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El paso era rápido y alegre, la disciplina se había relajado un poco. Al entrar en el país de Canaán, sometido al faraón y que le pagaba tributo, el ejército egipcio no tenía en absoluto la impresión de aventurarse en país extranjero ni de correr el menor riesgo. ¿No se habría tomado Ramsés demasiado en serio un incidente local?

El despliegue de las fuerzas egipcias era tal que los rebeldes se apresurarían a rendir las armas e implorar el perdón del rey. Una campaña más que, afortunadamente, terminaría sin muertos ni heridos graves. De paso, a lo largo de la costa, los soldados habían advertido la destrucción de un pequeño fortín, que solía estar ocupado por tres hombres encargados de vigilar la migración de los rebaños, pero nadie se había preocupado por ello.

Setaú seguía poniendo mala cara. Conduciendo solo su carro, con la cabeza desnuda a pesar del sol ardiente, no decía ni una palabra a Loto, punto de mira de los infantes que tenían la suerte de caminar junto al vehículo de la bella nubia.

El viento marino atemperaba el calor. El camino no era demasiado duro para los pies, y los aguadores ofrecían con frecuencia a los soldados un líquido salvador. Aunque exigiera una buena condición física y una gran afición a la marcha, el estado militar no se parecía al infierno que describían los escribas, dispuestos a rebajar los demás oficios.

A la diestra de su dueño caminaba el león de Ramsés. Nadie se atrevía a acercarse, por miedo a ser desgarrado por sus zarpas, pero todos celebraban la presencia de la fiera, en la que se encarnaba una fuerza sobrenatural que sólo el faraón era capaz de manejar. En ausencia de Serramanna, el león era el mejor protector de Ramsés.

A la vista de todos apareció la primera fortaleza del país de Canaán.

Era un edificio impresionante, con sus muros de ladrillos de doble pendiente, de seis metros de alto, sus parapetos reforzados, sus gruesas moradas, sus torreones de vigía y sus almenas.

—¿Quién es el jefe de la guarnición? —preguntó Ramsés a Acha.

—Un experimentado comandante originario de Jericó. Fue educado en Egipto, siguió un intenso entrenamiento y fue nombrado para ese cargo tras varias giras de inspección en Palestina. Lo conozco, el hombre es seguro y serio.

—De él procedían la mayoría de los mensajes que nos informaban de una revuelta en Canaán, ¿no es cierto?

—Exacto, majestad. Esta fortaleza es un punto estratégico esencial que reúne el conjunto de las informaciones de la región.

—¿Sería este comandante un buen gobernador para Canaán?

—Estoy convencido de ello.

—En lo sucesivo evitaremos estos disturbios. Debemos gestionar mejor esta provincia. Nos toca eliminar cualquier motivo de insumisión.

—Sólo hay una posibilidad —estimó Acha—: suprimir la influencia hitita.

—Ésa es mi intención.

Un explorador galopó hasta la entrada de la fortaleza. Desde lo alto de las murallas, un arquero le dirigió una señal amistosa.

El explorador volvió sobre sus pasos. Un abanderado ordenó a los hombres de cabeza que avanzaran. Fatigados, sólo pensaban en beber, comer y dormir.

Un diluvio de flechas los dejó clavados en el suelo.

Decenas de arqueros habían aparecido en el camino de ronda y disparaban con un ritmo veloz contra blancos cercanos e indefensos. Muertos o heridos, con una flecha clavada en la cabeza, el pecho o el vientre, los infantes egipcios cayeron unos sobre otros. El abanderado que mandaba la vanguardia tuvo una reacción de orgullo: quiso apoderarse de la fortaleza con los supervivientes. La precisión del tiro no dio posibilidad alguna a los asaltantes. Con la garganta atravesada, el abanderado cayó al pie de las murallas.

En pocos minutos, algunos veteranos y soldados experimentados acababan de sucumbir. Entonces, un centenar de infantes empuñaron sus lanzas y se dispusieron a vengar a sus camaradas. Ramsés se interpuso.

—¡Retroceded!

—¡Majestad, acabemos con esos traidores! —imploró un oficial.

—Si os lanzáis desordenadamente al asalto, seréis exterminados. Retroceded.

Los soldados obedecieron.

Una descarga de flechas cayó a menos de dos metros del rey, rodeado pronto por sus oficiales superiores, presas del pánico.

—Que vuestros hombres rodeen la fortaleza, poniéndose fuera de alcance. En primera línea los arqueros, luego los infantes y detrás los carros.

La sangre fría del rey apaciguó los espíritus. Los soldados recordaron las consignas aprendidas en su entrenamiento, las tropas maniobraron con orden.

—Hay que recoger a los heridos y curarlos —exigió Setaú.

—Imposible, los arqueros enemigos acabarían con los salvadores.

Ese viento era, efectivamente, portador de desgracias.

—No lo comprendo —deploró Acha—. Ninguno de mis agentes me comunicó que los rebeldes se habían apoderado de esta fortaleza.

—Han debido de utilizar la astucia —supuso Setaú.

—Aunque estuvieras en lo cierto, el comandante habría tenido tiempo de mandar varias palomas mensajeras, con papiros de alerta redactados de antemano.

