16

Tocada con una corta peluca ceñida por una cinta cuyos dos extremos flotantes caían sobre sus hombros, vestida con una larga túnica ajustada con un cinturón rojo a la cintura, Nefertari se purificó las manos con un poco de agua procedente del lago sagrado y entró en el naos del templo de Amón para hacer efectiva la presencia de la divinidad ofreciéndole las sutiles esencias de la comida vespertina. En su función de esposa del dios, la reina actuaba como hija de la luz, nacida de la potencia creadora que moldeaba sin cesar el universo.

La reina cerró las puertas del naos, las selló, salió del templo y siguió a los ritualistas, que la guiaron hacia la Casa de Vida de Pi-Ramsés donde, como encarnación de la lejana diosa, madre y muerte al mismo tiempo, intentaría conjurar las fuerzas del mal. Si el ojo del sol se convertía en su propia visión, perpetuaría la vida y aseguraría la perennidad de los ciclos naturales; la tranquila felicidad de los días dependía de su capacidad para transformar en armonía y serenidad la fuerza destructora arrastrada por los vientos peligrosos.

Un sacerdote ofreció un arco a la reina y una sacerdotisa le dio cuatro flechas.

Nefertari tensó el arco, tiró la primera flecha hacia el este, la segunda hacia el norte, la tercera hacia el sur, la cuarta hacia el oeste. De ese modo exterminaría a los enemigos invisibles que amenazaban a Ramsés.

El chambelán de Tuya aguardaba a Nefertari.

—La reina madre desea veros enseguida.

Una silla de manos transportó a la gran esposa real.

Delgada en su larga túnica de lino finamente fruncida, con el talle rodeado por un cinturón de rayados colgantes, engalanada con brazaletes de oro y un collar de lapislázuli de seis vueltas, Tuya era de una soberana elegancia.

—No te preocupes, Nefertari; acaba de llegar un mensajero de Canaán. Las noticias que trae son excelentes. Ramsés se ha adueñado de la totalidad de la provincia. El orden se ha restablecido.

—¿Cuándo regresa?

—No lo precisa.

—Dicho de otro modo, el ejército prosigue hacia el norte.

—Es probable.

—¿Habríais actuado vos así?

—Sin duda —repuso Tuya.

—Al norte de Canaán está la provincia de Amurru, que marca la frontera entre la zona de influencia egipcia y la de los hititas.

—Seti lo quiso así para evitar la guerra.

—Si las tropas hititas han cruzado esa frontera…

—Se producirá el enfrentamiento, Nefertari.

—He lanzado las flechas a los cuatro puntos cardinales.

—Si el rito ha sido realizado, ¿qué vamos a temer?

Chenar detestaba a Ameni. Verse obligado, cada mañana, a aguantar al pequeño escriba enclenque y pretencioso, para obtener información de la expedición de Ramsés, era un deber insoportable. Cuando él, Chenar, reinara, Ameni limpiaría los establos de un regimiento de provincias y perdería allí la poca salud que tenía.

Sin embargo existía una única satisfacción: día tras día, la desencantada cara del secretario particular del faraón no dejaba de alargarse, signo indudable de que el ejército egipcio chapoteaba. El hermano mayor del rey adoptaba un aire doliente y prometía orar a los dioses para que el destino volviera a serles favorable. Aunque la tarea en el Ministerio de Asuntos Exteriores era mínima, Chenar hacía saber que trabajaba encarnizadamente, y de ese modo evitaba cualquier contacto directo con el mercader sirio Raia. En esos tiempos de inquietud, hubiera sido sorprendente que un personaje del rango de Chenar se molestara en comprar raras vasijas procedentes del extranjero. Se limitaba pues a los elípticos mensajes de Raia, cuyo contenido era más bien satisfactorio. Según los observadores sirios a sueldo de los hititas, Ramsés había caído en la trampa tendida por los cananeos. Demasiado presuntuoso, el faraón había cedido a su natural ardor, olvidando que sus adversarios poseían el genio de la intriga.

Chenar había resuelto el pequeño enigma que inquietaba a la corte. ¿Quién había robado el chal de Nefertari y la jarra de pescado seco de la Casa de Vida de Heliópolis? El culpable sólo podía ser el jovial intendente de la casa real, Romé. Así pues, antes de acudir a su obligatoria cita con Ameni, había convocado con un banal pretexto al rollizo individuo.

