La provincia de Amurru estaba de fiesta. El príncipe Benteshina había querido celebrar de modo resonante la presencia de Ramsés y la reinstauración de la paz. Solemnes declaraciones de fidelidad habían sido inscritas en papiros y el príncipe se había comprometido a entregar lo antes posible, por barco, troncos de cedro que serían colocados ante los pilonos de los templos de Egipto. Los soldados libaneses llenaban de amistad a sus homólogos egipcios, el vino corría a chorros, las mujeres de la provincia reconquistada supieron hechizar a sus protectores.
Encantados, aunque aquel forzado júbilo no los engañara, Setaú y Loto participaron en los festejos y tuvieron la fortuna de conocer a un viejo brujo enamorado de las serpientes. Aunque las especies locales carecieran de una calidad especial de veneno y una agresividad superior a las que vivían en Egipto, los especialistas intercambiaron ciertos secretos del oficio.
Pese a las atenciones de su anfitrión, Ramsés no se relajaba. Benteshina cargó esta actitud en la cuenta de la necesaria gravedad que el faraón, el hombre más poderoso del mundo, debía mantener en cualquier circunstancia.
Pero Acha no opinaba lo mismo.
Al finalizar un banquete que había reunido a los oficiales superiores de Egipto y Amurru, Ramsés se retiró a la terraza del palacio principesco donde Benteshina había alojado a su ilustre huésped.
La mirada del rey estaba clavada en el norte.
—¿Puedo interrumpir tu meditación?
—¿Qué quieres, Acha?
—No pareces apreciar demasiado la generosidad del príncipe de Amurru.
—Traicionó, y volverá a traicionar. Pero sigo tus consejos: ¿por qué sustituirlo si ya conocemos sus vicios?
—No estás pensando en él.
—¿Conoces acaso mis preocupaciones?
—Tu mirada está clavada en Kadesh.
—Kadesh, el orgullo de los hititas, el símbolo de su dominio sobre la Siria del Norte, el permanente peligro que amenaza Egipto. Sí, pienso en Kadesh.
—Atacar esa plaza fuerte supone penetrar en zona de influencia hitita. Si tomas esta decisión, debemos declararle la guerra en toda regla.
—¿Respetaron ellos las reglas cuando fomentaron revueltas en nuestros protectorados?
—Eran sólo movimientos de insumisión. Atacar Kadesh es cruzar la verdadera frontera entre Egipto y el imperio hitita. Dicho de otro modo, la gran guerra. Un conflicto que puede durar varios meses y destruirnos.
—Estamos listos.
—No, Ramsés. Tus éxitos no deben ponerte eufórico.
—¿Te parecen irrisorios?
—Sólo has vencido a guerreros mediocres; los de Amurru rindieron las armas sin combatir. No será así con los hititas. Además, nuestros hombres están agotados e impacientes por regresar a Egipto. Comprometerse ahora en un conflicto de tal envergadura nos llevaría al desastre.
—¿Tan débil es nuestro ejército?
—Los cuerpos y los espíritus estaban preparados para una campaña de reconquista, no para atacar un imperio cuya capacidad militar es superior a la nuestra.
—¿No será peligrosa tu prudencia?
—La batalla de Kadesh tendrá lugar si ese es tu deseo; pero debes saber prepararla.
—Esta noche tomaré una decisión.
La fiesta había terminado.
Al amanecer, la consigna había circulado por los acuartelamientos: zafarrancho de combate. Dos horas más tarde, Ramsés se presentó en su carro, tirado por sus dos fieles caballos. El rey llevaba la coraza de combate.
Muchos sintieron un peso en el estómago. ¿Sería fundado el insensato rumor que circulaba? Atacar Kadesh, marchar contra la indestructible ciudadela hitita, chocar de frente con unos bárbaros de inigualable crueldad… ¡No, el joven rey no había podido concebir tan insensato proyecto! Heredero de la sabiduría de su padre, respetaría la zona de influencia adversaria y elegiría consolidar la paz.
El monarca pasó revista a sus tropas. Los rostros estaban tensos e inquietos; del soldado más joven al más experimentado veterano, los hombres se mantenían rígidos, con los músculos casi doloridos. De las palabras que el faraón pronunciara dependía el resto de su existencia.
Puesto que detestaba los desfiles militares, Setaú se había tendido boca abajo en su carro mientras Loto, cuyos pechos desnudos rozaban sus omóplatos, le daba un masaje.
El príncipe Benteshina se escondía en su palacio, incapaz de devorar los cremosos pasteles con los que se hartaba para desayunar. Si Ramsés declaraba la guerra a los hititas, la provincia de Amurru serviría de retaguardia para el ejército egipcio y sus habitantes serían enrolados como mercenarios. Si Ramsés era vencido, los hititas pasarían la región a sangre y fuego.
Acha intentó descubrir las intenciones del rey, pero el rostro de Ramsés permanecía impenetrable. Concluida la inspección, Ramsés hizo dar la vuelta a su carro. Por un instante, los caballos parecieron dirigirse hacia el norte, hacia Kadesh. Luego el faraón se volvió hacia el sur, hacia Egipto.
