Por medio de señales ópticas, los vigías de las fortalezas y fortines de vigilancia acababan de anunciarlo: llegaba Ramsés.
La capital entró inmediatamente en efervescencia. Del barrio contiguo al templo de Ra a los talleres cercanos al puerto, de las villas de los altos funcionarios a las moradas del pueblo llano, del palacio a los almacenes, todos corrían para cumplir la tarea que les había sido confiada y estar listos para el excepcional momento de la entrada del soberano en Pi-Ramsés.
El intendente Romé ocultaba su creciente calvicie bajo una corta peluca. Privado de sueño desde hacía cuarenta y ocho horas, acuciaba a sus subordinados, culpables todos de lentitud e imprecisión. Sólo en la mesa real serían necesarios centenares de cuartos de buey asados, varias decenas de ocas, doscientos cestos de carne y pescado secos, cincuenta botes de crema, un centenar de platos de pescado preparado con especias, por no mencionar las legumbres y frutas. Los vinos tenían que ser de irreprochable calidad, al igual que las cervezas de fiesta. Y debían organizarse mil banquetes en los distintos barrios de la ciudad, para que incluso los más desfavorecidos participaran, aquel día, en la gloria del rey y la felicidad de Egipto. Y al menor inconveniente, todos los dedos le señalarían a él, Romé.
Leyó el último papiro de entrega: mil panes de variadas formas y de harina muy fina, dos mil hogazas doradas y crujientes, veinte mil pasteles con miel, jugo de algarrobo y rellenos de higos, trescientos cincuenta y dos sacos de uva que debía colocarse en copas, ciento doce de granadas y otros tantos de higos…
—¡Ahí está! —exclamó el copero.
De pie en el tejado de la cocina, un pinche hacía grandes gestos.
—No es posible…
—Sí, ¡es él!
El pinche saltó al suelo, el copero corrió hacia la gran avenida de la capital.
—¡Quedaos aquí! —aulló Romé.
En menos de un minuto, la cocina y las dependencias del palacio estuvieron desiertas. Romé se derrumbó en un taburete de tres patas. ¿Quién sacaría de los sacos los racimos de uva y quién los presentaría artísticamente?
Fascinaba.
Era el sol, el poderoso toro, el protector de Egipto y el vencedor de los países extranjeros, el rey de grandiosas victorias, el elegido por la luz divina.
Era Ramsés.
Tocado con una corona de oro, vestido con una armadura plateada y un paño orillado de oro, con un arco en la mano izquierda y una espada en la diestra, se mantenía erguido en la plataforma del carro adornado de lises que Acha conducía. Matador, el león nubio de llameante melena, avanzaba al compás de los caballos.
La prestancia de Ramsés unía el poderío al fulgor. En él se encarnaba la más completa expresión de faraón.
La muchedumbre se apretujaba a ambos lados de la larga vía procesional que conducía al templo de Amón. Con los brazos llenos de flores, perfumados con el óleo festivo, músicos y cantores celebraban el regreso del rey con un himno de bienvenida. «Ver a Ramsés —decía— alegra el corazón»; de modo que se atropellaban al paso del monarca para divisarlo, aunque sólo fuera un instante.
En el umbral del espacio sagrado, Nefertari, la gran esposa real. La dulce de amor, aquella cuya voz proporcionaba la felicidad, la soberana de las Dos Tierras, cuya corona con dos altas plumas tocaba el cielo y cuyo collar de oro ornado con un escarabeo de lapislázuli contenía el secreto de la resurrección, tenía en sus manos un codo, símbolo de Maat, la Regla eterna.
Cuando Ramsés descendió del carro, la muchedumbre guardó silencio.
El rey se dirigió hacia la reina lentamente. Se detuvo a tres metros de ella, soltó el arco y la espada, y colocó el puño derecho, cerrado, sobre su corazón.
—¿Quién eres tú, que te atreves a contemplar a Maat?
—Soy el hijo de la luz, el heredero del testamento de los dioses, el que garantiza la justicia y no hace diferencia alguna entre el fuerte y el débil. Debo proteger todo Egipto de la desgracia, tanto en el interior como en el exterior.
