El Calvo, dignatario de la Casa de Vida de Heliópolis, se encargaba de verificar la calidad de los alimentos que le proporcionaban agricultores y pescadores. Escrupuloso, puntilloso incluso, examinaba cada fruta, cada legumbre, cada pescado. Los vendedores lo temían y lo estimaban, porque pagaba el precio justo. Pero nadie podía convertirse en proveedor titular, pues no caía en la rutina y no concedía privilegio alguno. Para él sólo contaba la perfección de los alimentos que serían sacralizados por el rito y ofrecidos a los dioses antes de ser distribuidos a los humanos.
Hecha su elección, el Calvo enviaba sus compras hacia las cocinas de la Casa de Vida, cuyo nombre, «el lugar puro», revelaba una permanente preocupación por la higiene. El sacerdote no ahorraba inspecciones imprevistas, seguidas a veces por graves sanciones.
Aquella mañana se dirigió a la reserva de pescado seco y salado.
El cerrojo de madera de la puerta, cuyo mecanismo sólo conocían él y el encargado del almacén, había sido serrado. Estupefacto, empujó la puerta, pero nada más encontró el silencio y la penumbra habituales.
Avanzó, inquieto, mas no percibió ninguna presencia insólita. Vagamente tranquilizado, se detuvo ante cada jarra; unas etiquetas precisaban el nombre y el número de los peces en conserva, y la fecha de la salazón. Cerca de la puerta vio un emplazamiento vacío.
Habían robado una jarra.
Pertenecer a la Casa de la reina era un honor con el que soñaban todas las damas de la corte. Pero Nefertari prestaba más atención a la competencia y la seriedad que a la fortuna o el rango. Al igual que Ramsés cuando compuso su gobierno, ella había provocado muchas sorpresas eligiendo a jóvenes de origen modesto como peluquera, tejedora o camarera.
A una hermosa morena, nacida en un barrio popular de Menfis, le había sido atribuida la codiciada función de costurera de la gran esposa real. Su función consistía, especialmente, en ocuparse de los vestidos preferidos de Nefertari que, a pesar de su gran ropero, sentía especial afecto por antiguos vestidos y un viejo chal que se ponía de buen grado al caer la tarde. La reina no sólo temía el frescor del ocaso sino que recordaba, también, haberse cubierto, soñadora, con aquel chal la noche siguiente a su primer encuentro con el príncipe Ramsés, aquel hombre fogoso y delicado a la vez, a quien había rechazado mucho tiempo antes de confesarse su propia pasión.
Como las otras empleadas de la Casa de la reina, la costurera sentía por la soberana una verdadera veneración. Nefertari sabía gobernar con gracia, ordenar con una sonrisa. Ninguna tarea le parecía lo bastante humilde como para ser desdeñada y no aceptaba mentiras ni retrasos injustificados. Cuando aparecía una dificultad, le gustaba hablar personalmente con la sierva en cuestión y escuchar sus explicaciones. Amiga y confidente de la reina madre, la gran esposa real había sabido conquistar todos los corazones.
La costurera perfumaba las telas con esencias refinadas procedentes del laboratorio de palacio y procuraba evitar cualquier mal doblez cuando guardaba los vestidos en los cofres de madera y en los armarios. Al aproximarse la noche, fue a buscar el viejo chal con el que a la reina le gustaba cubrirse los hombros mientras celebraba los últimos ritos del día.
La costurera palideció.
El chal no estaba en su sitio.
«Imposible —pensó—, me he equivocado de cofre.» Miró en otro, luego en otro y, por fin, en los armarios. Pero la búsqueda fue en balde.
La costurera preguntó a las camareras, a la peluquera de la reina, a las lavanderas… Nadie le dio la menor indicación.
El chal preferido de Nefertari había sido robado.
El consejo de guerra se había reunido en la sala de audiencia del palacio de Pi-Ramsés. Los generales colocados a la cabeza de los cuatro ejércitos habían respondido a la convocatoria del rey, jefe supremo de las tropas. Ameni tomaba notas y después redactaría un informe.
Los generales eran escribas de edad madura, bastante letrados, poseedores de grandes dominios y buenos gestores. Dos de ellos habían combatido ya a los hititas, a las órdenes de Seti, pero el enfrentamiento había sido breve y de poco alcance. En realidad, ninguno de aquellos oficiales superiores había conocido un conflicto de gran envergadura cuyo resultado parecía incierto. Cuanto más se acercaba la guerra, más incómodos se sentían.
—¿Estado del armamento?
—Bueno, majestad.
—¿La producción?
—No decrece. De acuerdo con vuestras directrices se han doblado las primas para los herreros y fabricantes de flechas. Pero necesitamos más espadas y puñales para el combate cuerpo a cuerpo.
—¿Los carros?
—Dentro de unas semanas su número será suficiente.
—¿Los caballos?
—Están bien cuidados. Las bestias saldrán en excelentes condiciones físicas.
—¿La moral de los hombres?
