Chenar echó los dos cerrojos de madera que cerraban la puerta de su despacho en el Ministerio de Asuntos Exteriores, luego miró por las ventanas para asegurarse de que nadie se hallaba en el patio interior. Cauto, había ordenado al guardia que estaba en la antecámara que se alejara y se apostara a un extremo del pasillo.
—Nadie puede oírnos —dijo a Acha.
—¿No habría sido más prudente hablar en otra parte?
—Debemos dar la impresión de que estamos trabajando, día y noche, por la seguridad del país. Ramsés ha ordenado que los funcionarios que se hallan ausentes sin una excusa admisible sean despedidos inmediatamente. ¡Estamos en guerra, querido Acha!
—Todavía no.
—¡Es evidente que el rey ya ha tomado una decisión! Vos lo habéis convencido.
—Eso espero. Pero seamos prudentes. Ramsés suele ser imprevisible.
—Nuestro juego ha sido perfecto. Mi hermano ha creído que yo vacilaba y no me atrevía a comprometerme, por miedo a disgustarle. Vos, por el contrario, cortante e incisivo, habéis puesto de relieve mi cobardía. ¿Cómo podía imaginar Ramsés nuestra alianza?
Satisfecho, Chenar llenó dos copas con un vino blanco de la ciudad de Imau, famosa por sus viñedos.
El despacho del ministro de Asuntos Exteriores, al revés que el del rey, no era un modelo de sobriedad. Sillas con respaldos decorados con lotos, recargados almohadones, mesillas con patas de bronce, muros adornados con pinturas que representaban escenas de la caza de pájaros en las marismas y, sobre todo, una profusión de jarrones exóticos procedentes de Libia, Siria, Babilonia, Creta, Rodas, Grecia y Asia. A Chenar le volvían loco. Había pagado muy caras la mayoría de esas piezas únicas, pero su pasión no hacía más que aumentar y llenaba de aquellas maravillas sus villas de Tebas, Menfis y Pi-Ramsés.
La creación de la nueva capital, que al principio le había parecido una insoportable victoria de Ramsés, en realidad había sido una verdadera suerte. Chenar se aproximaba a quienes habían decidido llevarlo al poder, los hititas, y también a los centros de producción de aquellos incomparables jarrones. Verlos, acariciarlos, recordar su exacta procedencia le procuraba un placer inefable.
—Ameni me preocupa —confesó Acha—. No carece de agudeza y…
—Ameni es un imbécil y un débil que vegeta a la sombra de Ramsés. Su servilismo le impide ver y oír.
—Y sin embargo ha criticado mi actitud.
—Ese pequeño escriba cree que Egipto está solo en el mundo, que puede refugiarse en sus fortalezas, cerrar sus fronteras e impedir así que lo invadan los enemigos. Es un antimilitarista feroz y está convencido de que replegarse sobre uno mismo es la única posibilidad de paz. Era inevitable que se enfrentara con vos, pero nos servirá.
—Ameni es el consejero más cercano a Ramsés —objetó Acha.
—En períodos de paz, sí; pero los hititas nos han declarado la guerra y vuestra exposición fue del todo convincente. Además, olvidáis a la reina madre, Tuya, y a la gran esposa real, Nefertari.
—¿Creéis que a ellas les gusta la guerra?
—La odian. Pero las reinas de Egipto siempre lucharon con el mayor vigor para salvaguardar las Dos Tierras y a menudo han adoptado iniciativas notables. Las grandes damas de Tebas reorganizaron el ejército y lo alentaron a expulsar a los invasores hicsos del Delta. Tuya, mi venerada madre, y Nefertari, esa maga que subyuga la corte, no serán una excepción. Incitarán a Ramsés para que pase a la ofensiva.
—Espero que vuestro optimismo esté justificado.
Acha mojó sus labios en el fuerte y afrutado vino, Chenar vació golosamente su copa. Aunque vestido con costosas túnicas y camisas, no lograba ser tan elegante como el diplomático.
—Lo está, querido amigo, lo está. ¿No sois acaso jefe de nuestra red de espionaje, uno de los amigos de infancia de Ramsés y el único hombre al que escucha cuando se trata de política exterior?
Acha asintió con la cabeza.
—Estamos muy cerca del objetivo —prosiguió Chenar exaltado—; Ramsés morirá o será vencido; deshonrado, se verá obligado a renunciar al poder. En ambos casos, yo apareceré como el único capaz de negociar con los hititas y salvar a Egipto del desastre.
—Habrá que comprar esa paz —precisó Acha.
—No he olvidado nuestro plan. Cubriré de oro a los príncipes de Canaán y Amurru. Haré fabulosos regalos al emperador de los hititas y formularé promesas no menos fabulosas. Tal vez Egipto quede empobrecido por algún tiempo, pero reinaré. Y pronto se olvidará a Ramsés. La estupidez y el carácter aborregado del pueblo, que detesta hoy lo que ayer adoraba: esas son las armas que debo utilizar.
—¿Habéis renunciado a la idea de un inmenso imperio, desde el corazón de África a las mesetas de Anatolia?
Chenar se quedó pensativo.
