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Con su arco de madera de acacia, que sólo él conseguía tensar, Ramsés disparó la primera flecha. Su cuerda, fabricada con un tendón de toro, exigía una fuerza digna del dios Set.

Cuando los vigías cananeos vieron al rey de Egipto poniéndose en posición, a más de trescientos metros de la fortaleza, sonrieron. Sólo era un gesto simbólico destinado a alentar al ejército.

La flecha de caña, con punta de madera dura cubierta de bronce y astil con una entalladura, describió un arco en el limpio cielo y fue a clavarse en el corazón del primer vigía. Atónito, éste vio la sangre brotando de su carne y cayó al vacío de cabeza. El segundo vigía sintió un violento golpe en mitad de la frente, titubeó y siguió el mismo camino que su compañero. El tercero, aterrorizado, tuvo tiempo de pedir ayuda pero, al volverse, fue herido en la espalda y cayó en el patio de la fortaleza. Un regimiento de arqueros egipcios se acercaba ya. Los arqueros cananeos intentaron desplegarse a lo largo de las almenas pero frente a ellos, los egipcios, más numerosos y muy precisos, mataron a la mitad en la primera salva.

El relevo sufrió la misma suerte. En cuanto el número de arqueros enemigos fue insuficiente para defender las cercanías de la plaza fuerte, Ramsés ordenó a los infantes de ingeniería que se acercaran con sus escalas. Matador, el enorme león, observaba tranquilo la escena. Cuando las escalas estuvieron apoyadas en los muros, los infantes comenzaron a trepar. Comprendiendo que los egipcios no les darían cuartel, los cananeos lucharon con la mayor energía. Arrojaron piedras desde lo alto de las desguarnecidas murallas y consiguieron derribar una escala. Varios asaltantes se rompieron los miembros al caer al suelo.

Pero los arqueros del faraón no tardaron en eliminar a los rebeldes. Centenares de infantes treparon rápidamente y se adueñaron del camino de ronda, y los arqueros se unieron a ellos y empezaron a disparar contra los enemigos reunidos en el patio.

Setaú y los enfermeros se encargaron de los heridos, transportándolos en parihuelas hasta el campamento egipcio. Loto unió los labios de las heridas rectas y limpias por medio de vendas adhesivas, colocadas en cruz; algunas veces, la hermosa nubia recurría a la técnica de los puntos de sutura. Detuvo las hemorragias aplicando carne fresca en las heridas. Dentro de algunas horas prepararía un apósito con miel, hierbas astringentes y pan enmohecido[6]. Por lo que a Setaú se refiere, utilizó su material de terapeuta, compuesto por decocciones, bolitas de productos anestésicos, pastillas, ungüentos y pociones; calmó los sufrimientos, adormeció a los soldados gravemente heridos y los instaló tan cómodamente como le fue posible en la tienda-hospital. Los que parecían en condiciones de soportar el viaje serían repatriados a Egipto, en compañía de los muertos, pues ni uno solo sería enterrado en el extranjero. Si tenían familia, ésta recibiría una pensión vitalicia.

En el interior de la fortaleza, los cananeos ya sólo ofrecían una pobre resistencia. Los últimos combates se libraron cuerpo a cuerpo. Siendo uno contra diez, los insurrectos fueron exterminados enseguida. Para escapar a un interrogatorio que sabía sin piedad, el jefe se cortó la garganta con su puñal.

La gran puerta fue abierta. El faraón penetró en el interior de la fortaleza reconquistada.

—Quemad los cadáveres y purificad el lugar —ordenó.

Los soldados rociaron los muros con natrón y fumigaron las viviendas, las reservas de alimentos y la armería. Suaves perfumes llenaron las narices de los vencedores.

Cuando se sirvió la cena, en el comedor del comandante de la fortaleza, todo rastro del conflicto había desaparecido.

Los generales alabaron el espíritu de decisión de Ramsés y celebraron el magnífico resultado de su iniciativa.

Setaú se había quedado con Loto junto a los heridos, Acha parecía inquieto.

—¿No te alegra la victoria, amigo mío?

—¿Cuántos combates semejantes tendremos que librar?

—Recuperaremos una a una las fortalezas, y Canaán quedará pacificado. Puesto que el efecto sorpresa ya no nos afectará, no corremos peligro de sufrir tan pesadas pérdidas.

—Cincuenta muertos y un centenar de heridos…

—Es un pesado balance porque hemos sido víctimas de una emboscada que nadie podía prever.

—Yo debería haber pensado en ello —admitió Acha—. Los hititas no se limitan a la fuerza bruta; entre ellos, la afición a la intriga es una segunda naturaleza.

—¿No hay ningún hitita entre los muertos?

—Ninguno.

—Entonces, sus comandos se han reactivado hacia el norte.

—Lo que significa que podemos temer otras emboscadas.

—Nos enfrentaremos a ellas. Vete a dormir, Acha; mañana mismo volveremos a ponernos en campaña.

Ramsés dejó en el lugar una sólida guarnición con los víveres necesarios y envió varios mensajeros a Pi-Ramsés para que le llevaran a Ameni la orden de que hiciera partir convoyes hacia la plaza fuerte reconquistada.

El rey, a la cabeza de un centenar de carros, le abría el camino a su ejército.

La misma historia se reprodujo diez veces. A trescientos metros de la fortaleza ocupada por los rebeldes Ramsés sembró el pánico matando a los arqueros apostados en las murallas. Cubiertos por un ininterrumpido tiro de flechas egipcias, que impedían a los cananeos responder, los infantes colocaron grandes escalas, treparon protegiéndose con los escudos y se apoderaron de los caminos de ronda. Nunca intentaron derribar la puerta de acceso principal.