—¿Has respetado a Maat lejos de la tierra sagrada?
—He practicado la Regla y deposito mis actos ante ella para que me juzgue. Así, el país quedará sólidamente arraigado en la verdad.
—Que la Regla te reconozca como un ser de rectitud.
Nefertari levantó el codo de oro que brilló bajo el sol. Durante largos minutos, la muchedumbre aclamó a su rey. Ni siquiera Chenar, subyugado, pudo impedirse murmurar el nombre de su hermano.
En el primer gran patio al aire libre del templo de Amón sólo eran admitidos los notables de Pi-Ramsés, impacientes por asistir a la ceremonia de entrega del «oro del valor». ¿A quién condecoraría el faraón, qué ascensos concedería? Circulaban varios nombres e incluso se habían hecho apuestas.
Cuando el rey y la reina se asomaron a la «ventana de aparición», todos contuvieron el aliento. Los generales se mostraban en primera fila, espiándose por el rabillo del ojo.
Dos portaabanicos estaban dispuestos a acompañar hasta la ventana a los afortunados elegidos. Por una vez, el secreto se había guardado bien; incluso las comadres de la corte permanecían en la incertidumbre.
—Sea honrado primero el más valeroso de mis soldados —declaró Ramsés—, aquel que nunca vaciló en arriesgar su vida para proteger la del faraón. Que se adelante Matador.
Amedrentada, la concurrencia se abrió para dar paso al león, que pareció complacido al ver que todas las miradas convergían hacia él. Contoneándose, con paso felino, caminó hasta la ventana de aparición. Ramsés se inclinó, le acarició la frente y le puso al cuello una delgada cadena de oro que convertía a la fiera en una de las más notables personalidades de la corte. Satisfecho, el león se tendió en la posición de la esfinge.
El rey murmuró dos nombres al oído de los portaestandartes. Rodeando a Matador, dejaron atrás la hilera de los generales, la de los oficiales superiores, y la de los escribas, y rogaron a Setaú y Loto que los siguieran. El encantador de serpientes protestó, pero su bella esposa le tomó de la mano.
Ver pasar a la nubia, de piel dorada y fino talle, alegró a los más hastiados, pero el rústico aspecto de Setaú, envuelto en su piel de antílope con múltiples bolsillos, no obtuvo los mismos sufragios.
—Honrados sean quienes cuidaron a los heridos y salvaron numerosas vidas —dijo Ramsés—. Gracias a su ciencia y su abnegación, valerosos hombres vencieron el sufrimiento y han regresado al país.
Inclinándose de nuevo, el rey puso varios aros de oro en las muñecas de Setaú y de Loto. La bella nubia estaba conmovida, el encantador de serpientes mascullaba.
—Encargo a Setaú y Loto la dirección del laboratorio de palacio —añadió Ramsés—. Su misión será perfeccionar los remedios a base de veneno de reptiles y encargarse de que se distribuyan por todo el país.
—Preferiría mi casa del desierto —murmuró Setaú.
—¿Lamentáis estar más cerca de nosotros? —preguntó Nefertari.
La sonrisa de la reina desarmó al gruñón.
—Vuestra majestad…
—Vuestra presencia en palacio, Setaú, será un honor para la corte.
Molesto, Setaú se ruborizó.
—Hágase según los deseos de vuestra majestad.
Los generales, algo sorprendidos, se guardaron mucho de emitir la menor crítica. ¿Acaso no habían recurrido, en un momento u otro, al arte de Setaú y de Loto para facilitar una digestión difícil o aliviar una respiración pesada? El encantador de serpientes y su esposa habían mantenido correctamente el tipo durante la campaña. Su recompensa, aunque excesiva en opinión de los oficiales, no era inmerecida.
Quedaba por saber cual de los generales sería distinguido y accedería al puesto de comandante en jefe del ejército de Egipto, a las órdenes directas del faraón. El envite era importante, pues el nombre del afortunado elegido sería revelador de la política futura de Ramsés. Elegir al general de más edad sería prueba de pasividad y repliegue; el jefe de los carros anunciaría una inminente guerra.
