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La provincia de Amurru estaba al este del monte Hermón y de la mercantil ciudad de Damasco. Se extendía a lo largo de la costa, entre las ciudades de Tiro y Biblos, y formaba el último protectorado egipcio antes de la frontera con la zona de influencia hitita.

A más de cuatrocientos kilómetros de Egipto, los soldados del faraón avanzaban a paso lento. Al revés de lo que sus generales le habían recomendado, Ramsés había evitado la ruta del litoral y había seguido un sendero montañoso, tan duro para los animales como para los hombres. Ya nadie reía, ya nadie hablaba, se preparaban a enfrentarse con los hititas, cuya reputación de ferocidad asustaba a los más valerosos. Según el análisis del diplomático Acha, reconquistar Amurru no sería un acto de guerra abierta, ¿pero cuántos caerían bajo el ensangrentado sol? Muchos habían esperado que el rey se contentara con Megiddó y tomara el camino de regreso. Pero Ramsés sólo había concedido un breve descanso a su ejército, antes de imponerle aquel nuevo esfuerzo.

A galope tendido, un explorador recorrió la columna y se detuvo en seco ante Ramsés.

—Están allí, al inicio del sendero, entre el acantilado y el mar.

—¿Son muchos?

—Varios centenares de hombres armados con lanzas y arcos, y ocultos detrás de los matorrales. Puesto que vigilan la ruta del litoral, los sorprenderemos por la espalda.

—¿Son hititas?

—No, majestad, gente de la provincia de Amurru.

Ramsés estaba perplejo. ¿Qué trampa le estaban tendiendo al ejército egipcio?

—Acompáñame.

El general de los carros se interpuso.

—El faraón no debe correr semejante riesgo.

La mirada de Ramsés llameó.

—Debo ver, juzgar y decidir.

El rey siguió al explorador. Los dos hombres terminaron a pie el trayecto y se metieron en un terreno pendiente, al que se agarraban inestables rocas.

Ramsés se detuvo.

El mar, la pista que lo flanqueaba, la profusión de matorrales, los enemigos emboscados, el acantilado… No había lugar alguno donde pudieran reunirse fuerzas hititas para una emboscada. Pero otro acantilado limitaba el horizonte. ¿No estarían ocultos allí, a buena distancia, decenas de carros anatolios capaces de intervenir a gran velocidad?

Ramsés tenía en sus manos la vida de sus soldados, garantes por su parte de la seguridad de Egipto.

—Nos desplegaremos —murmuró.

Los infantes del príncipe de Amurru dormitaban. En cuanto los primeros egipcios llegaran del sur por la ruta del litoral, caerían sobre ellos por sorpresa.

El príncipe Benteshina aplicaba la estrategia que le habían impuesto los instructores hititas. Estos últimos estaban convencidos de que Ramsés, en cuyo camino se habían sembrado varias celadas, no llegaría hasta aquí. Y si llegaba, sus fuerzas habrían disminuido tanto que la última emboscada acabaría fácilmente con ellos.

Obeso quincuagenario, provisto de un hermoso bigote negro, a Benteshina no le gustaban los hititas, pero los temía. Amurru estaba tan cerca de su zona de influencia que no le interesaba contrariarlos. Ciertamente era vasallo de Egipto y pagaba tributo al faraón; pero los hititas no querían que esto siguiera siendo así, y le habían exigido que se rebelara y diera el golpe de gracia a un agotado ejército egipcio.

El príncipe pidió a su copero que le sirviera vino fresco para calmar la sequedad de su garganta. Benteshina se mantenía a cubierto, en una gruta del acantilado. El servidor dio solo unos pasos.

—Señor… ¡Mirad!

—Date prisa, tengo sed.

—Mirad, en el acantilado… ¡Centenares, millares de egipcios!

Benteshina se levantó atónito. El copero no mentía.

Un hombre muy alto, tocado con una corona azul y vestido con un paño de reflejos dorados, bajaba por el sendero que llevaba a la llanura costera. A su diestra caminaba un enorme león.

Uno a uno primero, luego en masa, los soldados libaneses se volvieron y descubrieron el mismo espectáculo que su jefe. Los que estaban durmiendo fueron brutalmente despertados.

—¿Dónde te ocultas, Benteshina? —preguntó la voz grave y poderosa de Ramsés.

Temblando, el príncipe de Amurru avanzó hacia el faraón.

—¿No eres acaso mi vasallo?

—¡Majestad, siempre he servido fielmente a Egipto!

—¿Entonces por qué quería tenderme una emboscada tu ejército?

—Creíamos… La seguridad de nuestra provincia…

Un ruido sordo, parecido a una cabalgada, llenó los cielos. Ramsés miró a lo lejos, en dirección al acantilado tras el que podían ocultarse los carros hititas.

El momento de la verdad para el faraón.

—Me has traicionado, Benteshina.

—¡No, majestad! Los hititas me obligaron a obedecerles. Si me hubiera negado, me habrían eliminado, a mí y a mi pueblo. Aguardábamos vuestra llegada para librarnos de su yugo.

—¿Dónde están?

—Se han marchado, convencidos de que vuestro ejército llegaría hasta aquí hecho jirones si podía superar los numerosos obstáculos que os habían puesto en el camino.

—¿Qué es ese extraño ruido?

—Procede de las grandes olas que salen del mar, corren por las rocas y rompen contra el acantilado.