Setaú se afeitó con una navaja de bronce, se peinó con un peine de madera de desiguales púas, se untó el rostro con una pomada que alejaba a los insectos, limpió sus sandalias y enrolló su estera. No estaba tan elegante como Acha, pero quería mostrarse más presentable que de ordinario, pese a la cristalina risa de Loto.
Desde que el ejército egipcio, entusiasta, había tomado el camino de regreso, Setaú y Loto habían tenido, por fin, tiempo para hacer el amor en el carro. Los infantes no dejaban de cantar canciones a la gloria de Ramsés, mientras los ocupantes de los carros, el ejército noble, se limitaba a tararear. Todos los militares compartían la misma convicción: ¡qué hermosa era la vida del soldado cuando no debía combatir!
A buen paso, el ejército había atravesado Amurru, Galilea y Palestina, cuyos habitantes le habían aclamado al pasar, ofreciendo legumbres y fruta fresca. Antes de recorrer la última etapa que llevaba a la entrada en el Delta, se estableció el campamento al norte del Sinaí y al oeste del Negeb, en una región sobrecalentada donde la policía del desierto vigilaba los desplazamientos de los nómadas y protegía las caravanas.
Setaú estaba jubiloso. Allí abundaban las víboras y las cobras de soberbio tamaño y veneno muy activo. Con su destreza habitual, Loto había capturado ya una decena, dando la vuelta al campamento; sonriente, veía como los soldados se apartaban a su paso.
Ramsés contemplaba el desierto. Miraba hacia el norte, hacia Kadesh.
—Tu decisión fue lúcida y prudente —declaró Acha.
—¿La prudencia consiste en batirse en retirada ante el enemigo?
—No consiste en hacerse matar ni en intentar lo imposible.
—Te equivocas, Acha; el verdadero valor tiene la naturaleza de lo imposible.
—Por primera vez me das miedo, Ramsés; ¿adónde piensas llevar a Egipto?
—¿Crees que la amenaza de Kadesh se disipará por sí misma?
—La diplomacia permite resolver conflictos en apariencia inextricables.
—¿Desarmará tu diplomacia a los hititas?
—¿Por qué no?
—Proporcióname la verdadera paz que deseo, Acha; de lo contrario, yo mismo la construiré.
Eran ciento cincuenta.
Ciento cincuenta hombres, merodeadores de la arena, beduinos y hebreos, que recorrían desde hacía varias semanas la región del Negeb en busca de caravanas extraviadas. Todos obedecían a un cuadragenario tuerto que había conseguido escapar de una prisión militar antes de su ejecución. Autor de treinta ataques a caravanas y de veintitrés asesinatos de mercaderes egipcios y extranjeros, Vargoz era visto como un héroe por su tribu.
Cuando el ejército egipcio había aparecido en el horizonte, creyeron que se trataba de un espejismo. Los carros, los jinetes, los infantes… Vargoz y sus hombres se habían refugiado en una gruta, decididos a no mostrarse antes de que desapareciera el enemigo.
Durante la noche, un rostro había obsesionado los sueños de Vargoz. Una cabeza de ave de presa, una voz suave y persuasiva, la de un mago libio, Ofir, a quien Vargoz había conocido bien en su juventud. En un oasis perdido entre Libia y Egipto, el mago le había enseñado a leer y escribir, y le había utilizado como médium.
Y aquella noche, el rostro imperioso había vuelto a surgir del pasado, la voz suave daba de nuevo órdenes a las que Vargoz no podía sustraerse.
Con los ojos enloquecidos, blancos los labios, el jefe de la pandilla despertó a sus cómplices.
—Vamos a dar nuestro mejor golpe —explicó—. Seguidme.
Como de costumbre, obedecieron. Donde Vargoz los llevara, habría botín.
Cuando llegaron a las cercanías del campamento del ejército egipcio, varios bandidos se rebelaron.
—¿A quién quieres robar?
—La más hermosa tienda, allí… Está llena de tesoros.
—¡No tenemos ninguna posibilidad!
—Los centinelas no son numerosos y no esperan un ataque. Sed rápidos y nos convertiremos en hombres ricos.
—Es el ejército del faraón —objetó un merodeador de la arena—. Aunque lo consiguiéramos, nos alcanzaría.
—Imbécil… ¿Crees que permaneceremos en la región? Con el oro que vamos a robar seremos más ricos que príncipes.
—El oro…
—El faraón nunca se desplaza sin una buena cantidad de oro y piedras preciosas. Con eso compra a sus vasallos.
—¿Quién te ha informado?
—Un sueño.
El merodeador de la arena miró con asombro a Vargoz.
—¿Estás burlándote de mí?
—¿Obedeces o no?
—¿Arriesgar la cabeza por un sueño?… Deliras.
El hacha de Vargoz cayó sobre el cuello del merodeador de la arena, decapitándolo a medias. El jefe de la tribu pateó al moribundo y acabó separando su cabeza del tronco.
—¿Alguien más desea discutir?
Arrastrándose, los ciento cuarenta y nueve hombres avanzaron hacia la tienda del faraón.
Vargoz obedecería la orden que Ofir le había dado: cortar una pierna a Ramsés, convertirlo en un tullido.