13

Pese al fuerte calor de junio, más intenso todavía que de ordinario, el ejército egipcio creyó que la guerra sería un bucólico paseo. La travesía del nordeste del Delta fue un momento encantador. Olvidando la amenaza que gravitaba sobre las Dos Tierras, los campesinos segaban con sus hoces espigas de espelta. Una ligera brisa, procedente del mar, agitaba los cultivos y hacía brillar el verde y el oro de los campos. Aunque el rey impusiese una marcha forzada, los infantes se complacían contemplando los campos sobrevolados por las garzas, los pelícanos y los flamencos rosas. La tropa se detenía en las aldeas, donde era bien recibida; respetando la disciplina, se comían legumbres y frutos frescos, y el agua se cortaba con un vinillo local, sin olvidar buenos tragos de cerveza dulce. ¡Qué lejana estaba la imagen del soldado sediento y hambriento, doblándose bajo el peso de sus arreos!

Ramsés asumía la comandancia en jefe de su ejército, dividido en cuatro regimientos de cinco mil hombres cada uno, colocados bajo la protección de los dioses Ra, Amón, Set y Ptah. A los veinte mil infantes se les añadían los reservistas, una parte de los cuales se quedaría en Egipto, y el cuerpo de élite, los carros. Para aligerar el pesado dispositivo, de difícil manejo, el rey había organizado compañías de doscientos hombres colocados bajo la responsabilidad de un abanderado.

El general de los carros, los generales de división, los escribas del ejército y el jefe de la intendencia no tomaban iniciativa alguna y consultaban con Ramsés en cuanto se presentaba alguna dificultad. Afortunadamente, el monarca podía contar con las precisas y secas intervenciones de Acha, a quien el conjunto de los oficiales superiores respetaba.

Por lo que a Setaú respecta, necesitaba un carro entero para llevar lo que consideraba el equipo de un hombre de bien que partía hacia las inquietantes tierras del norte: cinco navajas de bronce, potes de pomadas y bálsamos, una piedra de afilar, un peine de madera, varios odres de agua fresca, manos de mortero, una hachuela, sandalias, esteras, un abrigo, taparrabo, túnicas, bastones, varias decenas de recipientes llenos de óxido de plomo, asfalto, ocre rojo y alumbre, jarras de miel, bolsas que contenían comino, brionia, ricino y valeriana. Un segundo carro llevaba drogas, pociones y remedios, colocados bajo la vigilancia de Loto, esposa de Setaú y única mujer de la expedición. Como se sabía que manejaba los temibles reptiles a modo de arma, nadie se acercaría a la hermosa nubia de cuerpo esbelto y fino.

Setaú llevaba al cuello un collar con cinco dientes de ajo que apartaban las miasmas y protegían su dentadura. Numerosos soldados lo imitaban, porque conocían las virtudes de esa planta que, según la leyenda, había preservado los dientes de leche del joven Horus, oculto en las marismas del Delta con su madre Isis, para escapar del furor de Set, decidido a suprimir al hijo y sucesor de Osiris.

En la primera parada, Ramsés se había retirado a su tienda en compañía de Acha y Setaú.

—Serramanna tenía la intención de traicionarme —reveló.

—Sorprendente —estimó Acha—. Tengo la pretensión de conocer bien a los hombres y tenía la sensación de que éste te sería fiel.

—Ameni ha reunido pruebas formales contra él.

—Me parece muy extraño —consideró Setaú.

—Serramanna no te gustaba mucho —recordó Ramsés.

—Hemos chocado, es cierto, pero lo puse a prueba. Ese pirata es un hombre de honor que respeta sus promesas. Recuerda que te había dado su palabra.

—¿Olvidas las pruebas?

—Ameni se habrá equivocado.

—No suele hacerlo.

—Por muy Ameni que sea, no es infalible. Puedes estar seguro de que Serramanna no te ha traicionado y que han querido eliminarlo para debilitarte.

—¿Qué te parece a ti, Acha?

—La hipótesis de Setaú no me parece absurda.

—Cuando el orden se haya restablecido en nuestros protectorados —declaró el rey—, y en cuanto el hitita haya pedido perdón, aclararemos el asunto. O Serramanna es un traidor o alguien ha fabricado unas pruebas falsas; tanto en un caso como en el otro, quiero conocer la verdad.

—Ése es un ideal al que yo he renunciado —reconoció Setaú—. La mentira prospera donde viven los hombres.

—Mi papel consiste en combatirla y vencerla —afirmó Ramsés.

—Por eso no te envidio. Las serpientes no golpean por la espalda.

—A menos que se emprenda la huida —corrigió Acha—. Y en ese caso mereces el castigo que te infligen.

Ramsés percibía la horrible sospecha que atravesaba el ánimo de sus amigos. Sabían lo que estaba sintiendo y podrían haber discutido durante horas para apartar aquel espectro: ¿Y si el propio Ameni hubiera inventado las pruebas? Ameni el riguroso, el escriba infatigable al que el rey había confiado la gestión material del Estado, con la certeza de no ser traicionado. Ni Acha ni Setaú se atrevían a acusarlo de un modo directo, pero Ramsés no tenía derecho a taparse los oídos.

—¿Por qué iba a portarse Ameni de ese modo? —preguntó.