—Tus hombres estaban decididos a librarme batalla. Los míos están decididos a combatir.

Benteshina se arrodilló.

—Majestad, que triste es bajar a la tierra del silencio donde reina la muerte. El hombre despierto se duerme allí para siempre, dormita todo el día. La morada de quienes allí residen es tan profunda que sus voces no nos llegan ya, pues no existe puerta ni ventana. Ningún rayo de sol ilumina el oscuro reino de los muertos, ninguna brisa refresca su corazón. Nadie desea entrar en ese horrendo paraje. ¡Imploro el perdón del faraón! Que la paz sea respetada y siga sirviendo.

Viendo sometido a su señor, los soldados libaneses arrojaron las armas. Cuando Ramsés levantó a Benteshina, que se inclinó profundamente ante el faraón, unos gritos de júbilo brotaron del pecho de los egipcios y sus aliados.

Cuando salió del despacho de Ameni, Chenar estaba aterrado.

Tras una campana militar llevada a cabo con increíble rapidez, Ramsés acababa de reconquistar la provincia de Amurru que, sin embargo, había caído bajo la influencia hitita. ¿Cómo había conseguido evitar las celadas y obtener tan resonante victoria aquel joven rey inexperto, que por primera vez dirigía su ejército por territorio hostil? Hacía ya mucho tiempo que Chenar no creía en la existencia de los dioses, pero era evidente que Ramsés gozaba de una protección mágica que le había legado Seti, durante un rito secreto. Aquella fuerza era la que trazaba su ruta.

Chenar redactó una nota de servicio para Ameni. Como ministro de Asuntos Exteriores, iba personalmente a Menfis para anunciar a los notables la excelente noticia.

—¿Dónde está el mago? —preguntó Chenar a su hermana Dolente.

La alta mujer morena, de lánguidas formas, estrechó contra sí a la rubia Lita, la heredera de Akenatón, a quien aterrorizaba la cólera del hermano mayor de Ramsés.

—Trabaja.

—Quiero verlo inmediatamente.

—Espera un poco, prepara una nueva sesión de hechizos con el chal de Nefertari.

—¡Qué eficaz! ¿Sabes que Ramsés ha reconquistado Amurru, recuperado todas las fortalezas cananeas e impuesto de nuevo su ley en nuestros protectorados del norte? Nuestras perdidas son ínfimas, nuestro amado hermano no ha recibido el menor arañazo y se ha convertido, incluso, en un dios para los soldados.

—¿Estás seguro?

—Ameni es una excelente fuente de información. El maldito escriba es tan prudente que debe estar, incluso, por debajo de la verdad. Canaán, Amurru y Siria del Sur ya no regresarán al regazo hitita. No dudes que Ramsés las convertirá en una base bien fortificada y en una zona de protección que el enemigo no podrá atravesar. En vez de terminar con mi hermano, hemos reforzado su sistema defensivo… ¡Soberbio resultado!

La rubia Lita contemplaba a Chenar.

—Nuestro futuro reino se aleja, querida mía. ¿Y si tú y tu mago me hubierais engañado?

Chenar arrancó la parte superior del vestido de la joven, desgarrando los tirantes. Su pecho mostraba huellas de profundas quemaduras.

Lita estalló en sollozos y se acurrucó en el regazo de Dolente.

—No la tortures, Chenar; Ofir y ella son nuestros más preciosos aliados.

—¡Magníficos aliados, en efecto!

—No lo dudéis, señor —dijo una voz lenta y pausada.

Chenar se volvió.

Los rasgos de ave de presa del mago Ofir impresionaron, una vez más, al hermano mayor de Ramsés. La verde y oscura mirada del libio parecía portadora de maleficios capaces de acabar en pocos segundos con un adversario.

—Estoy descontento de vuestros servicios, Ofir.

—Como habéis comprobado, ni Lita ni yo escatimamos esfuerzos. Como ya os expliqué, nos enfrentamos a una partida muy fuerte, y necesitamos tiempo para actuar. La protección mágica no estará aniquilada hasta que el chal de Nefertari se haya consumido por completo. Si vamos demasiado deprisa, mataremos a Lita y ya no nos quedará esperanza alguna de destronar al usurpador.

—¿Qué plazo, Ofir?

—Lita es frágil, porque es una médium excelente. Entre cada sesión de hechizo, Dolente y yo curamos sus heridas y debemos aguardar a que la llaga cicatrice antes de utilizar de nuevo sus dones.

—¿No podéis cambiar de médium?

La mirada del mago se endureció.

—Lita no es una médium cualquiera sino la futura reina de Egipto, vuestra esposa. Hace varios años que se prepara para este implacable combate del que saldremos vencedores. Nadie puede reemplazarla.

—De acuerdo… ¡Pero la gloria de Ramsés no deja de aumentar!

—La desgracia puede terminar con ella en un instante.

—Mi hermano no es un hombre ordinario, lo anima un extraño poder.

—Soy consciente de ello, señor Chenar. Por eso apelo a los más ocultos recursos de mi ciencia. La precipitación sería un grave error. Sin embargo…

Chenar estaba pendiente de las palabras de Ofir.

—Sin embargo, intentaré una acción puntual contra Ramsés. Un hombre victorioso está en exceso seguro de sí mismo y baja la guardia. Aprovecharemos un momento de debilidad.