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Pi-Ramsés, la nueva capital de Egipto, creada por Ramsés en el corazón del Delta, ya tenía más de cien mil habitantes. Rodeada por los dos brazos del Nilo, las aguas de Ra y las aguas de Avaris, gozaba de un clima agradable, incluso en verano; la atravesaban numerosos canales, un lago de recreo permitía deliciosos paseos en barco, estanques llenos de peces ofrecían hermosas piezas a los aficionados a la pesca con sedal.

Bien provista de alimentos variados procedentes de una feraz campiña, Pi-Ramsés era apodada «la ciudad de turquesa», debido a la omnipresencia de las tejas barnizada de azul, de excepcional luminosidad, que adornaban las fachadas de las casas.

Era una extraña ciudad, es cierto, que reunía un ambiente armonioso y apacible con un mundo guerrero, que Pi-Ramsés estaba provista de cuatro grandes cuarteles y una manufactura de armas, situada junto al palacio.

Desde hacía algunos meses, los obreros trabajaban día y noche, fabricando carros, armaduras, espadas, lanzas, escudos y puntas de flecha. En el centro de la fábrica, una vasta fundición disponía de un taller especializado en trabajo del bronce.

Un carro de combate, sólido y ligero al mismo tiempo acababa de salir de la manufactura. Estaba en lo alto de la rampa que llevaba al gran patio porticado donde se almacenaban los vehículos del mismo tipo, cuando el capataz palmeó el hombro del carpintero que examinaba los acabados.

—Allí, al pie de la rampa… ¡Es él!

—¿Él?

El artesano miró.

Sí, en efecto era él, el faraón, señor del Alto y el Bajo Egipto, el hijo de la luz, Ramsés.

El sucesor de Seti, de veintiséis años de edad, reinaba desde hacía cuatro y gozaba del amor y la admiración de su pueblo. Atlético, de más de un metro ochenta de estatura, el rostro alargado y coronado por una magnífica cabellera de un rubio veneciano, ancha y despejada la frente, sobresalientes los arcos superciliares y espesas las cejas, nariz larga, delgada y algo aguileña, la mirada luminosa y profunda, las orejas redondas y delicadamente cinceladas, carnosos los labios, firme el mentón, Ramsés tenía una fuerza que algunos no dudaban en calificar de sobrenatural.

Ampliamente formado en el ejercicio del poder por un padre que le había iniciado en las funciones de rey a costa de duras pruebas, Ramsés había heredado la fulgurante autoridad de Seti, su glorioso predecesor. Incluso cuando no llevaba sus ropas habituales, su mera presencia imponía respeto.

El rey subió por la rampa y examinó el carro. Petrificados, el capataz y el carpintero temían su juicio. Que el faraón en persona inspeccionara, de improviso, la fábrica, demostraba el interés que sentía por la calidad de las armas que allí se producían.

Ramsés no se limitó a un análisis superficial. Escrutó cada pieza de madera, probó la lanza y comprobó la solidez de la rueda.

—Buen trabajo —consideró—, pero tendremos que verificar sobre el terreno la robustez de este carro.

—Está previsto, majestad —precisó el capataz—. En caso de incidente el auriga nos indica cual es la pieza que falla y la reparamos inmediatamente.

—¿Son numerosos los incidentes?

—No, majestad, y el taller los aprovecha para rectificar los errores y mejorar el material.

—No reduzcas tu esfuerzo.

—Majestad… ¿puedo haceros una pregunta?

—Te escucho.

—¿Será pronto… la guerra?

—¿Acaso te da miedo?

—Fabricamos armas, pero tememos un conflicto. ¿Cuántos egipcios morirán, cuántas mujeres quedarán viudas, cuántos niños se verán privados de sus padres? ¡Qué los dioses nos eviten semejante conflicto!

—¡Qué ellos te escuchen! ¿Pero cuál sería nuestro deber si Egipto se viera amenazado?

El capataz inclinó la cabeza.

—Egipto es nuestra madre, nuestro pasado y nuestro porvenir —recordó Ramsés—. Da sin medida, cada segundo es una ofrenda… ¿Responderemos con la ingratitud, el egoísmo y la cobardía?

—¡Queremos vivir, majestad!

—Si es preciso, el faraón dará su vida para que Egipto viva. Trabaja en paz, capataz.

¡Qué alegría se respiraba en la capital! Pi-Ramsés era un sueño hecho realidad, un momento de felicidad que el tiempo reforzaba día tras día. El antiguo paraje de Avaris, ciudad maldita de los invasores procedentes de Asia, había sido transformado en una ciudad hechicera y elegante, donde acacias y sicomoros ofrecían su sombra tanto a los ricos como a los humildes.