Setaú y Acha se miraron y permanecieron en silencio.

—Si Serramanna hubiera descubierto indicios turbadores sobre mi secretario —prosiguió Ramsés—, me habría informado de ello.

—¿No le habrá detenido Ameni para impedírselo? —sugirió Acha.

—Inverosímil —dijo Setaú—. Estamos razonando en el aire. Cuando volvamos a Pi-Ramsés decidiremos.

—Es la voz de la prudencia —consideró Acha.

—No me gusta ese viento —dijo Setaú—. No es el de un verano normal. Trae enfermedades y destrucciones, como si el año fuera a morir antes de hora. Desconfía, Ramsés, ese pernicioso soplo no anuncia nada bueno.

—La rapidez de acción es nuestra mejor garantía de éxito. Ningún viento retrasará nuestro avance.

Dispuestas en la frontera nordeste de Egipto, las fortalezas que formaban el Muro del rey se comunicaban entre sí con señales ópticas y dirigían informes regulares a la corte. En tiempos de paz, su misión era controlar la inmigración. Desde que habían sido puestas en alerta general, arqueros y vigías no dejaban de observar el horizonte, desde lo alto de los caminos de ronda. Aquella gran muralla había sido construida muchos siglos antes, por Sesostris I, con el fin de impedir a los beduinos que robaran ganado en el Delta y para prevenir cualquier tentativa de invasión.

«Quien cruce esta frontera se convierte en uno de los hijos del faraón», afirmaba la estela legislativa puesta en cada una de las fortalezas, perfectamente cuidadas y provistas de una guarnición bien armada y bien pagada. Los soldados cohabitaban con los aduaneros que cobraban las tasas a los comerciantes deseosos de introducir mercancías en Egipto.

El Muro del rey, reforzado a lo largo de los siglos, tranquilizaba a la población egipcia. Gracias a aquel sistema defensivo que había probado su eficacia el país no temía un ataque por sorpresa ni una invasión de bárbaros atraídos por las ricas tierras del Delta.

El ejército de Ramsés avanzaba con total tranquilidad. Algunos veteranos comenzaban a pensar en una simple gira de inspección que el faraón debía efectuar de vez en cuando para mostrar su poderío militar.

Cuando vieron las almenas de la primera fortaleza, guarnecidas de arqueros dispuestos a disparar, el optimismo bajó de tono.

Pero la gran puerta doble se abrió para dar paso a Ramsés.

Apenas se había inmovilizado su carro en el centro del gran patio enarenado cuando un personaje panzudo, protegido del sol por una sombrilla que llevaba un servidor, se precipitó hacia el soberano.

—¡Gloria a vos, majestad! Vuestra presencia es un regalo de los dioses.

Acha había entregado a Ramsés un detallado informe sobre el gobernador general del Muro del rey. Rico terrateniente, escriba formado en la Universidad de Menfis, comilón, padre de cuatro hijos, detestaba la vida militar y estaba deseando dejar aquel puesto, ambicionado pero aburrido, para convertirse en alto funcionario en Pi-Ramsés y encargarse de la intendencia de los cuarteles. El gobernador general del Muro del rey nunca había manejado un arma y temía la violencia; pero sus cuentas eran impecables y, gracias a su afición a los buenos productos, las guarniciones de las fortalezas disfrutaban de una alimentación excelente.

El rey bajó de su carro y acarició a los dos caballos, que le respondieron con una mirada de amistad.

—He hecho preparar un banquete, majestad; aquí no careceréis de nada. Vuestra alcoba no será tan confortable como la de palacio, pero espero que os guste y que podáis descansar en ella.

—No tengo intención de descansar sino de sofocar una revuelta.

—¡Claro, majestad, claro! Será cosa de unos días.

—¿Por qué estáis tan seguro?

—Las noticias procedentes de nuestras plazas fuertes de Canaán son tranquilizadoras. Los rebeldes son incapaces de organizarse y combaten entre sí.

—¿Han sido atacadas nuestras posiciones?

—¡En modo alguno, majestad! He aquí el último informe que ha traído la paloma mensajera esta mañana.

Ramsés leyó el documento redactado por una mano apacible. De hecho, devolver Canaán a la razón parecía una tarea fácil.

—Que mis caballos sean tratados con el mayor cuidado —ordenó el monarca.

—Les gustará el lugar y su forraje —prometió el gobernador.

—¿La sala de mapas?

—Os llevaré a ella, majestad.

A fuerza de correr para que el rey no perdiera ni un segundo, el gobernador acabaría perdiendo peso. Su propio portador de sombrilla tenía ya muchas dificultades para seguirlo en sus evoluciones. Ramsés convocó a Acha, Setaú y los generales.

—Mañana mismo partiremos hacia el norte a marchas forzadas —anunció el monarca mostrando un itinerario en el mapa puesto sobre una mesa baja—. Pasaremos al norte de Jerusalén, seguiremos por la costa, estableceremos contacto con nuestra primera fortaleza y someteremos a los rebeldes de Canaán. Luego residiremos en Megiddó antes de reanudar la ofensiva.

Los generales lo aprobaron, Acha permaneció silencioso.

Setaú salió de la sala, miró al cielo y regresó junto a Ramsés.

—¿Qué ocurre?

—No me gusta ese viento. Es engañoso.