Serramanna veía aquella guerra con malos ojos. El gigante sardo, al abandonar la profesión de pirata para convertirse en jefe de la guardia personal de Ramsés, había aprendido a apreciar Egipto, su vivienda oficial y a las egipcias con las que pasaba horas de placer. Nenofar, su reciente amante, sobrepasaba a las precedentes. En su última justa amorosa había conseguido agotarlo, ¡a él, un sardo! Maldita guerra, en verdad, que le alejaría de tanta felicidad, aunque velar por la seguridad de Ramsés no fuera una sinecura. ¿Cuántas veces había desdeñado el monarca sus consejos de que fuera prudente? Pero era un gran rey, y Serramanna lo admiraba. Puesto que era preciso matar hititas para salvar el reinado de Ramsés, mataría. Y esperaba incluso cortarle el cuello, con su propia espada, a Muwattali, a quien sus soldados denominaban «el gran jefe». El sardo se rio sardónico: ¡Un «gran jefe» a la cabeza de una pandilla de bárbaros y de asesinos! Cumplida su misión, Serramanna perfumaría la espiral de sus bigotes y tomaría por asalto a otras Nenofar.
Cuando Ramsés le había nombrado responsable del cuerpo de élite del ejército egipcio, encargado de las misiones peligrosas, Serramanna había sentido un gran orgullo que le había devuelto el vigor de la juventud. Puesto que el dueño de las Dos Tierras le honraba con la suficiente confianza, el sardo le demostraría, con las armas en la mano, que no se había equivocado. El entrenamiento que imponía a los hombres colocados bajo su mando había eliminado ya a los presuntuosos y a gente en exceso bien nutrida; sólo conservaría a los auténticos guerreros, capaces de combatir uno contra diez y de soportar, sin gemir, múltiples heridas.
Nadie conocía la fecha de la partida de las tropas, pero el instinto de Serramanna la sentía próxima. En los cuarteles reinaba el nerviosismo entre los soldados. En el palacio, las reuniones del Estado Mayor se sucedían a ritmo constante. Ramsés veía a menudo a Acha, el jefe de sus servicios de espionaje.
Las malas noticias corrían de boca en boca. La rebelión no dejaba de extenderse, algunos notables, fieles a Egipto, habían sido ejecutados en Fenicia y Palestina. Pero los informes que traían las palomas mensajeras del ejército demostraban que las fortalezas resistían y contenían los asaltos del enemigo.
Pacificar Canaán no supondría, pues, excesivas dificultades; Ramsés decidiría, probablemente, proseguir hacia el norte, hacia la provincia de Amurru y Siria. Luego llegaría el inevitable enfrentamiento con el ejército hitita, cuyos comandos, según los agentes de información, se habían retirado de Siria del Sur.
Serramanna no temía a los hititas. Pese a su mortífera reputación, ardía en deseos, incluso, de vérselas con aquellos bárbaros, derribar el máximo y verlos huir aullando.
Antes de librar fabulosos combates cuyo recuerdo perduraría en la memoria de los egipcios, el sardo tenía que cumplir una misión.
Al salir de palacio, Serramanna sólo tuvo que recorrer un corto trayecto para llegar al barrio de los talleres, contiguo a los almacenes. Una intensa actividad reinaba en el dédalo de callejas en las que se abrían puestos de carpintero, sastres y fabricantes de sandalias. Algo más lejos, en dirección al puerto, estaban las modestas moradas de los ladrilleros hebreos.
La aparición del gigante sembró la turbación entre los obreros y sus familias. Tras la huida de Moisés, los hebreos habían perdido a un jefe ejemplar que los defendía contra todo tipo de autoritarismo y les devolvía un olvidado orgullo. Ver aparecer al sardo, de bien merecida reputación, no presagiaba nada bueno.
Serramanna agarró del taparrabo a un muchacho que huía.
—¡Deja de gesticular, pequeño! ¿Dónde vive Abner, el ladrillero?
—No lo sé.
—No me irrites.
El muchacho se tomó en serio la amenaza y habló con facilidad. Incluso aceptó acompañar al sardo hasta el domicilio de Abner, que se acurrucaba en una esquina del recibidor, con un velo en la cabeza.
—Ven —ordenó Serramanna.
—¡Me niego!
—¿De qué tienes miedo, amigo?
—No he hecho nada malo.
—Pues entonces no tienes nada que temer.
—¡Déjame, te lo ruego!
—El rey quiere verte.
Abner se acurrucó más aún, y el sardo se vio obligado a levantarlo con una sola mano y ponerlo a lomos de un asno que, con paso firme y tranquilo, se dirigió hacia el palacio de Pi-Ramsés.
Abner estaba aterrorizado. Prosternado ante Ramsés, no se atrevía a levantar los ojos.