Al rey le gustaba pasear por la campiña de abundante hierba, atravesada por senderos flanqueados de flores y canales propicios al baño. De buena gana degustaba una manzana con sabor a miel, apreciaba una cebolla dulce, recorría el vasto olivar que proporcionaba un aceite tan abundante como la arena en la orilla o respiraba el perfume que exhalaban los jardines. El paseo del monarca concluyó en el puerto interior, de creciente actividad, rodeado de almacenes donde se acumulaban las riquezas de la ciudad, metales preciosos, maderas raras, reservas de trigo.

Estas últimas semanas, Ramsés no deambulaba por la campiña ni por las calles de su ciudad de turquesa, sino que pasaba la mayor parte de su tiempo en los cuarteles, acompañado por los oficiales superiores, soldados de los carros y de infantería, que apreciaban las condiciones de su alojamiento en los nuevos locales.

Los miembros del ejército profesional, del que formaban parte numerosos mercenarios, se alegraban por su sueldo y por la calidad de los alimentos. Pero muchos se quejaban del entrenamiento intensivo y lamentaban haberse enrolado algunos años antes, cuando la paz parecía bien instalada. Pasar del ejercicio, por riguroso que fuera, al combate contra los hititas no satisfacía a nadie, ni siquiera a los más aguerridos profesionales. Todos temían la crueldad de los guerreros anatolios, que todavía no habían sufrido derrota alguna.

Ramsés había sentido como el miedo iba insinuándose, poco a poco, en los espíritus, e intentaba luchar contra el mal visitando sucesivamente los cuarteles y asistiendo a las maniobras de los distintos cuerpos de ejército. El rey debía mostrarse sereno y mantener la confianza entre sus tropas, aunque el tormento corroyera su alma.

¿Cómo ser feliz en esa ciudad de la que Moisés, su amigo de infancia, había huido tras haber dirigido los equipos de ladrilleros hebreos que habían edificado palacios, villas y mansiones? Ciertamente, Moisés estaba acusado de asesinar a un egipcio, Sary, el cuñado del rey. Pero Ramsés seguía dudando, pues Sary, su antiguo preceptor, se había conjurado contra él y se había comportado de un modo innoble con los obreros que se hallaban a sus órdenes. ¿No habría caído Moisés en una trampa?

Cuando no pensaba en su amigo desaparecido, del que seguía sin tener noticias, el rey pasaba largas horas en compañía de su hermano mayor, Chenar, ministro de Asuntos Exteriores, y de Acha, el jefe de su servicio de espionaje. Chenar lo había intentado todo para impedir que su hermano menor fuera faraón, pero sus fracasos parecían haberle hecho más prudente, y se tomaba muy en serio su papel. Por lo que se refiere a Acha, diplomático inteligente y brillante, era uno de los compañeros de universidad de Ramsés y Moisés, y gozaba de toda la confianza del rey.

Los tres hombres examinaban cada día los mensajes procedentes de Siria e intentaban apreciar con lucidez la situación. ¿Hasta qué punto podría Egipto tolerar la progresión hitita?

Ramsés estaba obsesionado por el gran mapa del Próximo Oriente y Asia expuesto en su despacho. Al norte, el reino de Hatti[3] con su capital, Hattusa, en el centro de la meseta de Anatolia. Más al sur, la vasta Siria, que se extendía a lo largo del Mediterráneo y era atravesada por el Orontes. Principal plaza fuerte del país: Kadesh, bajo control hitita. Al sur, la provincia de Amurru y los puertos de Biblos, Tiro y Sidón, bajo la égida egipcia, luego Canaán, cuyos príncipes eran fieles al faraón.

Ochocientos kilómetros separaban Pi-Ramsés, la capital egipcia, de Hattusa, residencia de Muwattali, el soberano hitita. Dada la existencia de una explanada que iba de la frontera nordeste a la Siria central, las Dos Tierras parecían a cubierto de cualquier intento de invasión. Pero los hititas no se resignaban al statu quo impuesto por Seti. Saliendo de su territorio, los guerreros anatolios habían hecho una incursión hacia Damasco, la principal ciudad de Siria.

Al menos eso era lo que creía Acha, basándose en los informes de sus agentes. Ramsés exigía que se lo aseguraran antes de ponerse a la cabeza de su ejército, con la firme intención de rechazar al adversario hacia el norte. Ni Chenar ni Acha se permitían formular una opinión definitiva; el faraón, y sólo el faraón, debía sopesar su decisión y actuar.

