18

Reanimado por un enorme plato de lentejas que no le haría engordar un solo gramo, Ameni había pasado la noche en su despacho, para adelantar su trabajo del día siguiente y poder destinar algún tiempo a encargarse del expediente Serramanna. Cuando le dolía la espalda, tocaba el soporte para pinceles, de madera dorada y en forma de columna coronada por un lis, que Ramsés le había regalado cuando lo nombró su secretario. Su energía renacía de inmediato.

Ameni gozaba, desde la adolescencia, de invisibles vínculos con Ramsés y sabía por instinto si el hijo de Seti estaba o no en peligro. Varias veces había advertido que la muerte rozaba el hombro del rey y que sólo su magia personal le había permitido desviar el infortunio; si aquella barrera protectora, que las divinidades habían edificado en torno al faraón, se dislocaba, la intrepidez de Ramsés podía conducirlo al fracaso.

Y si Serramanna era una de las piedras de aquella muralla mágica, Ameni había cometido una falta grave impidiéndole cumplir su función. ¿Pero estaba justificado aquel remordimiento?

La acusación descansaba fundamentalmente en el testimonio de Nenofar, la amante de Serramanna; de modo que Ameni había solicitado a la policía que se la trajeran para interrogarla más a fondo. Si la moza había mentido, él la obligaría a decir la verdad.

A las siete, el policía responsable de la investigación, un ponderado quincuagenario, se presentó en el despacho del secretario particular del rey.

—Nenofar no vendrá —dijo.

—¿Acaso se ha negado a seguiros?

—No hay nadie en su casa.

—¿Vivía en el lugar indicado?

—Según sus vecinos, sí, pero dicen que abandonó su casa hace ya varios días.

—¿Sin decir adónde iba?

—Nadie lo sabe.

—¿Habéis registrado el alojamiento?

—Sin resultado. Incluso los cofres para ropa estaban vacíos, como si la mujer hubiera deseado suprimir todo rastro de su existencia.

—¿Qué habéis averiguado sobre ella?

—Al parecer, era una jovencita muy ligera. Las malas lenguas afirman incluso que vivía de sus encantos.

—Entonces, debía de trabajar en una casa de cerveza.

—No es así. Ya he hecho las investigaciones necesarias.

—¿La visitaban los hombres?

—Sus vecinos dicen que no; pero a menudo estaba ausente, sobre todo por la noche.

—Hay que encontrar e identificar a sus eventuales empleadores.

—Lo lograremos.

—Apresuraos.

En cuanto el policía se marchó, Ameni leyó de nuevo las tablillas de madera en las que Serramanna le había escrito a su cómplice hitita el texto que demostraba su culpabilidad. En la tranquilidad de su despacho, a una hora tan temprana, cuando el espíritu está alerta, fue brotando una hipótesis. Para comprobar su fundamento debía aguardar el regreso de Acha.

Edificada en un espolón rocoso, la fortaleza de Megiddó impresionó al ejército egipcio, que se había desplegado por la llanura. Dada la altura de las torres, había sido necesario fabricar grandes escalas que no sería fácil apoyar en las murallas; las flechas y piedras podrían diezmar los pelotones de asalto.

Con Acha a su lado, Ramsés dio la vuelta a la plaza fuerte conduciendo a gran velocidad su carro, para no ofrecer un fácil blanco a los arqueros.

Ninguna flecha fue disparada, ningún arquero apareció en las almenas.

—Se ocultarán hasta el último momento —consideró Acha—. Así no desperdiciarán ningún proyectil. La mejor solución sería dejarlos morir de hambre.

—Las reservas de Megiddó les permitirían aguantar varios meses. ¿Hay algo más desesperante que un interminable asedio?

—En sucesivos asaltos perderemos muchos hombres.

—¿Acaso crees que no tengo corazón y que sólo pienso en una nueva victoria?

—¿No pasa la gloria de Egipto por encima de la suerte de los hombres?

—Cada existencia me resulta preciosa, Acha.

—¿Qué decides?

—Colocaremos nuestros carros alrededor de la fortaleza, a distancia de tiro, y nuestros arqueros eliminarán a los sirios que aparezcan en las almenas. Tres grupos de voluntarios colocarán las escalas protegiéndose con sus escudos.

—¿Y si Megiddó es inexpugnable?

—Primero intentemos tomarla. Reflexionar con el fracaso en la cabeza es ya un fracaso.

La energía que emanaba de Ramsés dio un nuevo dinamismo a los soldados. Se presentó un montón de voluntarios, los arqueros se peleaban para instalarse en los carros que rodearon la plaza fuerte, bestia silenciosa e inquietante.