—La realidad es sencilla y desastrosa —concluyó Ramsés—. El comandante ha muerto, su guarnición ha sido exterminada y nosotros recibimos mensajes falsos, enviados por los insurrectos. Si hubiera dispersado mis tropas enviando los regimientos hacia las distintas fortalezas de Canaán, habríamos sufrido pesadas pérdidas. La magnitud de la revuelta es considerable. Los únicos capaces de organizar semejante golpe de fuerza son los comandos hititas.

—¿Crees que están todavía en la región? —preguntó Setaú.

—Lo urgente es recuperar enseguida nuestras posiciones.

—Los ocupantes de esta fortaleza no resistirán mucho tiempo —estimó Acha—. Propongámosles que se rindan. Si hay hititas entre ellos, les haremos hablar.

—Ponte a la cabeza de una escuadra, Acha, y propónselo tú mismo.

—Iré con él —dijo Setaú.

—Deja que demuestre su talento de diplomático; que nos traiga al menos a los heridos. Tú prepara los remedios y reúne a los enfermeros.

Ni Acha ni Setaú discutieron las órdenes de Ramsés. Incluso el encantador de serpientes, siempre dispuesto a replicar, se inclinó ante la autoridad del faraón.

Cinco carros, al mando de Acha, se dirigieron hacia la fortaleza. Junto al joven diplomático, un conductor de carro enarbolaba una lanza en cuya punta se había colgado un trapo blanco, indicando que los egipcios deseaban parlamentar.

Los carros ni siquiera tuvieron tiempo de detenerse. En cuanto estuvieron a su alcance, los arqueros cananeos parecieron desencadenarse. Dos saetas se hundieron en la garganta del auriga, la tercera rozó el brazo izquierdo de Acha, dejando a su paso un surco sangriento.

—¡Media vuelta! —aulló.

—No te muevas —exigió Setaú—; de lo contrario no podré aplicarte bien la compresa de miel.

—Tú no sufres —protestó Acha.

—Que delicado eres.

—No siento ninguna afición por las heridas y hubiera preferido a Loto como médico.

—En los casos desesperados intervengo yo. Como he utilizado mi mejor miel, te curarás enseguida. La cicatrización será rápida, sin riesgo de infección.

—Que salvajes… ni siquiera he podido observar sus defensas.

—Será inútil pedir a Ramsés que perdone a los insurrectos: no soporta que intenten matar a sus amigos, aunque se hayan zambullido en los tortuosos caminos de la diplomacia.

Acha hizo una mueca de dolor.

—¡Qué buen pretexto para no participar en el asalto! —dijo Setaú con ironía.

—¿Habrías preferido que la flecha fuese más precisa?

—Deja de decir estupideces y descansa. Si un hitita cae en nuestras manos, necesitaremos tu talento de traductor.

Setaú salió de la basta tienda que servía de hospital de campaña y de la que Acha era el primer huésped; el encantador de serpientes corrió hacia Ramsés para darle malas noticias.

Acompañado por su león, Ramsés había dado la vuelta a la fortaleza, con la mirada clavada en aquella masa de ladrillos que dominaba la llanura. Símbolo de paz y de seguridad, se había convertido en una amenaza que era necesario aniquilar.

Desde lo alto de las murallas, los vigías cananeos observaban al faraón.

Ni gritos ni invectivas. Subsistía una esperanza: que el ejército egipcio renunciase a apoderarse de la plaza fuerte para dividirse y recorrer Canaán antes de decidir una estrategia. En ese caso, las emboscadas preparadas por los instructores hititas obligarían a las tropas de Ramsés a retroceder.

Setaú, convencido de que había captado el pensamiento del adversario, se preguntaba si una visión de conjunto de la situación no sería preferible al ataque de una fortaleza bien defendida que podía costar numerosas vidas.

Los propios generales se hacían la pregunta y, tras haberla debatido, pensaban proponer al monarca el mantenimiento de un contingente para impedir que salieran los sitiados, mientras el grueso de las tropas seguía avanzando hacia el norte para establecer un mapa preciso de la insurrección.

Ramsés parecía tan absorto en sus reflexiones que nadie se atrevía a abordarlo antes de que acariciara las crines de su león, inmóvil y digno. El hombre y la fiera vivían en perfecta comunión, de la que se desprendía un poder que incomodaba a quienes se les acercaban. El general de más edad, que había servido en Siria a las órdenes de Seti, corrió el riesgo de irritar al soberano.

—Majestad… ¿puedo hablaros?

—Os escucho.

—Mis homólogos y yo mismo hemos discutido mucho. Consideramos que sería necesario evaluar la magnitud de la revuelta. Nuestra visión está nublada por las informaciones falsificadas.

—¿Qué proponéis para aclararla?

—No empecinarnos en esta fortaleza y desplegarnos por el territorio de Canaán. Luego golpearemos a ciencia cierta.

—Interesante perspectiva.

El viejo general se sintió aliviado. Ramsés no era inaccesible a la moderación y a la lógica.

—¿Majestad, debo reunir vuestro consejo de guerra para recoger vuestras directrices?

—Es inútil —repuso el rey—, pues pueden resumirse en pocas palabras: atacaremos de inmediato esta fortaleza.