En menos de un mes, Ramsés era de nuevo dueño de Canaán. Como los rebeldes habían exterminado a las pequeñas guarniciones egipcias, incluidas las mujeres y los hijos de los militares acantonados, ninguno de ellos intentó rendirse implorando la clemencia del rey. Tras su primera victoria, la reputación de Ramsés aterrorizaba a los insurrectos. La toma de la última plaza fuerte, al norte de Canaán, fue sólo una formalidad, pues sus defensores cedieron al terror.

Galilea, el valle al norte del Jordán, las rutas comerciales estuvieron de nuevo bajo control egipcio. Los habitantes de la región aclamaron al faraón, jurándole eterna fidelidad.

Ningún hitita había sido capturado.

El gobernador de Gaza, capital de Canaán, ofreció un espléndido banquete al estado mayor egipcio. Con notable celo, sus conciudadanos se habían puesto a disposición del ejército del faraón para cuidar y alimentar caballos y asnos, y procurar a los soldados lo que necesitaran. La breve guerra de reconquista terminaba en pleno júbilo y amistad.

El gobernador cananeo había pronunciado un violento discurso contra los hititas, aquellos bárbaros de Asia que intentaban, sin éxito, romper los vínculos indestructibles entre su país y Egipto. Beneficiándose del favor de los dioses, el faraón había volado en auxilio de sus indefectibles aliados, seguros de que el monarca no los abandonaría. Lamentaban, naturalmente, la trágica muerte de los residentes egipcios. Pero Ramsés había actuado de acuerdo con Maat y había restablecido el orden.

—Semejante hipocresía me da náuseas —le dijo el rey a Acha.

—No esperes cambiar a los hombres.

—Tengo el poder de mutarlos.

Acha sonrió.

—¿Sustituir a este por otro? Puedes hacerlo, en efecto. Pero la naturaleza humana es inmutable. En cuanto al próximo gobernador cananeo le parezca ventajoso traicionarte, no vacilará. Al menos conocemos bien al actual potentado: mentiroso, corrompido, ávido. Manipularlo no planteará problema alguno.

—Olvidas que aceptó la presencia de comandos hititas en un territorio controlado por Egipto.

—Otro habría hecho lo mismo.

—¿Me aconsejas, pues, que deje en su sitio a ese personaje despreciable?

—Amenázalo con expulsarlo a la menor inconveniencia. El efecto disuasivo durará algunos meses.

—¿Existe un solo ser digno de tu estima, Acha?

—Mi función me obliga a conocer hombres de poder, dispuestos a todo para conservarlo o aumentarlo; si les concediera la menor confianza, pronto me barrerían.

—No has contestado mi pregunta.

—Te admiro, Ramsés, lo que para mí es ya un sentimiento excepcional. ¿Pero no eres, también tú, un hombre de poder?

—Soy el servidor de la Regla y de mi pueblo.

—¿Y si algún día lo olvidaras?

—Aquel día mi magia desaparecería y mi derrota sería irreversible.

—Quieran los dioses que no suceda esta desgracia, majestad.

—¿Cuáles son los resultados de tus investigaciones?

—Los comerciantes de Gaza y algunos funcionarios convenientemente indemnizados han aceptado hablar: efectivamente fueron instructores hititas los que fomentaron la revuelta y aconsejaron a los cananeos que se apoderaran por la astucia de las fortalezas.

—¿De qué modo?

—Entrega habitual de género… con hombres armados en los carros. Todas nuestras plazas fuertes fueron atacadas en el mismo instante. Para salvar la vida de las mujeres y niños tomados como rehenes, los comandantes prefirieron rendirse. Fue un grave error. Los hititas habían asegurado a los cananeos que la respuesta egipcia sería dispersa e ineficaz. Al exterminar nuestras guarniciones, con las que mantenían sin embargo excelentes relaciones, los insurrectos creían no tener nada que temer.

Ramsés no lamentaba su firmeza. El brazo armado de Egipto había golpeado a un montón de cobardes.

—¿Alguien ha hablado de Moisés?

—Ninguna pista seria.

El consejo de guerra se reunió en la tienda real. Ramsés presidía la reunión, sentado en un taburete plegable de madera dorada, con el león tendido a sus pies.

El monarca había invitado a Acha y a todos los oficiales superiores a expresarse. El viejo general fue el último en tomar la palabra.

—La moral del ejército es excelente. El estado de los animales y el material también; vuestra majestad acaba de obtener una brillante victoria que quedará en los anales.

—Permite que lo dude.

—Majestad, nos sentimos orgullosos de haber participado en esta batalla y…

—¿Batalla? Guarda la palabra para más adelante; nos servirá cuando nos enfrentemos con una verdadera resistencia.

—Pi-Ramsés ya está dispuesta a aclamaros.

—Pi-Ramsés aguardará.

—Pero si hemos restablecido nuestra autoridad en Palestina, y ya hemos pacificado todo Canaán, ¿no sería más oportuno regresar?

—Lo más difícil está por hacer: reconquistar la provincia de Amurru.

—Tal vez los hititas hayan acantonado allí fuerzas considerables.

—¿Acaso temes combatir, general?

—Necesitaríamos tiempo para elaborar una estrategia, majestad.

—Ya está elaborada. Nos dirigimos directamente al norte.