Llevando al hombro las largas escalas, unas columnas de infantes avanzaron con paso nervioso hacia las murallas. Cuando estaban levantándolas, en la torre más alta aparecieron los arqueros sirios y tensaron sus arcos. Ninguno tuvo tiempo de ajustar el tiro. Ramsés y los arqueros egipcios los derribaron. Una segunda oleada de defensores, de espesos cabellos sujetos por una cinta y la barba puntiaguda, los sustituyeron; los sirios consiguieron disparar algunas flechas, pero no hirieron a ningún egipcio. El rey y sus tiradores de élite los eliminaron.

—Mediocre resistencia —dijo a Setaú el viejo general—. Parece como si esa gente no hubiera combatido nunca.

—Mejor así, tendré menos trabajo y tal vez pueda consagrar una noche a Loto. Estas batallas me agotan.

Los infantes comenzaban a trepar cuando aparecieron unas cincuenta mujeres.

El ejército egipcio no solía matar a las mujeres y los niños. Serían llevadas a Egipto, con su progenie, como prisioneras de guerra, y se convertirían en siervas de los grandes dominios agrícolas. Tras haber cambiado de nombre, se integrarían en la sociedad egipcia.

El viejo general quedó consternado.

—Creía haberlo visto todo… ¡Estas infelices están locas!

Dos sirias izaron un brasero hasta lo alto de la muralla y lo dejaron caer sobre los infantes que trepaban. Los carbones ardientes rozaron a los asaltantes, que se habían pegado a los barrotes de las escalas. Las flechas de los arqueros se clavaron en los ojos de las mujeres, que cayeron al vacío. Las que tomaron el relevo, con un nuevo brasero, sufrieron la misma suerte. Excitada, una muchacha puso brasas en su onda, la hizo girar y las lanzó a lo lejos.

Uno de los proyectiles fue a parar al muslo del viejo general, que cayó con la mano crispada sobre la quemadura.

—No la toquéis —recomendó Setaú—; no os mováis y dejadme hacer.

El encantador de serpientes se levantó su taparrabo y orinó sobre la quemadura. Como él, el general sabía que la orina, a diferencia del agua de pozo y de río, era un medio estéril y limpiaba una herida sin riesgos de infección. Unos camilleros llevaron al herido hasta la tienda-hospital.

Los infantes llegaron a las murallas, vacías de defensores.

Unos minutos más tarde, la gran puerta de la fortaleza de Megiddó se abrió. En su interior sólo quedaban algunas mujeres y niños aterrorizados.

—Los sirios han intentado rechazarnos lanzando todas sus fuerzas a una batalla en el exterior de la fortaleza —advirtió Acha.

—La maniobra podía haber tenido éxito —estimó Ramsés.

—No te conocían.

—¿Quién puede alardear de conocerme, amigo mío?

Una decena de soldados comenzaban ya a pillar el tesoro de la fortaleza, lleno de piezas de vajilla de alabastro y estatuillas de plata.

El rugido del león los dispersó.

—Que se detenga a esos hombres —decretó Ramsés—. Que se purifiquen y fumiguen las moradas.

El rey nombró a un gobernador y le encargó que eligiera oficiales y hombres de tropa para residir en Megiddó. En los depósitos quedaba bastante comida para varias semanas. Una escuadra partía ya en busca de caza y rebaños.

Ramsés, Acha y el nuevo gobernador reorganizaron la economía de la región; los campesinos, que ignoraban ya quien era su dueño, habían interrumpido las labores del campo. En menos de una semana, la presencia egipcia fue considerada de nuevo como garante de paz y seguridad.

El rey hizo construir pequeños fortines, ocupados por cuatro vigías y caballos, a cierta distancia al norte de Megiddó. En caso de ataque hitita, la guarnición tendría tiempo de ponerse a cubierto.

Desde lo alto de la torre principal, Ramsés observó un paisaje que no le gustaba demasiado. Vivir lejos del Nilo, de los palmerales, de las verdes campiñas y del desierto suponía un gran sufrimiento.

En aquella hora calma, Nefertari celebraba los ritos vespertinos. ¡Cómo la echaba en falta!

Acha interrumpió la meditación del rey.

—Como me pediste, he discutido con oficiales y soldados.

—¿Cuáles son sus sentimientos?

—Todos confían en ti, pero sólo piensan en regresar al país.

—¿Te gusta Siria, Acha?

—Es un país peligroso, lleno de trampas. Conocerlo bien exige largas estancias.

—¿Se le parece la tierra de los hititas?

—Es más salvaje y más ruda. En invierno, en las altiplanicies de Anatolia, el viento es gélido.

—¿Crees que me gustaría?

—Eres Egipto, Ramsés. Ninguna otra tierra hallará un lugar en tu corazón.

—La provincia de Amurru está cerca.

—El enemigo también.

—¿Crees que el ejército hitita habrá invadido Amurru?

—No disponemos de informaciones fiables.

—¿Tú qué opinas?

—Sin duda nos esperan allí.