Impulsivo, Ramsés había sentido deseos de contraatacar en cuanto había conocido los manejos hititas; pero la preparación de sus tropas, lo esencial de las cuales había sido transferido de Menfis a Pi-Ramsés, requeriría todavía varias semanas e incluso varios meses. Aquel plazo, que el rey soportaba con cierta impaciencia, tal vez permitiría evitar un conflicto inútil. Hacía unos diez días que no llegaba ninguna noticia alarmante de la Siria central.

Ramsés se dirigió a la pajarera del palacio donde vivían, mimados, colibríes, arrendajos, paros, abubillas, avefrías y otras aves que gozaban de la sombra de los sicomoros y del agua de los estanques, cubiertos de lotos azules.

Estaba convencido de que la encontraría allí, desgranando en su laúd las notas de una antigua melodía. Nefertari, la gran esposa real, la dulce de amor, la única mujer que llenaba su corazón. Aunque no fuera de noble linaje, era más bella que las bellas del palacio y su voz, dulce como la miel, no pronunciaba palabras inútiles.

Cuando la joven Nefertari estaba destinada a una existencia consagrada a la meditación como sacerdotisa recluida en un templo de provincias, el príncipe Ramsés se había enamorado perdidamente de ella. Ni uno ni otra esperaban que su unión formase la pareja real, a cargo del destino de Egipto.

Con los cabellos de un negro brillante, los ojos verdeazulados, aficionada al silencio y el recogimiento, Nefertari había conquistado la corte. Discreta y eficaz, secundaba a Ramsés y realizaba el milagro de armonizar el papel de reina con el de esposa.

Meritamón, la hija que había dado al rey, se le parecía. Nefertari no podría tener más hijos, pero aquel dolor parecía resbalar por ella como el viento de primavera. El amor que construía, desde hacía nueve años, con Ramsés, le parecía una de las fuentes de la felicidad de su pueblo.

Ramsés la contempló sin que ella lo viese. Dialogaba con una abubilla que revoloteaba a su alrededor, lanzando algunas notas juguetonas, y se posaba en el antebrazo de la reina.

—¿Estás junto a mí, no es cierto?

Él avanzó. Como de costumbre, ella había advertido su presencia y su pensamiento.

—Hoy los pájaros están nerviosos —observó la reina—. Se prepara una tormenta.

—¿De qué se habla en palacio?

—Se aturden, bromean sobre la cobardía del enemigo, alaban el poder de nuestras armas, se anuncian futuros matrimonios, se acechan eventuales nombramientos.

—¿Y qué se dice del rey?

—Que cada vez se parece más a su padre y que sabrá proteger al país de la desgracia.

—Si los cortesanos estuvieran en lo cierto…

Ramsés tomó a Nefertari en sus brazos, ella posó la cabeza en su hombro.

—¿Malas noticias?

—Todo parece tranquilo.

—¿Han cesado las incursiones hititas?

—Acha no ha recibido más mensajes alarmantes.

—¿Estamos listos para el combate?

—Ninguno de nuestros soldados tiene prisa por enfrentarse con los guerreros anatolios. Los veteranos consideran que no tenemos posibilidad alguna de vencerlos.

—¿Tú también lo piensas?

—Dirigir una guerra de esta envergadura requiere una experiencia que no tengo. Mi propio padre renunció a comprometerse en tan arriesgada aventura.

—Si los hititas han modificado su actitud, es porque creen que la victoria está a su alcance. En el pasado, las reinas de Egipto combatieron con todas sus fuerzas para mantener la independencia de su país. Aunque la violencia me horroriza, estaré a tu lado si el conflicto es la única solución.

De pronto, la pajarera fue teatro de una ruidosa agitación. La abubilla se encaramó en la rama más alta de un sicomoro, las aves se dispersaron en todas direcciones.

Ramsés y Nefertari levantaron los ojos y distinguieron una paloma mensajera de pesado vuelo. Agotada, parecía buscar en vano su punto de destino. El rey tendió los brazos en un gesto de acogida. La paloma se posó ante el monarca. En su pata derecha habían sujetado un pequeño papiro enrollado, de pocos centímetros de longitud. Escrito en minúsculos pero legibles jeroglíficos, el texto iba firmado por un escriba del ejército.

A medida que iba leyendo, Ramsés tuvo la sensación de que una espada se hundía en sus carnes.

—Tenías razón —le dijo a Nefertari—. La tormenta amenazaba… y acaba de estallar.