—Ahí duele la cosa, majestad —confesó el más joven de los generales—. Vuestra presencia es benéfica pero siguen corriendo mil y un rumores sobre la crueldad y la invencibilidad de los hititas. Pese a nuestras repetidas negativas, las estúpidas fábulas dejan huella en los espíritus.
—¿Incluso en los de mis generales?
—No, majestad, claro que no… pero subsisten dudas en algunos puntos.
—¿Cuáles?
—Bueno… ¿será el enemigo claramente superior en número?
—Comenzaremos por restablecer el orden en Canaán.
—¿Están ya allí los hititas?
—No, su ejército no se ha aventurado tan lejos de sus bases. Sólo algunos comandos han producido cierta turbación antes de regresar a Anatolia. Han convencido a los reyezuelos locales para que nos traicionen y provocar así conflictos que agoten nuestras fuerzas. No será así. La rápida reconquista de nuestras provincias dará a los soldados la fuerza necesaria para proseguir hacia el norte y obtener una gran victoria.
—Algunos se preocupan… por nuestras fortalezas.
—Hacen mal. Anteayer y ayer llegó a palacio una decena de palomas mensajeras que traían informes tranquilizadores. Ninguna fortaleza ha caído en manos del adversario. Disponen de los víveres y el armamento necesario para resistir eventuales ataques, hasta nuestra llegada. Sin embargo, debemos apresurarnos, ya hemos tardado demasiado.
El deseo formulado por Ramsés tenía valor de orden. Los generales se inclinaron y volvieron a sus cuarteles respectivos con la firme intención de acelerar los preparativos para la marcha.
—Son unos incapaces —murmuró Ameni dejando la caña finamente cortada que le servía para escribir.
—Severo juicio —estimó Ramsés.
—Miradlos: ¡son miedosos, demasiado ricos, apegados a una existencia fácil! Hasta hoy han pasado más tiempo descansando en los jardines de sus villas que combatiendo en un campo de batalla. ¿Cómo se comportarán ante los hititas, cuya única razón para vivir es la guerra? Tus generales están ya muertos o bien han huido.
—¿Recomiendas que los cambie?
—Demasiado tarde, ¿y para qué? Todos tus oficiales superiores son del mismo tipo.
—¿Deseas que Egipto se abstenga de cualquier intervención militar?
—Sería un error mortal… Es preciso reaccionar, tienes razón, pero la situación es clara: nuestra capacidad para vencer depende de ti, y sólo de ti.
Ramsés recibió a su amigo Acha muy entrada la noche. El rey y el jefe de los servicios de espionaje sólo se concedían escasos momentos de respiro; en la capital, la tensión era cada vez más perceptible.
En una de las ventanas del despacho del faraón, uno junto a otro, ambos hombres contemplaron el cielo nocturno, cuya alma estaba formada por miles de estrellas.
—¿Algo nuevo, Acha?
—La situación está bloqueada: por un lado los rebeldes, por el otro nuestras fortalezas. Nuestros partidarios aguardan tu intervención.
—Ardo de impaciencia, pero no tengo derecho a poner en peligro la vida de mis soldados. Falta de preparación, material insuficiente… Nos hemos dormido, demasiado tiempo, en una paz ilusoria. El despertar es brutal, pero saludable.
—Que los dioses te escuchen.
—¿Dudas acaso de su ayuda?
—¿Estaremos a la altura de los acontecimientos?
—Los que combatan a mis órdenes defenderán Egipto a costa de su vida. Si los hititas lograran sus fines, sería el reino de las tinieblas.
—¿Has pensado ya que puedes perecer?
—Nefertari asegurará la regencia y, si es necesario, reinará.
—Hace una noche muy hermosa… ¿Por qué los hombres piensan sólo en matarse mutuamente?
—Soñé con un reinado apacible. El destino ha decidido otra cosa y no me apartaré de él.
—Podría serte hostil, Ramsés.
—¿Ya no confías en mí?
—Tal vez tenga miedo, como todos.
—¿Has encontrado algún rastro de Moisés?
—No, al parecer ha desaparecido.
—No, Acha.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque no has hecho investigación alguna.
El joven diplomático no perdió su tranquilidad.
—Te has negado a enviar a tus agentes tras la pista de Moisés —prosiguió Ramsés—, porque no deseas que sea arrestado y condenado a muerte.
—¿No es Moisés nuestro amigo? Si lo devuelvo a Egipto será condenado a la pena capital.
—No, Acha.
—¡Tú, el faraón, no puedes violar la ley!
—No tengo intención de hacerlo. Moisés podrá vivir libre en Egipto, porque la justicia lo habrá absuelto.
—Pero… ¿no mató a Sary?
—En estado de legítima defensa, según un testimonio debidamente registrado.
—¡Fabulosa noticia!
—Busca a Moisés y encuéntralo.
—No será fácil… Dados los actuales trastornos, tal vez se esconda en un lugar inaccesible.
—Encuéntralo, Acha.