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La gran sala de audiencias de Pi-Ramsés era una de las maravillas de Egipto. Se accedía a ella por una gran escalera monumental adornada con figuras de enemigos vencidos. Encarnaban las fuerzas del mal, que amenazaban sin cesar, y que sólo el faraón podía someter a Maat, la ley de armonía, cuyo rostro viviente era la reina.

Alrededor de la puerta de acceso, los nombres de coronación del monarca, pintados en azul sobre fondo blanco y colocados en cartuchos, formas ovales que evocaban el cosmos, el reino del faraón, hijo del creador y su representante en la tierra. Quien cruzaba el umbral del dominio de Ramsés descubría, maravillado, su serena belleza.

El suelo se componía de tejas de terracota barnizadas y coloreadas, en las que se desplegaban representaciones de estancos y floridos jardines, donde se veía un pato posado en un estanque azulado y un pez vulti que se escurría entre lotos blancos. En los muros un espectáculo de verde pálido, rojo profundo, azul claro, amarillo dorado y blanco quebrado animado por los pájaros retozando en las marismas. Y la mirada se dejaba cautivar por los frisos florales que representaban lotos, adormideras, amapolas, margaritas y acianos. Para muchos, la obra maestra de aquella sala, que cantaba la perfección de una naturaleza domeñada, era el rostro de una joven meditando ante un macizo de malvarrosas. El parecido con Nefertari era tan llamativo que nadie dudaba del homenaje que el soberano rendía, así, a su esposa.

Cuando subió la escalera que llevaba a su trono de oro, cuyo último peldaño estaba decorado por un león que tenía en sus fauces un enemigo procedente de las tinieblas, Ramsés lanzó una breve mirada a aquellas rosas, importadas de Siria del Sur, el protectorado egipcio cuyas espinas le atravesaban el corazón.

La corte al completo guardó silencio. Estaban presentes los ministros y sus adjuntos, los ritualistas, los escribas reales, los magos y sus expertos en ciencias sagradas, los responsables de las ofrendas cotidianas, los guardianes de los secretos, las grandes damas que ocupaban funciones oficiales y todos aquellos a quienes Romé, el intendente de palacio, jovial pero escrupuloso, había dejado entrar.

Era raro que Ramsés convocara a tan numerosa concurrencia, que pronto se haría eco de su discurso, cuyo contenido pronto sería conocido en todo el país. Todos contuvieron la respiración, temiendo el anuncio de un desastre.

El rey llevaba la doble corona, unión del rojo y el blanco, del Bajo y Alto Egipto, y símbolo de la indispensable unidad del país. En su pecho, el cetro-poder, el sekhem, que manifestaba el dominio del faraón sobre los elementos y las fuerzas vitales.

—Un comando hitita ha destruido la Morada del León, una aldea creada por mi padre. Los bárbaros han masacrado a todos los habitantes, incluidas las mujeres, los niños y los bebés.

Brotó un murmullo de indignación, ningún soldado de ningún ejército tenía derecho a actuar así.

—Un correo descubrió la ignominia —prosiguió el rey—. La patrulla que me comunicó la información lo trajo consigo. El pobre estaba aterrorizado. Los hititas han añadido a esta matanza la destrucción del santuario del burgo y la profanación de la estela de Seti.

Conmovido, un apuesto anciano, encargado de velar por los archivos de palacio y que llevaba el título de «jefe de los secretos», salió de la masa de los cortesanos y se inclinó ante el faraón.

—Majestad, ¿tenemos alguna prueba que demuestre que son efectivamente los hititas los autores del crimen?

—He aquí su firma: «Victoria para el ejército del poderoso soberano de Hatti, Muwattali. Así perecerán todos sus enemigos». Os informo también de que los príncipes de Amurru y Palestina acaban de someterse a los hititas. Algunos residentes egipcios han sido asesinados, los supervivientes se han refugiado en nuestras fortalezas.

—Pero entonces, majestad, es…

—La guerra.

El despacho de Ramsés era vasto y luminoso. Unas ventanas, cuyo marco estaba recubierto de cristales barnizados de azul y de blanco, permitían disfrutar al rey de la perfección de cada estación y embriagarse con el perfume de mil y una flores. En unas mesillas doradas había ramilletes de lises. Una larga mesa de acacia servía de soporte a los papiros abiertos. En una esquina de la estancia, una estatua de diorita representaba a Seti, sentado en su trono, con los ojos levantados hacia el más allá.

Ramsés había reunido un consejo restringido, que se limitaba a Ameni, su amigo y fiel secretario particular, a su hermano mayor, Chenar, y a Acha.

Con la tez pálida, las manos largas y finas, bajo, endeble, delgado y casi calvo a los veinticuatro años, Ameni había consagrado su existencia a servir a Ramsés. Incapaz de cualquier práctica deportiva, con la espalda frágil, Ameni era un trabajador infatigable. Se pasaba día y noche en su despacho, dormía poco y asimilaba más expedientes en una hora que todo su equipo de escribas, calificados, sin embargo, en una semana. Portasandalias de Ramsés, Ameni podría haber aspirado a cualquier cargo ministerial, pero prefería permanecer a la sombra del faraón.

—Los magos han hecho lo necesario —indicó—. Han fabricado estatuillas de cera, a imagen de los asiáticos y los hititas, y las han arrojado al fuego. Además, han escrito sus nombres en jarras y copas de terracota, y las han quebrado. Recomendé que se practicara cada día el mismo rito, hasta la marcha de nuestro ejército.

