17

La fortaleza de Megiddó, base militar que custodiaba el acceso a Siria, se erguía en la cima de una colina visible desde muy lejos. Única evidencia en una verde llanura, parecía inexpugnable: muros de piedra, almenas, altas torres cuadradas, matacanes de madera, puertas amplias y gruesas.

La guarnición se componía de egipcios y sirios fieles al faraón, ¿pero cómo creer en los mensajes oficiales que afirmaban que la fortaleza no había caído en manos de los insurrectos?

Ramsés descubrió un paisaje insólito: colinas altas y boscosas, encinas de nudosos troncos, arroyos lodosos, marismas, una tierra arenosa a veces… Una región difícil, hostil y cerrada, muy lejos de la belleza del Nilo y de la dulzura de la campiña egipcia.

Por dos veces un rebaño de jabalíes se había arrojado contra los exploradores egipcios, que habían turbado la tranquilidad de una madre y sus jabatos. Incomodados por una vegetación densa y anárquica, los jinetes tenían ciertas dificultades en avanzar a través de los matorrales y en deslizarse entre los troncos de los grandes árboles dispuestos en prietas hileras. Inconvenientes que tenían una favorable contrapartida: la abundancia de manantiales y de caza.

Ramsés dio la orden de detenerse, pero sin plantar las tiendas. Con los ojos clavados en la fortaleza de Megiddó, aguardó el regreso de los exploradores.

Setaú aprovechó la parada para cuidar a los enfermos y administrarles pociones. Los heridos graves habían sido repatriados, de manera que el ejército sólo contaba con hombres en buena forma física, a excepción de pacientes que sufrían frío y calor, y trastornos gástricos. Preparaciones a base de brionia, comino y ricino eliminaban esas pequeñas molestias. Seguían consumiendo, de modo preventivo, ajo y cebolla, cuya variedad «madera de serpiente», procedente de las riberas del desierto oriental, era la preferida de Setaú.

Loto acababa de salvar a un asno que había sido mordido en la pata por una serpiente acuática que había conseguido capturar. El viaje a Siria tomaba por fin un cariz interesante; hasta entonces sólo había encontrado especímenes conocidos. Éste, a pesar de su escasa cantidad de veneno, era una novedad.

Dos infantes recurrieron a los talentos de la nubia, con el pretexto de que también ellos habían sido víctimas de un reptil. Los resonantes bofetones sancionaron su mentira. Cuando Loto sacó de una bolsa la silbadora cabeza de una víbora, aquellos compadres corrieron a refugiarse entre sus camaradas.

Habían transcurrido más de dos horas. Con la autorización del rey, jinetes y aurigas habían puesto pie en tierra, y los infantes se habían sentado, rodeados por varios vigías.

—Hace mucho tiempo que salieron los exploradores —consideró Acha.

—Comparto tu opinión —dijo Ramsés—. ¿Y tu herida?

—Curada. Setaú es un verdadero brujo.

—¿Qué te parece este lugar?

—No me gusta. Ante nosotros el espacio está despejado, pero hay marismas. No se ven más que bosques de encinas, matorrales, y hierbas altas por ambos lados. Nuestras tropas están demasiado dispersas.

—Los exploradores no volverán —afirmó Ramsés—. O han sido abatidos o están prisioneros en el interior de la fortaleza.

—Lo que significaría que Megiddó ha caído en manos del enemigo y no tiene intención de rendirse.

—Esta plaza fuerte es la llave de la Siria del Sur —recordó Ramsés—. Aunque los hititas se hayan encerrado en ella, tenemos el deber de reconquistarla.

—No se tratará de una declaración de guerra sino de la recuperación de un territorio que pertenece a nuestra zona de influencia —opinó Acha—. Podemos pues atacar en cualquier momento y sin previa advertencia. Jurídicamente, nos movemos en el marco de una rebelión que debe ser dominada, sin relación alguna con un enfrentamiento entre Estados.

Para los países circundantes, el análisis del joven diplomático no carecía de pertinencia.

—Advierte a los generales que preparen el asalto.

Acha no tuvo tiempo de tirar de la brida de su caballo.

De un espeso bosque, a la izquierda del rey, surgió a galope tendido una tropa de jinetes que se lanzaron sobre los aurigas egipcios que descansaban. Los asaltantes atravesaron con cortas lanzas a muchos infelices y a varios caballos los degollaron o les cortaron los jarretes. Los supervivientes se defendieron con sus picas y sus espadas; algunos consiguieron subir a su carro y replegarse hacia donde se hallaban los infantes, protegidos tras sus escudos.

El inesperado y violento ataque pareció ser un éxito. La cinta que ceñía el espeso pelo de los agresores, su puntiaguda barba, la túnica con flecos que les llegaba hasta los tobillos y el coloreado cinturón cubierto de un echarpe permitían reconocer fácilmente que eran sirios.

Ramsés permaneció extrañamente tranquilo. Acha se preocupó.

—¡Van a destrozar nuestras filas!

—Hacen mal embriagándose por su hazaña.