—La investigación de los acontecimientos no me satisface —indicó el rey—. Quiero saber lo que ocurrió realmente. Tú, Abner, lo sabes.
—Majestad, solo soy un ladrillero…
—Moisés ha sido acusado de haber matado a Sary, el marido de mi hermana. Si resulta que cometió realmente el crimen, tendrá que ser castigado del modo más severo. ¿Pero por qué habría actuado así?
Abner tenía la esperanza de que nadie se interesara por su papel exacto en el asunto; pero aquello era desdeñar la amistad que unía al faraón y Moisés.
—Moisés debía de estar loco, majestad.
—Deja de burlarte de mí, Abner.
—¡Majestad!
—Sary no te quería.
—Habladurías, solo habladurías.
—¡No, testimonios! Levántate.
Temblando, el hebreo vaciló. Mantenía la cabeza gacha, incapaz de soportar la mirada de Ramsés.
—¿Acaso eres un cobarde, Abner?
—Un simple ladrillero que aspira a vivir en paz, majestad; eso es lo que soy.
—Los sabios no creen en el azar. ¿Cómo te mezclaste en esa tragedia?
Abner habría tenido que seguir mintiendo, pero la voz del faraón derribaba sus defensas.
—Moisés… Moisés era el jefe de los ladrilleros. Yo le debía obediencia, como mis colegas, pero su autoridad hacía sombra a Sary.
—¿Y éste te maltrató?
Abner masculló unas palabras incomprensibles.
—Habla con claridad —exigió el rey.
—Sary… Sary no era un hombre bueno, majestad.
—Era incluso trapacero y cruel. Soy consciente de ello.
La aprobación de Ramsés tranquilizó a Abner.
—Sary me amenazó —confesó el hebreo—; me obligaba a pagarle parte de mis ganancias.
—Una extorsión… ¿por qué le satisfacías?
—Tenía miedo, majestad, mucho miedo. Sary me habría pegado, despojado…
—¿Por qué no lo denunciaste?
—Sary tenía numerosas relaciones en la policía. Nadie osaba enfrentarse a él.
—¡Nadie salvo Moisés!
—Y fue una desgracia para él, majestad, una verdadera desgracia…
—Una desgracia en la que tienes algo que ver, Abner.
Al hebreo le hubiera gustado que se lo hubiera tragado la tierra para poder escapar del espíritu de aquel soberano que penetraba en él como una barrena.
—Se lo contaste a Moisés, ¿verdad?
—Moisés era bueno y valeroso.
—¡La verdad, Abner!
—Sí, majestad, se lo conté.
—¿Cómo reaccionó?
—Aceptó defenderme.
—¿De qué modo?
—Ordenando a Sary que no siguiera molestándome, supongo… Moisés no era muy parlanchín.
—Los hechos, Abner, sólo los hechos.
—Yo estaba descansando cuando Sary irrumpió en mi casa presa de violenta cólera. «¡Perro hebreo —aulló—, te has atrevido a hablar!» Me golpeó, yo me protegí el rostro con las manos e intenté escapar de él. Moisés entró y peleó con Sary, Sary murió. Si Moisés no hubiera intervenido, yo habría sucumbido.
—Dicho de otro modo, un caso de legítima defensa. Gracias a tu testimonio, Abner, Moisés podría ser absuelto por un tribunal y recuperar su puesto entre los egipcios.
—Lo ignoraba, yo…
—¿Por qué te has callado hasta ahora, Abner?
—¡Tenía miedo!
—¿De quién? Sary ha muerto. ¿Te perseguía otro capataz?
—No, no…
—¿Entonces qué te asusta?
—La justicia, la policía…
—Mentir es una grave falta, Abner. Pero tal vez no crees en la existencia de la balanza del otro mundo, que pesará nuestros actos.
El hebreo se mordió los labios.
—Guardaste silencio porque temías que los investigadores se fijaran en ti —prosiguió Ramsés—. Ni siquiera pensaste en ayudar a Moisés, el hombre que te salvó la vida.
—¡Majestad!
—Ésa es la verdad Abner: querías mantenerte apartado porque tú también eres un extorsionador. Serramanna ha sabido desatar la lengua de los ladrilleros principiantes, a quienes explotas sin remordimiento alguno.
El hebreo se arrodilló ante el rey.
—Les ayudo a encontrar trabajo, majestad. Merezco una retribución.
—No eres más que un canalla, Abner, pero para mí eres muy valioso, pues podrías demostrar la inocencia de Moisés y justificar su gesto.
—Vos… ¿me perdonáis?
—Serramanna te llevará ante un juez que te tomará declaración. Describirás los hechos, bajo juramento, sin omitir un solo detalle. Que no vuelva a oír hablar de ti, Abner.