Chenar se encogió de hombros. El hermano mayor de Ramsés, achaparrado y metido en carnes, tenía un rostro redondo y lunar, y las mejillas hinchadas. Sus labios eran gruesos y golosos, sus ojillos marrones, y su voz untuosa y flotante. Se había afeitado una estrecha barba que había dejado crecer en señal de luto por su padre Seti.

—No contemos con la magia —recomendó—. Yo, ministro de Asuntos Exteriores, propongo que destituyamos a nuestros embajadores en Siria, Amurru y Palestina. Son unos gusanos que fueron incapaces de ver la telaraña que los hititas han tejido en nuestros protectorados.

—Ya lo hemos hecho —reveló Ameni.

—Podríais habérmelo dicho —repuso Chenar ofendido.

—Se ha hecho, eso es lo esencial.

Indiferente a aquella justa oratoria, Ramsés puso el índice sobre un punto preciso del gran mapa abierto sobre la mesa de acacia.

—¿Están las guarniciones de la frontera del noroeste en estado de alerta?

—Sí, majestad —repuso Acha—. Ningún libio la cruzará.

Hijo único de una familia noble y rica, Acha era el aristócrata por excelencia. Elegante, refinado, árbitro de la moda, con el rostro alargado y fino, unos ojos brillantes, la mirada algo desdeñosa, hablaba varias lenguas extranjeras y le apasionaban las relaciones internacionales.

—Nuestras patrullas controlan la franja costera libia y la zona desértica al oeste del Delta. Nuestras fortalezas se hallan en estado de alerta y contendrían sin problemas un ataque que parece probable. Ningún guerrero es capaz, por el momento, de federar las tribus libias.

—¿Hipótesis o certeza?

—Certeza.

—¡Por fin una información tranquilizadora!

—Es la única, majestad. Mis agentes acaban de hacerme llegar las peticiones de auxilio de los alcaldes de Megiddó, punto de llegada de las caravanas, de Damasco y de los puertos fenicios, destino de numerosos barcos mercantes. Las expediciones hititas y la desestabilización de la zona perturban ya las transacciones comerciales. Si no intervenimos enseguida, los hititas nos aislarán de nuestros aliados antes de aniquilarlos. El mundo que Seti y sus antepasados habían edificado quedará destruido.

—Acha, ¿crees que no soy consciente de ello?

—¿Alguna vez se es bastante consciente de un peligro de muerte, majestad?

—¿Realmente se han utilizado todos los recursos de la diplomacia? —preguntó Ameni.

—Han masacrado la población de un burgo —recordó Ramsés—. Tras semejante horror, ¿qué diplomacia podría utilizarse?

—La guerra provocará miles de muertos.

—Ameni, ¿estáis proponiendo una capitulación? —preguntó Chenar con aire burlón.

El secretario particular del rey apretó los puños.

—Retirad vuestra pregunta, Chenar.

—¿Por fin estáis dispuesto a batiros, Ameni?

—Ya basta —los interrumpió Ramsés—. Guardad vuestra energía para defender a Egipto. Chenar, ¿eres partidario de una intervención militar inmediata y directa?

—Dudo… ¿No sería mejor aguardar y reforzar nuestras defensas?

—La intendencia no está lista —precisó Ameni—. Salir a campaña de un modo improvisado nos llevaría a la catástrofe.

—Cuanto más contemporicemos —consideró Acha—, más se extenderá la revuelta por Canaán. Hay que aplastarla enseguida para restablecer una zona protectora entre los hititas y nosotros. De lo contrario, dispondrían de una base avanzada para preparar la invasión.

—El faraón no debe arriesgar su vida de un modo irreflexivo —afirmó Ameni irritado.

—¿Estás acusándome de ligereza? —preguntó Acha gélido.

—¡No conoces el estado real de nuestras tropas! Su equipamiento todavía es insuficiente, aunque la manufactura de armas funcione a todo trapo.

—Sean cuales sean nuestras dificultades, es preciso restablecer, sin dilaciones, el orden en nuestros protectorados. De ello depende la supervivencia de Egipto.

Chenar se guardó de intervenir en el debate entre los dos amigos. Ramsés, que confiaba de la misma manera en Ameni que en Acha, les había escuchado con gran atención.

—Salid —ordenó.

Solo, el rey miró al sol, aquel creador de luz del que había nacido. Hijo de la luz, tenía la capacidad de contemplar cara a cara el astro del día sin abrasarse los ojos.

«Escoge de cualquier ser su brillo y su genio —había recomendado Seti—. Busca en cada uno lo que sea irreemplazable. Pero estarás solo para decidir. Ama a Egipto más que a ti mismo, y el camino se despejará.» Ramsés pensó en la intervención de los tres hombres. Chenar, indeciso, no quería disgustar por nada del mundo; Ameni deseaba preservar el país como un santuario y rechazaba la realidad exterior; Acha tenía una visión global de la situación y no intentaba ocultar su gravedad.

Otras preocupaciones turbaron al rey: ¿habría quedado Moisés atrapado en la tormenta? Acha era el encargado de encontrarlo, pero todavía no había hallado pista alguna. Sus informadores permanecían mudos. Si el hebreo había conseguido salir de Egipto, se habría dirigido hacia Libia, o hacia los principados de Edom y Moab, o hacia Canaán o Siria. En un período tranquilo, cualquier indicador habría acabado descubriéndolo. Hoy, si Moisés seguía vivo aún, sólo podía contarse con la suerte para saber donde se ocultaba.

Ramsés salió de palacio y se dirigió a la residencia de sus generales. Su única preocupación debía ser acelerar la preparación de su ejército.