—Os he hablado de ello, es cierto, pero desde un punto de vista comercial… Una vez restablecida la paz, crearemos nuevos puertos mercantes, desarrollaremos las rutas de las caravanas y contraeremos vínculos económicos con los hititas. Entonces, Egipto será demasiado pequeño para mí.
—¿Y si vuestro imperio fuese también… político?
—No os entiendo.
—Muwattali gobierna a los hititas con excesiva dureza, pero se intriga mucho en la corte de Hattusa. Dos personajes, uno muy visible, Uri-Techup, y el otro discreto, Hattusil, sacerdote de la diosa Ishtar, son considerados como probables sucesores. Si Muwattali muriera en combate, uno de los dos tomaría el poder. Pero los dos hombres se detestan y sus partidarios están dispuestos a destrozarse mutuamente.
Chenar se tocó el mentón.
—¿Algo más que simples querellas de palacio, a vuestro entender?
—Mucho más. El reino hitita amenaza con descomponerse.
—Si estallara en varios fragmentos, un salvador podría reunificarlos bajo su estandarte… y unir esos territorios a las provincias egipcias. ¡Qué imperio, Acha, qué inmenso imperio! ¡Babilonia, Asiria, Chipre, Rodas, Grecia y las tierras nórdicas serían mis futuros protectorados!
El joven diplomático sonrió.
—A los faraones les faltó ambición, porque sólo se preocupaban por la felicidad de su pueblo y la prosperidad de Egipto. Vos, Chenar, tenéis madera para conseguirlo. Por ello debe ser eliminado Ramsés, de un modo u otro.
Chenar no tenía la sensación de estar traicionando. Si la enfermedad no hubiera debilitado el cerebro de Seti, el difunto faraón le habría ofrecido el trono a él, su hijo primogénito. Víctima de una injusticia, Chenar lucharía para recuperar lo que le correspondía de pleno derecho.
Miró a Acha con ojos inquisitivos.
—Naturalmente, no se lo habéis dicho todo a Ramsés.
—Naturalmente, pero el conjunto de los mensajes que recibo, a través de mis agentes, siempre está a disposición del rey. Se registran y clasifican en este ministerio, ninguno puede ser sustraído o destruido, so pena de llamar la atención y convertirme en sospechoso de malversación.
—¿Ha realizado Ramsés alguna inspección?
—Nunca hasta hoy, pero estamos en vísperas de un conflicto. Por lo tanto, debo tomar precauciones y no exponerme a un inesperado control por su parte.
—¿Cómo lo haréis?
—Os lo repito: no falta ningún informe, ninguno ha sido trucado.
—¡En ese caso, Ramsés lo sabe todo!
Acha pasó suavemente el dedo por el borde de la copa de alabastro.
—El espionaje es un arte difícil, Chenar; el hecho sin más es importante, pero aún lo es más su interpretación. Mi papel consiste en sintetizar los hechos y dar una interpretación al rey para que se produzca su acción. En la presente situación, no podrá reprocharme blandura ni indecisión: he insistido para que organice cuanto antes una contraofensiva.
—¡Estáis haciendo su juego, no el de los hititas!
—Vos sólo consideráis el hecho —repuso Acha—; así reaccionará también Ramsés. ¿Quién podrá reprochárselo?
—Explicaos.
—El traslado de las tropas, de Menfis a Pi-Ramsés, ha planteado numerosos problemas de intendencia que están muy lejos de haberse resuelto. Incitando a Ramsés para que se apresure obtendremos una primera ventaja: una dificultad insuperable para nuestros soldados, cuyo equipamiento es insuficiente en cantidad y calidad.
—¿Y las demás ventajas?
—El propio terreno y la magnitud de la defección de nuestros aliados. Aun sin ocultárselo a Ramsés, no he insistido en la importancia de los acontecimientos. El salvajismo de las expediciones hititas y la matanza de la Morada del León han aterrorizado a los príncipes de Canaán y Amurru y a los gobernadores de los puertos costeros. Seti infundía respeto a los guerreros hititas; no ocurre así con Ramsés. El conjunto de los potentados locales, temiendo ser aniquilados a su vez, preferirán colocarse bajo la protección de Muwattali.
—Están convencidos de que Ramsés no acudirá en su ayuda y han decidido ser los primeros agresores de Egipto, para satisfacer a su nuevo dueño, el emperador de Hatti… ¿no es eso?
—Es una interpretación de los hechos.
—Y… ¿es la vuestra?
—La mía incluye algunos detalles suplementarios. ¿El silencio de algunas de nuestras plazas fuertes significa que el enemigo se ha apoderado de ellas? Si eso es cierto, Ramsés se enfrentará a una resistencia mucho más dura de lo previsto. Además, es probable que los hititas hayan entregado una buena cantidad de armas a los rebeldes.
Los labios de Chenar se volvieron golosos.
—¡Soberbias sorpresas en perspectiva para los batallones egipcios! Ramsés podría ser vencido en esa primera batalla, antes incluso de enfrentarse con los hititas.
—Es una hipótesis que no debemos desdeñar —consideró Acha.