El humor de Chenar era excelente y su apetito feroz. Su desayuno, «el lavado de la boca», se componía de puré de cebada, dos codornices asadas, queso de cabra y pastelillos redondos con miel. Y como aquel hermoso día iba a presenciar la partida de Ramsés y su ejército hacia el norte, se concedió un favor especial, un muslo de oca asado y perfumado con romero, comino y perifollo.
Con Serramanna detenido y encerrado en una mazmorra, la capacidad de asalto de las tropas egipcias se reducía de un modo apreciable.
Chenar humedecía sus labios en una copa de leche fresca, cuando Ramsés entró en sus aposentos privados.
—Que tu rostro sea protegido —dijo Chenar levantándose y utilizando la antigua fórmula de cortesía, reservada a las salutaciones matinales.
El rey llevaba un paño blanco y una sobrepelliz de manga corta, y en sus muñecas lucía unos brazaletes de plata.
—Mi querido hermano no parece muy dispuesto a ponerse en camino.
—Pero… ¿pensabas llevarme contigo, Ramsés?
—Diríase que no tienes el alma guerrera.
—No tengo ni tu fuerza ni tu valor.
—He aquí mis instrucciones: durante mi ausencia, recogerás las informaciones procedentes del extranjero y las someterás a la apreciación de Nefertari, Tuya y Ameni, que formarán mi consejo de regencia, habilitado para tomar decisiones. Yo estaré en primera línea, en compañía de Acha.
—¿Se va contigo?
—Su conocimiento del terreno hace indispensable su presencia.
—La diplomacia, por desgracia, ha fracasado…
—Lo lamento, Chenar, pero no es tiempo ya de vacilaciones.
—¿Cuál será tu estrategia?
—Restablecer el orden en las provincias que estaban sometidas a Egipto, hacer una pausa antes de dirigirme a Kadesh y enfrentarme directamente con los hititas. Cuando esa segunda parte de la expedición comience, tal vez te llame a mi lado.
—Ser asociado a la victoria final será un honor.
—Esta vez Egipto también sobrevivirá.
—Sé prudente, Ramsés, nuestro país te necesita.
Ramsés cruzó en barca el canal que separaba el barrio de los talleres y almacenes de la parte más antigua de Pi-Ramsés, el paraje de Avaris, antaño capital de los invasores hicsos, asiáticos de siniestra memoria. Allí se levantaba el templo de Set, el terrorífico dios de la tempestad y las perturbaciones celestes, detentador del más formidable poder que actuaba en el universo y protector del padre de Ramsés, Seti, único rey de Egipto que se atrevió a llevar semejante nombre.
Ramsés había ordenado ampliar y embellecer el santuario del temible Set, con el que Seti, aquí mismo, le había hecho enfrentarse cuando le preparaba, en secreto, para la función suprema.
En el corazón del joven príncipe se habían enfrentado el miedo y la fuerza capaz de vencerlo; al finalizar el combate había nacido un fuego, de la naturaleza de Set, que Seti había transcrito en un precepto: «Creer en la bondad de los humanos es una falta que un faraón no puede cometer». En el patio que precedía al templo cubierto se había erigido una estela de granito rosa[4]. En la cima se veía el extraño animal en el que Set se encarnaba, un cánido de rojos ojos, con dos grandes orejas tiesas y un largo hocico curvado hacia abajo. Ningún hombre había visto nunca semejante criatura, ningún hombre la vería jamás. En la cimbra de la estela, el mismo Set estaba representado en forma humana. En la cabeza tenía una tiara cónica, un disco solar y dos cuernos. En su mano diestra llevaba la llave de la vida. En su mano izquierda, el cetro «potencia».
El documento estaba fechado en el cuarto día del cuarto mes del estío del año 4007[5]. De ese modo se hacía hincapié en la fuerza del número cuatro, organizador del cosmos. El texto jeroglífico grabado en la estela comenzaba con una invocación:
Salud, oh, Set, hijo de la diosa del cielo,
Tú, cuyo poder es grande en la barca de millones de años.
Tú, que te hallas en la proa de la barca de luz y abates a sus enemigos,
¡Tú, cuya voz es estentórea!
Permite al faraón seguir tu ka.
Ramsés penetró en el templo cubierto y se recogió ante la estatua de Set. La energía del dios le sería indispensable en el combate que iba a librar.
¿Acaso Set, capaz de transformar cuatro años de reinado en cuatrocientos años inscritos en la piedra, no era el mejor de los aliados?
El despacho de Ameni estaba lleno de papiros enrollados, metidos en estuches de cuero, colocados en jarras o apilados en cofres de madera. Por todas partes, las etiquetas precisaban el contenido de los documentos y su fecha de registro. Un estricto orden reinaba en aquel lugar que nadie estaba autorizado a limpiar. El propio Ameni hacía minuciosamente aquel trabajo.
—Me hubiera gustado partir contigo —le dijo a Ramsés.
—Tu lugar está aquí, amigo mío. Cada día hablarás con la reina y con mi madre. Sean cuales sean las veleidades de Chenar, no le des poder de decisión alguno.
—No estés ausente demasiado tiempo.
—Pienso golpear pronto y fuerte.
