Después de una fatigosa jornada, Tuya, la reina madre, descansaba en el jardín de palacio. Había celebrado el ritual del alba en una capilla de la diosa Hator, el sol femenino, luego había resuelto problemas de protocolo, había concedido una entrevista a unos cortesanos gimoteantes y se había entrevistado, a petición de Ramsés, con el ministro de Agricultura, antes de conversar con Nefertari, la gran esposa real. Delgada, con grandes ojos almendrados, severos y penetrantes, la nariz fina y recta, la barbilla casi cuadrada, Tuya tenía una indiscutible autoridad moral. Tocada con una peluca de retorcidos mechones que ocultaba las orejas y la nuca, llevaba un largo vestido de lino admirablemente fruncido. En su garganta lucía un collar de amatistas de seis vueltas; en las muñecas, brazaletes de oro. Fuera cual fuese la hora del día, Tuya siempre estaba impecable.
Cada día echaba más en falta a Seti. El tiempo empeoraba la cruel ausencia del difunto faraón, y la viuda aspiraba a conocer el último pasaje que le permitiría reunirse con su esposo.
La pareja real le ofrecía, sin embargo, muchas alegrías: Ramsés tenía madera de gran monarca y Nefertari la de una gran reina. Como Seti y ella, amaban apasionadamente a su país y sacrificarían su vida si el destino se lo exigiera.
Cuando Ramsés se dirigió hacia ella, Tuya supo enseguida que su hijo acababa de tomar una decisión muy grave. El rey ofreció el brazo a su madre y juntos pasearon por una avenida arenosa, entre dos hileras de tamariscos en flor. El aire era cálido y perfumado.
—El verano será implacable —dijo ella—. Afortunadamente, elegiste un buen ministro de Agricultura. Los diques estarán consolidados y los estanques para retener las aguas de irrigación se habrán ampliado. La crecida tiene que ser buena, las cosechas serán abundantes.
—Mi reinado podría haber sido largo y feliz.
—¿Por qué no va a serlo? Los dioses te han favorecido y la propia naturaleza te ofrece sus beneficios.
—La guerra es inevitable.
—Ya lo sé, hijo mío. Tu decisión ha sido acertada.
—Necesitaba tu aprobación.
—No, Ramsés; puesto que Nefertari comparte tus pensamientos, la pareja real está en condiciones de actuar.
—Mi padre había renunciado a combatir a los hititas.
—Los hititas parecían haber renunciado a combatir a Egipto. Si hubieran roto la tregua, Seti habría iniciado sin tardanza una ofensiva.
—Nuestros soldados no están listos.
—Tienen miedo, ¿no es cierto?
—¿Quién puede reprochárselo?
—Tú.
—Los veteranos propagan terroríficas historias sobre los hititas.
—¿Hasta el punto de asustar al faraón?
—El tiempo de disipar los espejismos…
—Sólo se disiparán en el campo de batalla, cuando el valor salve las Dos Tierras.
Meba, el antiguo ministro de Asuntos Exteriores, detestaba a Ramsés. Convencido de que el rey le había expulsado sin motivo de su cargo, aguardaba una ocasión para tomar su revancha. Como varios miembros de la corte, apostaba por el fracaso del joven faraón que, tras cuatro años de éxitos, sucumbiría a la prueba.
En compañía de una decena de notables, el rico y mundano Meba, de ancho rostro y aspecto marcial, intercambiaba unas fútiles palabras sobre la alta sociedad de Pi-Ramsés. Los manjares eran de calidad, las mujeres soberbias; era preciso matar el tiempo, a la espera del advenimiento de Chenar.
Un servidor susurró unas palabras al oído de Meba. El diplomático se levantó inmediatamente.
—Amigos míos, es para mí una gran satisfacción comunicaros que el rey nos honra con su presencia.
Las manos de Meba temblaban. Ramsés no solía aparecer de ese modo en una recepción privada.
Los bustos se doblaron al unísono.
—Es un honor, majestad. ¿Queréis sentaros?
—Es inútil. He venido a anunciar la guerra.
—¿La guerra?…
—¿Habéis oído mencionar, en medio de tanto regocijo, la presencia de nuestros enemigos a las puertas de Egipto?
—Es nuestra principal preocupación —aseguró Meba.
—Nuestros soldados temen que el conflicto se haga inevitable —declaró un experimentado escriba—. Saben que tendrán que caminar bajo el sol, pesadamente cargados, y avanzar por difíciles caminos. Les será imposible beber hasta calmar su sed, pues el agua estará racionada. Aunque sus piernas desfallezcan, tendrán que seguir avanzando, olvidar que les duele la espalda y que están muertos de hambre. ¿Descansar en el campamento? Vana esperanza, debido a las tareas que deberán cumplir antes de tenderse en sus esteras. En caso de alarma, se levantarán a toda prisa con los ojos nublados por el sueño. ¿Y la comida? Mediocre. ¿Y los cuidados? Escasos. ¿Y qué decir de las flechas y jabalinas adversarias, del constante peligro, de la muerte merodeando por doquier?
—Hermosa retórica de literato —advirtió Ramsés—; yo también conozco de memoria el viejo texto, pero hoy no se trata de literatura.
—Confiamos en el valor de nuestro ejército, majestad —proclamó Meba—, y sabemos que vencerá, sean cuales sean los sufrimientos que deba soportar.
—Conmovedoras palabras, pero no me bastan. Conozco tu valor y el de los nobles aquí presentes, y me enorgullecería mucho ver como os enroláis ahora mismo como voluntarios.
