doce horas antes de emprender el camino hacia Canaán y Amurru.
—Gracias a esta música y a la charla de mis invitados, podemos conversar con toda tranquilidad.
—Ya no trabajo en el ministerio, pero mi nueva misión no debe disgustaros.
—Ni vos ni yo podíamos esperar nada mejor.
—Sí, Chenar. Ramsés habría podido morir, o ser herido, o quedar deshonrado.
—No imaginé que añadiría cualidades de estratega a su innato poderío. Pensándolo bien, su victoria es sólo relativa. ¿Ha hecho algo más que reconquistar los protectorados? Me sorprende la falta de reacción de los hititas.
—Analizan la situación. Pasada su sorpresa, golpearán.
—¿Cómo pensáis actuar, Acha?
—Al darme plenos poderes en nuestros protectorados, Ramsés me ha proporcionado un arma decisiva. Con la excusa de reorganizar nuestro sistema defensivo, lo desmontaré poco a poco.
—¿No teméis que os desenmascaren?
—Ya he conseguido convencer a Ramsés de que mantenga a los príncipes de Canaán y Amurru a la cabeza de su provincia. Son personajes tortuosos y corruptos que se venderán al mejor postor; me será fácil hacerles pasar al bando hitita, y la famosa zona de seguridad con la que sueña Ramsés, sólo será una ilusión.
—No cometáis imprudencias, Acha; el envite es considerable.
—No ganaremos la partida si no corremos ciertos riesgos. Lo más difícil será averiguar la estrategia de los hititas; afortunadamente, tengo ciertos dones en ese campo.
Un inmenso imperio que fuera de Nubia a Anatolia, un imperio del que sería el dueño… Chenar no se atrevía a creerlo, pero he aquí que su sueño iba transformándose, poco a poco, en realidad. Ramsés no sabía elegir a sus amigos: Moisés, un asesino y un sedicioso; Acha, un traidor; Setaú, un excéntrico sin envergadura. Quedaba Ameni, intratable e incorruptible, pero carente de ambición.
—Tendremos que arrastrar a Ramsés a una guerra insensata —prosiguió Acha—. Así quedará como el responsable del hundimiento de Egipto y vos como su salvador: esa es la línea directriz que no debemos olvidar.
—¿Os ha confiado Ramsés otra misión?
—Sí, encontrar a Moisés. El rey rinde culto a la amistad. Aunque el sardo cree a Moisés culpable de alta traición, el faraón no lo condenará sin haberle escuchado.
—¿Alguna pista seria?
—Ninguna. O el hebreo murió de sed en el desierto o se oculta en una de las innumerables tribus que recorren el Sinaí y el Negeb. Si se esconde en Canaán o en Amurru, acabaré sabiéndolo.
—Si se pusiera a la cabeza de una tribu rebelde, Moisés podría seros útil.
—Hay un detalle turbador —precisó Acha—. Según Serramanna, Moisés mantuvo misteriosos contactos con un extranjero.
—¿Aquí, en Pi-Ramsés?
—En efecto.
—¿Lo han identificado?
—No, sólo se sabe que se hacía pasar por arquitecto.
Chenar fingió indiferencia.
De modo que Ofir ya no era absolutamente desconocido. De momento no era más que una sombra, pero se convertía en una potencial amenaza. Ningún vínculo, de clase alguna, debía poder establecerse entre Chenar y él. Practicar la magia negra contra el faraón se castigaba con la pena de muerte.
—Ramsés exige la identificación del personaje —indicó Acha.
—Sin duda un hebreo en situación irregular… Tal vez sea él quien se llevó a Moisés por los caminos del exilio. Apuesto a que no volveremos a verlos.
—Es probable… Contemos con Ameni para intentar aclarar este asunto, sobre todo después de su grave error.
—¿Creéis que Serramanna va a perdonárselo?
—El sardo me parece bastante rencoroso.
—¿No cayó en una especie de emboscada? —preguntó Chenar.
—Un sirio compró la complicidad de una prostituta y la estranguló para impedir que hablara después de haber acusado al sardo. Y ese mismo extranjero imitó la escritura de Serramanna para hacer creer que era un espía a sueldo de los hititas. Una mentira no desprovista de habilidad, pero en exceso superficial.
Chenar tuvo dificultades para mantener la calma.
—Y eso significa…
—Que una red de espionaje actúa en nuestro territorio.
Raia, el mercader sirio, el principal aliado de Chenar, estaba en peligro. ¡Y era Acha, su otro aliado fundamental, el que intentaba descubrirlo y detenerlo!
—¿Deseáis que mi ministerio investigue a ese sirio?
—Ameni y yo nos encargaremos de ello. Mejor será actuar con discreción para no espantar la caza.
Chenar bebió un gran trago de vino blanco del Delta. Acha nunca sabría la magnitud de la ayuda que le proporcionaba.
—Un notable tendrá serios problemas —reveló el joven diplomático, divertido.
—¿Quién?
—El gordo Romé, el tiránico intendente de palacio. Serramanna lo ha puesto bajo vigilancia porque está convencido de que Romé merece la cárcel.
A Chenar le dolía la espalda, como a un luchador agotado, pero consiguió poner buena cara. Tenía que actuar deprisa, muy deprisa, para disipar las tormentas que comenzaban a rugir.