—Tendrás que prescindir de Serramanna.
—¿Por qué razón?
Ameni le relató las circunstancias del arresto del sardo. Ramsés pareció entristecido.
—Redacta con claridad el acta de acusación —exigió el rey—. A mi regreso lo interrogaré. Él me dirá los motivos de su gesto.
—Un pirata sigue siendo un pirata.
—Su proceso y su castigo serán ejemplares.
—Un brazo de su valor te hubiera sido muy útil —deploró Ameni.
—Su espada me hubiera golpeado por la espalda.
—¿Nuestras tropas están realmente listas para el combate?
—No tienen otra alternativa.
—¿Cree su majestad que tenemos alguna posibilidad de vencer?
—Someteremos a los rebeldes que siembran el desorden en nuestros protectorados. Pero luego…
—Antes de lanzarte hacia Kadesh, ordéname que me reúna contigo.
—No, amigo mío. Es aquí, en Pi-Ramsés, donde realmente eres útil. Si yo desapareciera, Nefertari necesitaría tu ayuda.
—Proseguiremos el esfuerzo de guerra —prometió Ameni—; continuaremos fabricando armas. He… he pedido a Setaú y Acha que velen por tu seguridad. Con Serramanna ausente, podrías muy bien cometer imprudencias.
—Si no me pusiera a la cabeza de mi ejército, ¿no estaríamos vencidos de antemano?
Su cabellera era más negra que la negra noche, más dulce que la fruta de la higuera, sus dientes eran más blancos que el polvo de yeso, sus dos pechos firmes como manzanas de amor.
Nefertari, su esposa.
Nefertari, la reina de Egipto, cuya luminosa mirada era la alegría de las Dos Tierras.
—Tras haber hablado con Set —le confió Ramsés—, he conversado con mi madre.
—¿Qué te ha dicho?
—Me ha hablado de Seti, de las largas meditaciones a las que se entregaba antes de entrar en combate, fuera cual fuese, de su capacidad para preservar la energía durante las interminables jornadas de viaje.
—El alma de tu padre vive en ti. Combatirá a tu lado.
—Dejo el reino en tus manos, Nefertari; Tuya y Ameni serán tus fieles aliados. Serramanna acaba de ser detenido y estoy seguro de que Chenar intentará imponerse a ti. Mantén con firmeza el gobernalle del navío del Estado.
—Cuenta sólo contigo mismo, Ramsés.
El rey estrechó a su esposa entre sus brazos, como si nunca más fuera a verla.
De la corona azul pendían dos largas franjas de lino fruncido, que llegaban hasta la cintura; Ramsés llevaba un vestido de cuero acolchado, que combinaba corpiño y taparrabo, y formaba una especie de coraza cubierta por pequeñas placas de metal. Una gran túnica transparente cubría el conjunto, de incomparable majestad.
Cuando Homero vio comparecer al faraón con aquel atavío guerrero, dejó de fumar su pipa y se levantó. Héctor, el gato blanco y negro, se refugió bajo una silla.
—De modo, majestad, que ya ha llegado el momento.
—Quería saludaros antes de partir hacia el norte.
—He aquí los versos que acabo de escribir: «Engancha a su carro los dos caballos de broncíneos cascos, rápida carrera y crines de oro. Lleva una resplandeciente túnica, toma en su mano el azote y, de un latigazo, los lanza a galope para que vuelen entre la tierra y el cielo».
—Mis dos caballos bien merecen este homenaje. Hace ya varios días que los preparo para la prueba que vamos a sufrir juntos.
—Qué lástima, esta partida… Acabo de aprender una interesante receta. Mezclando pan de cebada con zumo de dátiles a los que yo mismo quito el hueso, obtengo, después de la fermentación, una cerveza digestiva. Me hubiera gustado que la hubierais probado.
—Es una vieja receta egipcia, Homero.
—Preparada por un poeta griego debe de tener un sabor inédito.
—Cuando regrese, beberemos juntos esa cerveza.
—Aunque, al envejecer, me vuelvo malhumorado, detesto beber solo, sobre todo cuando he invitado a un amigo al que aprecio muchísimo a compartir mi placer. La cortesía os obliga a regresar enseguida, majestad.
—Ésa es mi intención. Además, me gustará mucho leer vuestra Ilíada.
—Necesitaré todavía varios años antes de finalizarla; por eso envejezco lentamente, para engañar al tiempo. Vos, majestad, comprimidlo en vuestro puño.
—Hasta pronto, Homero.
Ramsés monto en su carro, tirado por sus dos mejores caballos, Victoria en Tebas y La diosa Mut está satisfecha.
Jóvenes, vigorosos, inteligentes, partían gozosos a la aventura, con deseos de devorar grandes espacios.
El rey había confiado su perro, Vigilante, a Nefertari; Matador, el enorme león nubio, se mantenía a la derecha del carro. De prodigiosa fuerza y belleza, también la fiera sentía deseos de demostrar sus capacidades de guerrero.
El faraón levantó su brazo diestro e inmediatamente el carro se puso en marcha. En cuanto las ruedas empezaron a girar, el león acompasó su andar con el del monarca. Y miles de infantes, enmarcados por las unidades de carros, siguieron a Ramsés.