—Majestad… ¡Nuestro ejército profesional debería bastar para ello!
—Necesita hombres de calidad para encuadrar a los jóvenes reclutas. ¿Acaso no deben dar ejemplo los nobles y los ricos? Mañana mismo os esperarán a todos en el cuartel principal.
La ciudad de turquesa estaba muy agitada. Transformada en base militar, en puesto de mando de los carros, en lugar de reunión de los regimientos de infantería y en fondeadero de la flota de guerra, asistía a las maniobras y a los entrenamientos, del amanecer al ocaso. Delegando en Nefertari, Tuya y Ameni la dirección de los asuntos internos del Estado, Ramsés pasaba sus jornadas en la manufactura de armas y en los cuarteles.
La presencia del monarca tranquilizaba y exaltaba; comprobaba la calidad de las lanzas, las espadas y los escudos, pasaba revista a los nuevos reclutas, hablaba tanto con los oficiales superiores como con los simples soldados, y prometía a los unos y los otros un sueldo proporcional a su valentía. Los mercenarios estaban seguros de que percibirían buenas primas si llevaban a Egipto a la victoria.
El rey dedicaba una gran atención al cuidado de los caballos. De su buena condición física dependería, en gran parte, la suerte de la batalla. En el centro de cada establo, construido en pavimentos de guijarros entrecortados por regueras, un depósito de agua servía, al mismo tiempo, para abrevar a los animales y mantener la limpieza. Cada día, Ramsés inspeccionaba distintas cuadras, examinaba los caballos y castigaba con severidad las negligencias.
El ejército reunido en Pi-Ramsés comenzaba a funcionar como un gran cuerpo regido por una cabeza a la que se recurría en cualquier circunstancia. Disponible, interviniendo con rapidez, el rey no dejaba subsistir vaguedad alguna y resolvía inmediatamente los litigios. Se estableció una sólida confianza. Cada soldado sintió que las órdenes eran adecuadas y que las tropas formaban una verdadera maquinaria de guerra.
Ver tan de cerca al faraón y poder hablarle a veces eran privilegios que dejaban estupefactos a los soldados, oficiales o no. A muchos cortesanos les hubiera gustado gozar de semejante suerte. La actitud del rey confería a sus hombres una extraña energía, una nueva fuerza. Sin embargo, Ramsés permanecía lejano e inaccesible. Seguía siendo el faraón, aquel ser único, animado por otra vida.
Cuando el soberano vio a Ameni entrando en el cuartel donde, antaño, el príncipe Ramsés le había arrancado de las garras de sus torturadores, no dejó de extrañarle. Su fiel secretario sentía auténtica aversión por aquella clase de lugares.
—¿Vienes a manejar la espada o la lanza?
—Nuestro poeta ha llegado a Pi-Ramsés y desea verte.
—¿Le has instalado bien?
—En una mansión idéntica a la de Menfis.
Sentado al pie de un limonero, su árbol favorito, con la piel untada con aceite de oliva, Homero degustaba un vino perfumado, mezclado con anís y cilantro, y fumaba hojas de salvia metidas en una gruesa cáscara de caracol, que le servía de hornillo de pipa. Cuando el rey llegó, Homero lo saludó con voz huraña.
—Permaneced sentado, Homero.
—Todavía soy capaz de inclinarme ante el señor de las Dos Tierras.
Ramsés se sentó en un taburete plegable, junto al poeta griego. Héctor, su gato negro y blanco, saltó a las rodillas del monarca. A las primeras caricias, comenzó a ronronear.
—¿Os gusta mi vino, majestad?
—Es algo fuerte, pero su perfume es muy seductor. ¿Cómo os encontráis?
—Mis huesos están doloridos y mi vista continúa debilitándose, pero el clima atenúa mis males.
—¿Os conviene esta morada?
—Es perfecta. El cocinero, la camarera y el jardinero me han acompañado; son buena gente que sabe cuidarme sin importunarme. Como yo, sentían curiosidad por conocer vuestra nueva capital.
—¿No hubierais estado más tranquilo en Menfis?
—¡En Menfis ya no pasa nada! Aquí se decide la suerte del mundo. ¿Quién está mejor preparado que un poeta para percibirlo? Escuchad: «Apolo bajará del cielo, lleno de cólera, avanzará, semejante a la noche, y lanzará sus dardos. Su arco de plata emitirá un son terrorífico, sus flechas atravesarán a los guerreros. Innumerables piras se encenderán para quemar a los muertos. ¿Quién podrá huir de la muerte?».
—¿Versos de vuestra Ilíada?
—En efecto, ¿pero hablaban realmente del pasado? Esta ciudad de turquesa, poblada de estanques y jardines, se transforma en un campamento militar.
—No tengo elección, Homero.
—La guerra es la vergüenza de la humanidad, la prueba de que es una raza degenerada, manipulada por fuerzas invisibles. Cada verso de la Ilíada es un exorcismo destinado a extirpar la violencia del corazón de los hombres, pero mi magia me parece a veces muy irrisoria.
—Sin embargo, debéis seguir escribiendo, y yo debo gobernar, aunque mi reino se transforme en un campo de batalla.
—Será vuestra primera gran guerra, ¿no es cierto? Y será incluso la gran guerra…
—Me asusta tanto como a vos, pero no tengo tiempo ni derecho a tener miedo.
—¿Es inevitable?
—Lo es.
—Que Apolo anime vuestro brazo, Ramsés, y que la muerte sea vuestra aliada.