El avance de los sirios fue detenido. Los infantes egipcios los obligaron a retroceder hacia los arqueros, cuyos disparos fueron devastadores.

El león gruñó.

—Nos amenaza otro peligro —dijo Ramsés—. Ahora va a decidirse la suerte de esta batalla.

Del mismo bosque surgieron varios centenares de sirios armados con hachas de mango corto. Sólo tenían que cruzar una pequeña distancia para golpear por la espalda a los arqueros egipcios.

—¡Vamos! —ordenó el rey a sus caballos.

Por el tono de voz de su dueño, ambos corceles comprendieron que debían desplegar toda su energía. El león saltó, Acha y unos cincuenta carros lo siguieron.

El choque fue de inaudita violencia. La fiera desgarró la cabeza y el pecho de los audaces que atacaban el carro de Ramsés, mientras el rey, disparando flecha tras flecha, atravesaba corazones, gargantas y frentes. Los carros aplastaban a los heridos, los infantes que acudieron en su ayuda hicieron que los sirios huyeran.

Ramsés distinguió un curioso guerrero que corría hacia el bosque.

—Atrápalo —ordenó al león.

Matador eliminó a dos retrasados y se arrojó sobre el hombre, que cayó al suelo. Aunque intentó contener su fuerza, la fiera había herido mortalmente al prisionero, que yacía con la espalda lacerada. Ramsés examinó al hombre, que llevaba los cabellos largos y una barba mal cortada; su larga túnica a rayas rojas y negras estaba hecha jirones.

—Que venga Setaú —exigió el monarca.

Los combates finalizaban. Los sirios habían sido exterminados por completo y sólo habían infligido escasas bajas al ejército egipcio.

Jadeante, Setaú llegó junto a Ramsés.

—Salva a ese hombre —le pidió el rey—; no es un sirio sino un merodeador de la arena. Que nos explique las razones de su presencia aquí.

Tan lejos de sus bases, un beduino, que por lo general desvalijaban las caravanas del lado del Sinaí… Setaú se sintió intrigado.

—Tu león lo ha dejado en muy mal estado.

El rostro del herido estaba cubierto de sudor, de su nariz manaba la sangre y su nuca estaba rígida. Setaú le tomó el pulso y escuchó la voz de su corazón, tan débil que el diagnóstico no fue difícil de establecer. El merodeador de la arena agonizaba.

—¿Puede hablar? —preguntó el rey.

—Sus mandíbulas están contraídas. Tal vez quede alguna posibilidad.

Setaú consiguió introducir en la boca del moribundo un tubo de madera, envuelto en una tela, y vertió un líquido a base de rizoma de ciprés.

—El remedio debería calmar el dolor. Si este mocetón es fuerte, sobrevivirá unas horas.

El merodeador de la arena vio al faraón. Asustado, intentó levantarse, rompió con los dientes el tubo de madera, gesticuló como un pájaro incapaz de volar.

—Tranquilo, amigo —recomendó Setaú—. Yo te curaré.

—Ramsés…

—Es el faraón de Egipto quien quiere hablarte.

El beduino miraba la corona azul.

—¿Vienes del Sinaí? —preguntó el rey.

—Sí, es mi país…

—¿Por qué combatías con los sirios?

—Oro… Me prometieron oro…

—¿Has visto hititas?

—Nos dieron un plan de combate y se marcharon.

—¿Había otros beduinos contigo?

—Todos han huido.

—¿Has encontrado a un hebreo llamado Moisés?

—Moisés…

Ramsés describió a su amigo.

—No, no le conozco.

—¿Has oído hablar de él?

—No, no creo…

—¿Cuántos hombres hay en la fortaleza?

—No… No lo sé.

—No mientas.

Con inesperada brusquedad, el herido cogió su puñal, se incorporó e intentó matar al rey. Con un seco golpe en la muñeca, Setaú desarmó al agresor.

El esfuerzo del beduino había sido excesivo. Su rostro se contrajo, su cuerpo se arqueó y cayó muerto.

—Los sirios han intentado aliarse con los beduinos —comentó Setaú—. ¡Qué estupidez! Esa gente nunca se entenderá.

Setaú volvió junto a los heridos egipcios, que recibían ya los cuidados de Loto y los enfermeros. Los muertos habían sido envueltos en esteras y cargados en carros. Un convoy, protegido por una escolta, partiría hacia Egipto, donde los infelices se beneficiarían de los ritos de resurrección.

Ramsés acarició sus caballos y su león, cuyos sordos rugidos parecían un ronroneo. Numerosos soldados se reunieron en torno al soberano, levantaron sus armas al cielo y aclamaron a aquel que acababa de conducirlos a la victoria, con la maestría de un experimentado guerrero.

Los generales consiguieron abrirse paso y se apresuraron a felicitar a Ramsés.

—¿Habéis descubierto más sirios en los bosques vecinos?

—No, majestad. ¿Nos autorizáis a instalar el campamento?

—Tenemos algo mejor que hacer: recuperar Megiddó.