Los dos portaabanicos enmarcaron a Acha.
Fino, elegante, muy cómodo, el joven diplomático levantó una respetuosa mirada hacia la pareja real.
—Yo te honro, mi noble y fiel amigo —declaró Ramsés—, pues tus consejos me han sido preciosos. Tampoco tú has vacilado en exponerte al peligro y supiste convencerme de que modificara mis planes cuando la situación lo exigía. La paz se ha restablecido, pero sigue siendo frágil. Sorprendimos a los rebeldes con la rapidez de nuestra intervención; pero ¿cómo reaccionarán los hititas, verdaderos autores de esos disturbios? Ciertamente hemos reorganizado las guarniciones de nuestras fortalezas en Canaán y hemos dejado tropas en la provincia de Amurru, la más expuesta a una brutal revancha del enemigo. Pero es preciso coordinar nuestros esfuerzos de defensa en los protectorados, para que no estalle una nueva sedición. Confío esta misión a Acha. En adelante, la seguridad de Egipto descansa en gran medida sobre sus hombros.
Acha se inclinó, Ramsés le puso al cuello tres collares de oro. El joven diplomático accedía al estatuto de grande de Egipto.
El mismo rencor unió a los generales. Un dignatario sin experiencia no podría cumplir una tarea tan difícil. El rey acababa de cometer un grave error; era imperdonable que careciera hasta ese punto de confianza en la jerarquía militar.
Chenar perdía a su ayudante en el Ministerio de Asuntos Exteriores, pero ganaba un precioso aliado, de grandes poderes. Nombrando a su amigo para aquel puesto, Ramsés corría a su perdición. La mirada de connivencia que Acha y Chenar intercambiaron fue para este último el mejor momento de la ceremonia.
Acompañado por su perro y su león, llenos de júbilo al encontrarse y jugar juntos, Ramsés había abandonado el templo y tomado de nuevo el carro para cumplir una promesa.
Homero había rejuvenecido. Sentado bajo su limonero, quitaba el hueso a los dátiles que Héctor, el gato negro y blanco, ahíto de carne fresca, contemplaba con la mayor indiferencia.
—Siento no haber asistido a la ceremonia, majestad; mis viejas piernas se han hecho perezosas, ya no puedo permanecer de pie durante horas. Me satisface veros de nuevo en perfecta salud.
—¿Me ofreceréis esa cerveza de jugo de dátil que vos mismo habéis preparado?
En la paz del anochecer, ambos hombres degustaron el delicado brebaje.
—Me proporcionáis un raro placer, Homero: el de creer, por un instante, que soy un hombre como los demás, capaz de disfrutar un momento de quietud sin pensar en el mañana. ¿Progresa vuestra Ilíada?
—Está sembrada, como mi memoria, de matanzas, cadáveres, amistades perdidas y manejos divinos. ¿Pero acaso tienen los hombres un destino distinto de su propia locura?
—La gran guerra que mi pueblo teme no ha estallado; los protectorados de Egipto han vuelto a su seno, y espero crear un territorio infranqueable entre los hititas y nosotros.
—¡Ése es un gesto muy prudente en un joven monarca animado por semejante ardor! ¿Sois acaso la milagrosa alianza de la prudencia de Príamo y el valor de Aquiles?
—Estoy convencido de que a los hititas les dolerá mi victoria. Esta paz es sólo una tregua… Mañana, la suerte del mundo se decidirá en Kadesh.
—¿Por qué tan dulce anochecer está preñado de mañana? Los dioses son crueles.
—¿Aceptaréis ser mi huésped en el banquete de esta noche?
—Siempre que regrese pronto; a mi edad, el sueño es la principal virtud.
—¿Habéis soñado alguna vez que la guerra ya no existía?
—Escribo la Ilíada con el objetivo de pintarla con tan horribles colores que los hombres retrocedan ante su deseo de destruir; pero ¿escucharán los generales la voz de un poeta?