Panzudo, con voluminosas mejillas, luciendo una triple papada, Romé realizaba su trabajo a la perfección. Lento para moverse, era un maníaco de la higiene y se preocupaba del más mínimo detalle. Él mismo probaba los platos servidos a la familia real y manejaba con dureza al personal. Nombrado para su difícil puesto por el monarca en persona, había acallado las críticas e impuesto sus exigencias al conjunto de los servidores de palacio. Desobedecerlo se convertía, inmediatamente, en una revocación.

—¿Qué puedo hacer por vos, señor? —preguntó Romé a Chenar.

—¿No te lo ha dicho mi intendente?

—Ha hablado de un problema de prelación en un banquete, pero no veo en…

—¿Y si habláramos de la jarra de pescado seco robada en la Casa de Vida de Heliópolis?

—¿La jarra?… Pero si yo no sé nada.

—¿Y del chal de la reina Nefertari?

—Fui informado, claro, y deploré el terrible escándalo, pero…

—¿Buscaste al culpable?

—No me toca a mí hacer las investigaciones, señor Chenar.

—Y, sin embargo, estás bien situado, Romé.

—No, no lo creo…

—¡Claro que sí, piénsalo! Eres el hombre clave de palacio, a ti no se te puede escapar ningún incidente.

—Me sobreestimáis.

—¿Por qué has cometido esas fechorías?

—¿Yo? ¿No supondréis que…?

—No supongo, estoy seguro. ¿A quién le entregasteis el chal de la reina y la jarra de pescado?

—Me acusáis en falso.

—Conozco a los hombres, Romé, y tengo pruebas.

—¿Pruebas?

—¿Por qué has corrido ese riesgo?

El rostro descompuesto de Romé, el malsano rubor que había invadido su frente y mejillas, la acentuada flacidez de sus carnes eran otros indicios reveladores. Chenar no se había engañado.

—O te han pagado muy bien u odias a Ramsés. En uno u otro caso el delito es muy grave.

—Señor Chenar… yo…

La angustia de aquel hombre obeso era casi conmovedora.

—Puesto que eres un magnífico intendente, olvidaré ese deplorable incidente. Pero si en el futuro te necesito, no deberás mostrarte ingrato.

Ameni redactaba su informe cotidiano para Ramsés. Si mano era segura y rápida.

—¿Puedo importunaros unos instantes? —preguntó Chenar afable.

—No me importunáis. Vos y yo obedecemos al rey, que nos exigió una puesta a punto cotidiana.

El escriba dejó su paleta en el suelo.

—Parecéis agotado, Ameni.

—Es sólo una apariencia.

—¿No deberíais preocuparos más por vuestra salud?

—Sólo la de Egipto me preocupa.

—¿Tenéis acaso… malas noticias?

—Al contrario.

—¿Podéis ser más explícito?

—He esperado a tener la confirmación antes de hablaros del éxito de Ramsés. Como hemos sido engañados por los falsos informes que transportaban las palomas mensajeras, he aprendido a ser prudente.

—¿Una idea de los hititas?

—¡Estuvo a punto de costarnos muy caro! Nuestras fortalezas cananeas habían caído en manos de los rebeldes. Si el rey hubiera dispersado sus fuerzas, habríamos sufrido desastrosas pérdidas.

—Afortunadamente, no fue así…

—La provincia de Canaán ha sido sometida de nuevo y el acceso a la costa está libre. El gobernador ha jurado seguir siendo el fiel súbdito del faraón.

—Soberbio éxito. Ramsés acaba de realizar una gran hazaña rechazando la amenaza hitita. Supongo que el ejército ha emprendido el camino de regreso.

—Secreto militar.

—¿Cómo que secreto militar? ¡Soy ministro de Asuntos Exteriores, no lo olvidéis!

—No tengo más informaciones.

—¡Imposible!

—Y sin embargo es así.

Furioso, Chenar se retiró.

Ameni sentía remordimientos. No por su actitud para con Chenar sino porque cuestionaba el expeditivo modo como había tratado el caso Serramanna. Ciertamente, los indicios acumulados contra el sardo eran abrumadores. ¿Pero no se habría mostrado el escriba demasiado crédulo? Presa de la exaltación que acompañaba la partida del ejército, Ameni no se había mostrado tan exigente como solía.

Debería haber verificado las pruebas y los testimonios que habían llevado a la cárcel al mercenario. Probablemente sería una gestión inútil, pero se la imponía el rigor. Irritado contra sí mismo, Ameni tomó de nuevo el expediente Serramanna.